Los 166 d¨ªas de Feliza
La escultora colombiana Feliza Bursztyn, exiliada en Francia, se muri¨® de tristeza a las 10.15 de la noche del pasado viernes 8 de enero, en un restaurante de Par¨ªs. El diario El Tiempo, de Bogot¨¢, dio la noticia en primera p¨¢gina en su edici¨®n del domingo. Y explic¨® a sus lectores, en tres l¨ªneas, por qu¨¦ la escultora no estaba en Colombia: "Feliza hab¨ªa viajado hac¨ªa dos meses a Par¨ªs en compa?¨ªa de su esposo, y antes hab¨ªa estado varias semanas en M¨¦xico". Nada m¨¢s. Pero al d¨ªa siguiente apareci¨® una nota editorial firmada con unas iniciales que coinciden con las del director del peri¨®dico, Hernando Santos, y en la cual se hac¨ªan dos preguntas sobre Feliza Bursztyri: "?Por qu¨¦ tuvo que irse? ?Por qu¨¦ fue v¨ªctima de un exilio incomprensible al cual hubiera podido escapar con dos sencillas palabras?". Pero la nota no dice cu¨¢les fueron esas palabras m¨¢gicas que acaso hubieran prolongado la vida...De m¨¦ritos tan grandes como sus carcajadas, la amiga m¨¢s querida de sus amigos de todas partes, que no s¨®lo hubiera dicho dos palabras simples, sino cuantas fueran necesarias para volver al ¨²nico pa¨ªs donde siempre quiso vivir. Si alguien le hubiera hecho la caridad de dec¨ªrselas a tiempo, tal vez hubiera podido cumplir su deseo y ejercer su derecho de morirse en su cama de Bogot¨¢, rodeada de sus poetas locos, y no tirada por los suelos en un restaurante tapizado de espejos, ante la tenacidad est¨¦ril de seis m¨¦dicos bomberos que trataban de despertarla y el espanto de su esposo y cuatro amigos que la sab¨ªamos muerta para siempre desde el primer instante.
Nadie sabe mejor que mi familia y yo c¨®mo fue la vida de Feliza Bursztyri, minuto a minuto, en los 166 d¨ªas de su exilio mortal. En nuestra casa de M¨¦xico, donde vivi¨® casi tres meses desde que sali¨® de Bogot¨¢ bajo la protecci¨®n diplom¨¢tica de la embajada mexicana, hasta cuando pudo viajar a Par¨ªs, no s¨®lo tuvimos tiempo de sobra para hablar de su drama, sino que s¨®lo pudimos hablar de eso, porque Feliza qued¨® en una especia de estupor de disco rayado que no le permit¨ªa hablar de otra cosa. Infinidad de veces, guiada por mi curiosidad invencible de periodista y escritor, me cont¨® hasta los detalles m¨¢s ¨ªnfimos de su mal recuerdo; llenamos juntos las grietas vac¨ªas, tratamos de entender lo incomprensible, ansiosos de tocar fondo en un misterio que no parec¨ªa tenerlo. En Par¨ªs, a donde llegamos el pasado octubre con muy pocos d¨ªas de diferencia, nos seguimos viendo con frecuencia. De modo, que considero como un derecho, e inclusive como un deber de sanidad social, que sea yo quien trate de dar respuesta P¨²blica a las dos preguntas de H. S., aunque s¨®lo sea para que sus Iectores no sucumban tambi¨¦n en la peste del olvido.
