El gran hombre y el ambiente
Hace no muchos d¨ªas, al presentar a un conferenciante, un ilustre profesor espa?ol que durante a?os ha desempe?ado tareas culturales de primer orden en un organismo internacional afirmaba que los espa?oles no deb¨ªamos tener esa falta de fe en nosotros mismos. Y que ten¨ªamos forzosamente que admitir que en la Espa?a de hoy, como tambi¨¦n en la de la segunda mitad del siglo XIX, hemos tenido, tenemos a¨²n, muchos valores importantes en todos los ¨¢mbitos del saber humano. Quiz¨¢ lo que menos hemos tenido hayan sido grandes pol¨ªticos; pero los hemos tenido tambi¨¦n, y desde luego ha habido ilustres profesores, originales soci¨®logos, fil¨®sofos que han abierto camino en el pensamiento universal, artistas que no hay siquiera que citar para comprender que est¨¢n, tanto en pintura como en escultura o en m¨²sica, en las primeras filas de la creaci¨®n mundial. Y hemos tenido tambi¨¦n ilustres m¨¦dicos, investigadores y juristas; en una palabra, una n¨®mina de valores humanos y culturales que creo yo que no desmerece de la de otros pa¨ªses de Occidente y que justifica plenamente nuestra presencia y nuestra vocaci¨®n europeas. Digamos de una vez que el mito de la decadencia espa?ola es quiz¨¢ s¨®lo un mito aparente.Es posible que haya una decadencia pol¨ªtica y econ¨®mica, es posible que Espa?a no tenga ya la fuerza y el poder que tuvo y que debiera haber conservado, pero todav¨ªa, en el conjunto del esp¨ªritu universal, el genio ib¨¦rico existe y est¨¢ vivo.
Pero los espa?oles nos empe?amos en afirmar lo contrario. Somos muy propicios apresentar al ¨²ltimo sabio extranjero, al ¨²ltimo novelista o al ¨²ltimo fil¨®sofo como algo original y maravilloso. En cambio, pasamos de lado ante nuestros propios valores, ignor¨¢ndolos y volvi¨¦ndolos la espalda. Se ha dicho, y es verdad, que en Espa?a para alcanzar la fama lo primero que hay que hacer es morirse. Solamente, con car¨¢cter retrospectivo, nos acordamos de un Valle-Incl¨¢n, de un Unamuno, de un Aza?a o de un Baroja, que fueron esp¨ªritus, todos ellos, de primer orden, que llegaron a las m¨¢s altas cimas de la clarividencia y del talento, que en otro pa¨ªs cualquiera del mundo, y muy particularmente en la vecina Francia, que tanto mima, cuida y propagandiza a sus valores, hubieran tenido un brillo extraordinario. Y, sin embargo, aqu¨ª, por lo menos, media Espa?a se dedic¨® a denigrarlos, y no bast¨® el empuje de la otra media para hacerlos prevalecer y hacerlos triunfar en vida. Porque es evidente que el genio s¨®lo se desarrolla si se encuentra reforzado por el ambiente. El talento discutido, objetado, contradicho mil veces, por muy genial que sea, termina poco a poco apag¨¢ndose. Su capacidad de actuaci¨®n sobre la sociedad es nula, y su esfuerzo intelectual termina a la larga siendo est¨¦ril. As¨ª, Espa?a no tiene m¨¢s que grandes monumentos intelectuales en el cementerio, pero no tiene en el momento presente ning¨²n hombre capaz de ejercer una gran influencia sobre nuestro pensamiento y sobre nuestra conducta. De esta manera, este magisterio viviente lo perdemos, y esto es culpa de la mediocridad de nuestra vida cotidiana.
Y hay que recordar ahora que este tema fue ya magistralmente tocado en su Espa?a invertebrada por Ortega, hace ahora sesenta a?os, en 1921. Es bien sabido c¨®mo la tesis de Ortega es que el hombre de val¨ªa se impone a la masa, y que ¨¦sta lo acepta como suyo, lo levanta y lo convierte en su h¨¦roe popular. No es el hombre el que sugestiona y educa a la masa, sino la masa la que, reconoci¨¦ndose en el hombre, viendo en ¨¦l su propia expresi¨®n y su propia s¨ªntesis, lo eleva y lo conduce hasta arquetipo.
