Cuentos de caminos
Hace muchos a?os estaba esperando un taxi en una avenida central de M¨¦xico, a pleno d¨ªa, cuando vi acercarse uno que no pens¨¦ detener, porque hab¨ªa una persona sentada junto al conductor. Sin embargo, cuando estuvo m¨¢s cerca comprend¨ª que era una ilusi¨®n ¨®ptica: el taxi estaba libre.Minutos despu¨¦s le cont¨¦ al conductor lo que hab¨ªa visto, y ¨¦l me dijo con una naturalidad absoluta que no era ni mucho menos una alucinaci¨®n m¨ªa. "Siempre ocurre lo mismo, sobre todo de noche", me dijo. "A veces paso horas enteras dando vueltas por la ciudad sin que nadie me detenga, porque siempre ven una persona en el asiento de al lado". En ese asiento confortable y peligroso que en algunos pa¨ªses se llama "el puesto del muerto", porque es el m¨¢s afectado en los accidentes, y que nunca merec¨ªa tanto su nombre como en aquel caso del taxi.
Cuando le cont¨¦ el episodio a Luis Bu?uel, pocos d¨ªas despu¨¦s de ocurrido, me dijo, con un grande entusiasmo: "Eso puede ser el principio de algo muy bueno". Siempre he pensado que ten¨ªa raz¨®n. Pues el episodio no es en s¨ª mismo un cuento completo, pero es, sin duda, un magn¨ªfico punto de partida para un relato escrito o cinematogr¨¢fico. Con un inconveniente grave, por supuesto, y es que todo lo que ocurra despu¨¦s tendr¨ªa que ser mejor. Tal vez por eso no lo he usado nunca.
Lo que me interesa ahora, sin embargo, y al cabo de tantos a?os, es que alguien me lo ha vuelto a contar como si acabara de sucederle a ¨¦l mismo en Londres. Es curioso, adem¨¢s, que hubiera sido all¨ª, porque los taxis londinenses son distintos a los del resto del mundo. Parecen unas carrozas mortuorias, con cortinillas de encajes y alfombras moradas, con mullidos asientos de cuero y taburetes suplementarios hasta para siete personas, y un silencio interior que tiene algo del olvido funerario. Pero en el lugar del muerto, que no est¨¢ a la derecha, sino a la izquierda del ch¨®fer, no hay una silla para otro pasajero, sino un espacio destinado al equipaje. El amigo que me lo cont¨® en Londres me asegur¨®, sin embargo, que fue en ese lugar donde vio a la persona inexistente, pero que el ch¨®fer le hab¨ªa dicho -al contrario de lo que dijo el de M¨¦xico- que tal vez hab¨ªa sido una alucinaci¨®n. Ahora bien: ayer le cont¨¦ todo esto a un amigo de Par¨ªs, y ¨¦ste se qued¨® convencido de que yo le estaba tomando el pelo, pues dice que fue a ¨¦l a quien le ocurri¨® el episodio. Adem¨¢s, seg¨²n me dijo, le sucedi¨® de un modo m¨¢s grave, pues le refiri¨® al ch¨®fer del taxi c¨®mo era la persona que hab¨ªa visto a su lado, le describi¨® la forma de su sombrero y el color de su corbat¨ªn de lazo, y el ch¨®fer lo reconoci¨® como el espectro de un hermano suyo que hab¨ªa sido muerto por los nazis durante los a?os de la ocupaci¨®n alemana de Francia.
No creo que ninguno de estos amigos mienta, como no le ment¨ª yo a Luis Bu?uel, sino que me interesa se?alar el hecho de que hay cuentos que se repiten en el mundo entero, siempre del mismo modo, y sin que nadie pueda nunca establecer a ciencia cierta si son verdades o fantas¨ªas, ni descifrar jam¨¢s su misterio. De todos ellos, tal vez el m¨¢s antiguo y recurrente lo o¨ª por primera vez en M¨¦xico.
Es el eterno cuento de la familia a la cual se le muere la abuelita durante las vacaciones en la playa. Pocas diligencias son tan dif¨ªciles y costosas y requieren tantos tr¨¢mites y papeleos legales como trasladar un cad¨¢ver de un Estado a otro. Alguien me contaba en Colombia que tuvo que sentar a su muerto entre dos vivos, en el asiento posterior de su autom¨®vil, e inclusive le puso en la boca un tabaco encendido en el momento de pasar los controles de carretera, para burlar las incontables barreras del traslado legal. De modo que la familia de M¨¦xico enroll¨® a la abuela muerta en una alfombra, la amarraron con cuerdas y la pusieron bien atada en la baca del techo del autom¨®vil. En una parada del camino, mientras la familia almorzaba, el autom¨®vil fue robado con el cad¨¢ver de la abuelita encima, y nunca m¨¢s se encontr¨® ning¨²n rastro. La explicaci¨®n que se daba a la desaparici¨®n era que los ladrones tal vez hab¨ªan enterrado el cad¨¢ver en despoblado y hab¨ªan desmantelado el coche para quitarse, literalmente, el muerto de encima.