Feliza Bursztyn tuvo que escapar de Colombia -como hubiera podido hacerlo el protagonista de El proceso, de Franz Kafka- para no ser encarcelada por un delito que nunca le fue revelado. El viernes 24 de julio de 1981 una patrulla de militares al mando de un teniente se present¨® a su casa de Bogot¨¢ a las cuatro de la madrugada. Todos vest¨ªan de civil, con ruanas largas, debajo de las cuales llevaban escondidas las metralletas, y estaban autorizados por una orden de allanamiento de un juez militar. Su comportamiento fue correcto, amable inclusive, y la requisa que hicieron de la casa dur¨® casi cuatro horas, pero fue m¨¢s ritual que minuciosa. Feliza y su esposo, Pablo Leyva, tuvieron la impresi¨®n de que eran unos muchachos inexpertos que no sab¨ªan lo que buscaban ni ten¨ªan demasiado inter¨¦s en encontrarlo. Lo ¨²nico que registraron a fondo fue la cama matrimonial, hasta el extremo de que la desarmaron y la volvieron a armar. "Tal vez buscaban mis polvos perdidos", coment¨® m¨¢s tarde Feliza con su humor b¨¢rbaro. Otra cosa que les llam¨® la atenci¨®n fue una caja de fotograf¨ªas que Feliza hab¨ªa llevado de La Habana, pocos d¨ªas antes, a donde hab¨ªa viajado para asistir a una exposici¨®n de sus obras en la Casa de las Am¨¦ricas. Eran las fotos de una exposici¨®n colectiva de fot¨®grafos colombianos que se hab¨ªa realizado en La Habana el a?o anterior, tambi¨¦n bajo el patrocinio de la Embajada de Colombia en Cuba, y con asistencia de sus funcionarios. La Casa de las Am¨¦ricas le hab¨ªa pedido a Feliza el favor de que las devolviera a sus autores, cuyos nombres y direcciones estaban escritos al dorso de cada foto. Los soldados les echaron una ojeada superficial a casi un centenar y pusieron aparte tres, que se llevaron. Feliza, que ni siquiera hab¨ªa tenido tiempo de abrir el paquete, no pudo ver muy bien qu¨¦ fotos eran, pero le pareci¨® que alguna la hab¨ªa visto publicada en la Prensa de Colombia. Tambi¨¦n se llevaron una pistola Beretta inservible que un amigo le hab¨ªa regalado a Feliza en 1964, en una ¨¦poca en que viv¨ªa sola en Bogot¨¢, pues todav¨ªa no se hab¨ªa casado con Pablo Leyva. "No me atrev¨ª ni a tocarla nunca", me dijo Feliza, "por temor de sacarme un ojo". Fue todo cuanto se llevaron. Es cierto que Feliza no encontr¨® despu¨¦s dos cadenas y tres anillos que hab¨ªa puesto en su mesa de noche antes de dormirse, y que eran las ¨²nicas cosas de oro, pero tambi¨¦n las que costaban menos en su para¨ªso de chatarra. Pero siempre insisti¨®, con su buena fe inquebrantable, que no pod¨ªa suponer algo que no hab¨ªa visto.
Terminada la requisa, Feliza fue llevada, sin su esposo, a las caballerizas de la Brigada de Institutos Militares. Permaneci¨® sentada, sin comer ni beber, durante las once horas del interrogatorio. Le vendaron los ojos y le pegaron en el pecho una banda adhesiva con su n¨²mero de presidiaria: 5. Ese parche, con ese n¨²mero, est¨¢ todav¨ªa pegado en la pared de la cocina en su casa de Bogot¨¢ . Siempre insisti¨® en que la trataron con mucha correcci¨®n, que le pidieron excusas por tener que vendarla, y que ninguna de las incontables preguntas le permiti¨® vislumbrar de qu¨¦ la acusaban. Se lo pregunt¨® a uno de sus interrogadores invisibles, y ¨¦ste le dio una respuesta deslumbrante:
-Lo vamos a saber ahora por lo que usted nos diga.
Es sorprendente que hubiera resistido aquella prueba con tanta fortaleza, porque Feliza ten¨ªa una limitaci¨®n pulmonar muy seria, debido a las sustancias t¨®xicas con que trabajaba, y adem¨¢s una lesi¨®n de la columna vertebral de la que no se recuper¨® nunca. Pero no perdi¨® el sentido
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del humor en ning¨²n momento de aquellas once horas desgraciadas de nuestra historia patria.
Le preguntaron si conoc¨ªa a alg¨²n escritor, y contest¨® que s¨ª: a Hernando Valencia Goelkel. Le preguntaron si no conoc¨ªa a otros, y contest¨® que s¨ª, pero que no los mencionaba porque eran muy malos escritores. Le preguntaron si no tem¨ªa que la violaran, y contest¨® que no, porque toda mujer casada est¨¢ acostumbrada a que la violen todas las noches. Sin embargo, los, distintos interrogadores que nunca pudo ver coincidieron en poner en duda su nacionalidad colombiana. Nunca, en las horas interminables de su exilio, Feliza pareci¨® olvidar que alguien en su propio pa¨ªs le hiciera esa ofensa. "Soy m¨¢s colombiana que el presidente de la Rep¨²blica", sol¨ªa decir en sus ¨²ltimos d¨ªas. M¨¢s a¨²n: mucho antes de que tuviera que abandonar a Colombia, una revista les pregunt¨® a varios artistas colombianos en qu¨¦ ciudad del mundo quer¨ªan vivir, y Feliza fue la ¨²nica que contest¨®: "En Bogot¨¢".