Reconocer al hombre conductor
?Por qu¨¦ emergen entre nosotros pocas individualidades se?eras? ?Es porque el conjunto de los individuos sea peor en nuestra colectividad que en otras, como, por ejemplo, Alemania, Francia o el Reino Unido? ?O es porque la masa no acierta a descubrir esos valores y no los empuja desde abajo a modo como los antiguos germanos reconoc¨ªan a su jefe, elev¨¢ndolo sobre su escudo? Este empuje de la masa de abajo arriba creo yo que es lo que falta en la Espa?a de hoy. Parece como si el colectivo ciudadano gozara disminuyendo y achicando los valores que tratan de emerger del nivel medio. Pero, por otro lado, hombres llenos de ambici¨®n tratan por s¨ª mismos de auparse sobre la median¨ªa reinante. Pero no es esto lo que nos dice Ortega, sino, al rev¨¦s, es que el horribre medio debe saber reconocer al hombre conductor, y debe ¨¦l, con todos sus cong¨¦neres, descubrirle y alzarle. Por eso parece hoy a la vez tan est¨¦ril, y al mismo tiempo tan actual, la antigua pol¨¦mica de la ciencia espa?ola. Revilla sostiene en ella que no ha habido nunca ciencia espa?ola, y Men¨¦ndez y Pelayo rebate esta idea y lanza con prodigiosa erudici¨®n el tan conocido alegato en el que hace una lista detallad¨ªsima de valores espa?oles. Si hoy d¨ªa volvi¨¦ramos otra vez a plantear la misma discusi¨®n no faltar¨ªa un Revilla que nos demostrara nuestra esterilidad, pero no estar¨ªa ausente tampoco un Men¨¦ndez y Pelayo que nos recordara en el pasado y en el presente la existencia de cimas humanas. Yo no quiero tomar sobre m¨ª esta tarea, muy por encima de mis posibilidades, pero s¨ª me atrevo a sugerir que otros la tomen, y que se haga una lista de los investigadores, de los fil¨®sofos, de los artistas y, en una palabra, en fin, de todos los hombres de val¨ªa que hemos tenido en lo que va de siglo en nuestra sociedad espa?ola. Sin embargo, su te¨®rico oponente le dir¨ªa que estos hombres no se han realizado, que puede ser cierto que hayan vivido y que hayan tenido ese valor que se les atribuye, pero que su obra no ha quedado cuajada, no ha cristalizado en una tendencia, en un movimiento, en un ascenso de nivel cultural de la sociedad espa?ola. Esto se debe, fundamentalmente, a que esta sociedad no ha sabido hacerlos suyos, a que los ha ignorado sistem¨¢ticamente; unas veces han sido las luchas pol¨ªticas las que les han descalificado, como sucedi¨® con Aza?a, pero otras veces ha sido la simple indiferencia o el apego a f¨®rmulas tradicionales de pensar, que fue lo que nos hizo rechazar a Unamuno.
Hombres callados y geniales
Yo quisiera ahora recordar cu¨¢ntos hombres calladamente -cuanto m¨¢s callados mejores son, sin duda alguna- est¨¢n desarrollando una gran labor, cada uno en su terreno, cada uno en su campo; unos delante del microscopio o en un laboratorio, otros en una biblioteca, otros con la pluma en la mano y la creaci¨®n por delante, otros, en fin, con los pinceles o con la ense?anza, o con su vocaci¨®n, a la conducci¨®n de las masas. Y, sin embargo, a estos hombres callados y geniales que est¨¢n a nuestro lado, que pasan cada d¨ªa por entre nosotros en las calles o en los salones, no les otorgamos cr¨¦dito, tenemos una profunda falta de fe en ellos; falta de fe que en el fondo no es sino una transferencia de nuestra falta de fe en nosotros mismos como pueblo. Porque nos parece imposible que nuestira sociedad sea capaz de alumbrar hombres de talento, y porque creemos que Espa?a es un fil¨®n seco, del que hay que admitir dogm¨¢ticamente que ya no puede dar nada de s¨ª y que tiene que copiarlo todo de fuera. Y, sin embargo, esto es un t¨®pico falso: cuando estos espa?oles, ignorados voluntariamente por nosotros, silenciados y hasta, muchas veces, pisoteados, salen al mundo abierto del extranjero, triunfan en ¨¦l, y se convierten en genios universales o en sabios reconocidos. Necesitar¨¢n vivir fuera de Espa?a para ser reconocidos, como le ocurri¨® a Picasso. No es lo malo que la sociedad espa?ola sea una sociedad mediocre, sino que es una sociedad sin fe en si misma, y que contin¨²a siendo, sesenta a?os despu¨¦s de Ortega, una sociedad invertebrada.
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