Durante una ¨¦poca, este cuento se repet¨ªa en M¨¦xico por todas partes, y siempre con nombres distintos. Pero las distintas versiones ten¨ªan algo en com¨²n: el que la contaba dec¨ªa siempre ser amigo de los protagonistas. Algunos, adem¨¢s, daban sus nombres y direcciones. Pasados tantos a?os, he vuelto a escuchar este cuento en los lugares m¨¢s distantes del mundo, inclusive en Vietnam, donde me lo repiti¨® un int¨¦rprete como si le hubiera ocurrido a un amigo suyo en los a?os de la guerra. En todos los casos las circunstancias son las mismas, y si uno insiste, le dan los nombres y la direcci¨®n de los protagonistas.
Un tercer cuento recurrente lo conoc¨ª hace menos tiempo que los otros, y quienes tienen la paciencia de leer esta columna todas las semanas tal vez lo recuerden. Es la historia escalofriante de cuatro muchachos franceses que en el verano pasado recogieron a una mujer vestida de blanco en la carretera de Montpellier. De pronto, la mujer se?al¨® hacia el frente con un ¨ªndice aterrorizado, y grit¨®: "?Cuidado!, esa curva es peligrosa". Y desapareci¨® en el instante. El caso lo conoc¨ª publicado en diversos peri¨®dicos de Francia, y me impresion¨® tanto que escrib¨ª una nota sobre ¨¦l. Me parec¨ªa asombroso que las autoridades de Francia no le hubieran prestado atenci¨®n a un acontecimiento de tanta belleza literaria, y que adem¨¢s lo hubieran archivado por no encontrarle una explicaci¨®n racional. Sin embargo, un amigo periodista me cont¨® hace unos d¨ªas en Par¨ªs que la raz¨®n de la indiferencia oficial era otra: en Francia, esa historia se repite y se cuenta desde hace muchos a?os, incluso desde mucho antes de la invenci¨®n del autom¨®vil, cuando los fantasmas errantes de los caminos nocturnos ped¨ªan el favor de ser llevados en las diligencias. Esto me hizo recordar que, en efecto, tambi¨¦n entre los cuentos, de la conquista del oeste de Estados Unidos se repet¨ªa la leyenda del viajero solitario que viajaba toda la noche en la carreta de pasajeros, junto con el viejo banquero, el juez novato y la bella muchacha del norte, acompa?ada por su gobernanta, y al d¨ªa siguiente amanec¨ªa s¨®lo su lugar vac¨ªo. Pero lo que m¨¢s me ha sorprendido es descubrir que el cuento de la dama de blanco, tal como lo tom¨¦ de la Prensa francesa, y tal como yo lo cont¨¦ en esta columna, estaba ya contado por el m¨¢s prol¨ªfico de todos nosotros, que es Manolo V¨¢zquez Montalb¨¢n, en uno de los pocos libros suyos que no he le¨ªdo: La soledad del manager. Conoc¨ª la coincidencia por la fotocopia que me mand¨® un amigo, que adem¨¢s ya conoc¨ªa el cuento de tiempo atr¨¢s y por fuentes distintas.
El problema de derechos con V¨¢zquez Montalb¨¢n no me preocupa: ambos tenemos el mismo agente literario de todos els altres catalans, y ya se encargar¨¢ ¨¦ste de repartir los derechos del cuento como a bien corresponda.
Lo que me preocupa es la otra casualidad de que este cuento recurrente -el tercero que descubro- sea tambi¨¦n un episodio de carretera. Siempre hab¨ªa conocido una expresi¨®n que ahora no he podido encontrar en tantos y tantos diccionarios in¨²tiles como tengo en mi biblioteca, y es una expresi¨®n que de seguro tiene algo que ver con estas historias: "son cuentos de caminos". Lo malo es que esta expresi¨®n quiere decir que son cuentos de mentiras, y estos tres que me persiguen son, sin duda, verdades completas que se repiten sin cesar en distintos lugares y con distintos protagonistas, para que nadie olvide que tambi¨¦n la literatura tiene sus ¨¢nimas en pena.
? 1982. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI.
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