Dos d¨ªas despu¨¦s del interrogatorio, cuando ya se consideraba a salvo de toda sospecha, Feliza fue citada por un juez militar, que la acus¨® de tener en su casa un arma sin licencia. El juez le mostr¨® la disposici¨®n seg¨²n la cual aquel delito ten¨ªa prevista una pena de cinco a?os de c¨¢rcel. Le hizo firmar una notificaci¨®n, la cit¨® para dos d¨ªas m¨¢s tarde y le advirti6que no pod¨ªa moverse de Bogot¨¢. Dos d¨ªas despu¨¦s, con todo el dolor de su alma, se asil¨® en la sede de la Embajada de M¨¦xico.
No es comprensible, pues, que alguien se pregunte ahora por qu¨¦ se fue Feliza de Colombia.
El mismo Hernando Santos, que fue uno de sus amigos m¨¢s queridos, tuvo la entereza de llamar por tel¨¦fono al ministro de la Defensa, general Camacho Leyva, para interceder en favor de ella, cuando todav¨ªa estaba detenida. El general le contest¨® que no pod¨ªa hacer nada, porque hab¨ªa contra Feliza una denuncia concreta. Pocos d¨ªas despu¨¦s, sin embargo, cuando todav¨ªa Feliza estaba asilada en la Embajada de M¨¦xico, la Canciller¨ªa colombiana dijo, en un comunicado oficial, que no hab¨ªa ning¨²n cargo contra ella, que pod¨ªa viajar sin salvoconducto a donde quisiera y volver a Colombia con toda libertad. Pero otros d¨ªas m¨¢s tarde, el redactor de asuntos militares de El Espectador, de Bogot¨¢, public¨® una declaraci¨®n muy expl¨ªcita de un alto oficial de las Fuerzas Armadas de Colombia, que nunca se identific¨®, pero que tampoco ha sido desmentido por nadie. Este militar sin nombre afirmaba tener pruebas de que Feliza Bursztyn era correo, entre los dirigentes cubanos y el M-19, pero que se le hab¨ªa tratado con la mayor consideraci¨®n por ser mujer y artista. Otras gestiones que amigos de Feliza han hecho despu¨¦s ante autoridades militares han recibido la misma respuesta. Es alarmante, pero ya se sabe: en Colombia, los militares guardan secretos que las autoridades civiles no conocen.
Feliza no estaba en Par¨ªs por placer. Su prop¨®sito original era viajar a Estados Unidos, donde viven sus tres hijas, su hermana y su madre, todas ellas de nacionalidad norteamericana. Pero el consulado de Estados Unidos en M¨¦xico, despu¨¦s de consultarlo con el de Bogot¨¢, le neg¨® la visa. Amigos de Feliza le consiguieron entonces, con el Ministerio de Cultura de Francia, una beca de duraci¨®n indefinida, con un estudio para que siguiera haciendo sus chatarras, y tarjeta de la Seguridad Social para que se vigilara mejor su mala salud. En Par¨ªs la encontr¨® su esposo apenas diez d¨ªas antes de su muerte, cuando vino de Bogot¨¢ a pasar Con ella el ¨²ltimo a?o nuevo de su vida.
La mujer que Pablo Leyva encontr¨® en Par¨ªs no era la misma que hab¨ªa despedido en Bogot¨¢. Estaba at¨®nita y distante, y su risa explosiva y deslenguada se hab¨ªa apagado para siempre. Sin embargo, un examen m¨¦dico muy completo hab¨ªa establecido que no ten¨ªa nada m¨¢s que un agotamiento general, que es el nombre cient¨ªfico de la tristeza. El viernes 8 de enero, a nuestro regreso de Barcelona, Mercedes y yo los invitamos a cenar, junto con Enrique Santos Calder¨®n y su esposa, Mar¨ªa Teresa. Era una noche glacial de este invierno feroz y triste, y hab¨ªa rastros de nieve congelada en la calle, pero todos quisimos irnos caminando hasta un restaurante cercano. Feliza, sentada a mi izquierda, no hab¨ªa acabado de leer la carta para ordenar la cena, cuando inclin¨® la cabeza sobre la mesa, muy despacio, sin un suspiro, sin una palabra ni una expresi¨®n de dolor, y muri¨® en el instante. Se muri¨® sin saber siquiera por qu¨¦, ni qu¨¦ era lo que hab¨ªa, hecho para morirse as¨ª, ni cu¨¢les eran las dos palabras sencillas que hubiera podido decir para no haberse muerto tan lejos de su casa.
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