'Telecantropias semierectus'
El hombre del ma?ana, descendiente del que hoy pasa ante el televisor tres cuartas partes de su ocio, tendr¨¢ los ojos m¨¢s grandes, con pupilas muy dilatadas, mientras su cuerpo tender¨¢ a achicarse, siguiendo el dise?o de su asiento favorito, hasta adoptar "una vaga posici¨®n fetal". Lo ha descrito, en estas mismas p¨¢ginas, Sergio Zavolin, presidente de la Radio Televisi¨®n Italiana.Zavolin generalizaba, pero su vuelo mental hacia el futuro, en busca del hom¨²nculo involucionado por teledecantaci¨®n, podr¨ªa perfectamente haber escogido como plataforma de despegue este lado espa?ol del Ed¨¦n audiovisual, donde un 83,7% de las mujeres y un 82% de los hombres dedicamos a ver televisi¨®n tres horas del d¨ªa cada uno; o sea, que entre todos los televidentes nos pasamos 30.000 millones de horas al a?o apoltronados y mirando, cuando, en tanto que poblaci¨®n activa, s¨®lo dedicamos a trabajar poco m¨¢s de 20.000 millones de horas.
Tambi¨¦n pod¨ªa haber escogido como muestra proyectiva a los ni?os espa?oles, que, aunque no haya estad¨ªsticas al respecto, no deben andar muy lejos de las pautas telexpectativas de sus amiguitos norteamericanos. Estos, durante un a?o escolar, reciben 1.340 horas de televisi¨®n, frente a 980 de clase, y a los dieciocho a?os habr¨¢n permanecido 22.000 horas postrados ante las plantas del Moloch panhogare?o (al que, dicho sea de paso, habr¨¢n visto sacrificar a sangre y fuego 25.000 seres humanos, en otras tantas escenas de violencia, am¨¦n de ingurgitar 350.000 spots publicitarios).
Junto a esos datos, hay otros complementarios, no menos acogotantes. Como ese 58% de espa?oles que no leen jam¨¢s un diario, frente al 16,8% de los hombres y el 3,1% de las mujeres que leen habitualmente la Prensa; tarea a la que, unos por otros, dedicamos s¨®lo diez minutos de nuestro tiempo cotidiano los hombres, y dos minutos, las mujeres. O ese 72% de espa?oles que no leen jam¨¢s un libro y ese 84,5% que no van nunca al teatro. Como contrapartida, hay que decir que, por esos lados, no corremos peligro de que el porvenir nos pille sentados.
Marcel Camus predec¨ªa, cabizbajo, que cuando los futuros buscadores de restos escarbasen en la capa geol¨®gica francesa de la mitad del siglo XX hallar¨ªan los de un ser de mente estrecha del que dir¨ªan que com¨ªa, fornicaba y le¨ªa peri¨®dicos. Si hoy levantase la cabeza y la volviera hacia el sur de los Pirineos, a?adir¨ªa a su nada po¨¦tica visi¨®n un
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estrambote para hispanos, m¨¢s prosaico si cabe, que cabe. Porque mientras el franc¨¦s sigue rindiendo culto a la mesa, al t¨¢lamo y a la letra impresa, sin que el fen¨®meno audiovisual le haya hecho variar sustancialmente sus h¨¢bitos, el actual homo hispanicus (descendiente de los iberos, que eran rudos e, ignorantes y se juntaron con los celtas, que eran crueles y obscenos, para formar los celt¨ªberos, seg¨²n nos ense?aban los textos de historia en nuestra infancia) come regular y cena peor, pues le es dif¨ªcil estar al plato y a la pantalla a un tiempo; fornica poco y mal, pues se duerme con la tele en vez de y practica el coitus telerruptus a salto de bata, y por s¨®lo pasto intelectual recibe el telepienso.
Sumando, a siglos vista, las profec¨ªas-maldiciones zavolina y camusiana, en versi¨®n libre para hispanos, estar¨ªamos engendrando, en situaci¨®n de mutando espero, un monstruillo con aspecto de rana y cerebro de mosquito. Hoy mismo, sin ir m¨¢s lejos por la senda degeneracional, ya se puede observar en algunos individuos de la primera generaci¨®n telemutante cierto aire de batracio cantama?anas chapoteando torpemente por la charca asfaltada. Y el destino fetal que nos aguarda se entrev¨¦ en esos renacuajos chuchumecos encogidos ante el televisor durante horas, en posici¨®n de retorno vertebral a su lugar de descanso placentario y con los ojos como idiotizados.
El propio Zavolin, quiz¨¢ en su descargo, como alto responsable de la cosa que nos aboca a ese sino involutivo que ¨¦l mismo nos trazaba, a?ad¨ªa que, para contrarrestar esa tendencia fetulenta, alg¨²n d¨ªa se pondr¨ªan las pantallas en los techos. Pobre consuelo, en todo caso, pues, si nos atenemos al dise?o, terminar¨ªamos como boas panza arriba. Adem¨¢s de que el dec¨²bito supino mantenido ser¨ªa una invitaci¨®n permanente a la org¨ªa global de los primates en la promiscuidad de nuestros lechos.
Creo que la ¨²nica soluci¨®n para eludir el anquilosamiento de nuestro cuerpo, hasta convertirnos en ese vago feto de ojos grandes y mag¨ªn peque?o, es que una voz interior, como a L¨¢zaro, nos diga: "?Lev¨¢ntate y anda, toma y lee!" Y nos alcemos del sill¨®n en el ¨¢ngulo oscuro, donde, silenciosos y cubiertos de tedio, los tele?ecos nos vamos metamorfoseando en el telecantropus semierectus.
Pero no nos atrevemos y seguimos aferrados como ni?os al cubo comecocos rompehuesos. Alicias paral¨ªticas, condenadas a vivir a este lado del espejo; prisioneros de los 625 barrotes que encarcelan nuestros sue?os, atisbamos la realidad por sus sombras chinescas y reflejos. Intuimos que la vida nos aguarda y que bastar¨ªa con un gesto de apagar y v¨¢monos. Pero no nos atrevemos a hacerlo porque al desenchufar quedamos solos, como ciegos, con s¨®lo ruido y furia dentro, y a la espera, desvelados, de la pr¨®xima carta de reajuste telemental del universo.
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