La soledad en las ciudades
En la ciudad hay dos ciudades encerradas, no sim¨¦tricas, no reflejadas sobre s¨ª mismas, no divididas ni por un r¨ªo, ni por un muro, ni siquiera por una l¨ªnea entrecortada de mojones: divididas por los h¨¢bitos, las costumbres, el paisaje, la manera de ser, de vivir y de morir, la entonaci¨®n de la frase, el uso de determinadas palabras, la frecuencia y la ¨ªndole del consumo.En la parte alta de la ciudad, sobre la monta?a, viven los ricos: el aire, all¨ª, no est¨¢ contaminado, se ven las cimas de los ¨¢rboles, la cresta azul de los montes, el celeste del cielo y las gordas nubes blancas que pacen como corderos. Los atardeceres, a veces, son perfumados (hay tilos detr¨¢s de las verjas, madreselvas enroscadas en los muros) y se escucha el ladrido de los perros, el canto de alg¨²n grillo. Las casas, bellas y c¨®modas, protegen del rumor de afuera, recogen a la familia en su seno insonorizado, la mecen en sus c¨¢lidos muros sin grietas. No es f¨¢cil llegar al barrio alto si no se tiene veh¨ªculo propio. Los ricos han sabido aislarse de la multitud: all¨ª no hay tiendas grandes, ni industrias, ni f¨¢bricas poderosas, ni refiner¨ªas, ni restaurantes baratos; de este modo, los que no viven all¨ª no encuentran pretexto para aventurarse por sus calles y los ricos han conservado su intimidad.
Este barrio alto no despierta la curiosidad de quienes no pertenecen a ¨¦l, no participan de sus costumbres o de sus ceremonias: ?a qu¨¦ iban a ir? All¨ª no hay nada significativo para ver: las cosas que quiz¨¢ podr¨ªan despertar la atenci¨®n de quienes no viven en ¨¦l est¨¢n puertas adentro, celosamente custodiadas por sistemas internos de televisi¨®n, puertas con alarma, ventanas blindadas. No hay brillantes luces de ne¨®n que se enciendan por la noche, ni escaparates luminosos donde mirar aquello que quiz¨¢ no se pueda comprar; no hay discotecas ruidosas y sudadas, ni cines populares. Tal como lo previeron los ricos, antes de trasladarse a esta parte de la ciudad (llamada, de manera literal y simb¨®lica, "alta"), s¨®lo quien vive all¨ª se interna por sus calles recogidas, aspira el perfume de los abetos y de los pinos, de los rudos cipreses. La ausencia de almacenes y de colmados hace pensar que en esta ciudad no se come ni se bebe: hasta comprender que se trata de la buena educaci¨®n de los ricos, que no compran o elaboran la comida en el mismo lugar en que la comen (s¨®rdida costumbre de los pobres). Pero tambi¨¦n podr¨ªa pensarse que los ricos no est¨¢n -a tal punto las calles parecen vac¨ªas- a cualquier hora del d¨ªa. Hasta comprender que est¨¢n, pero muy ocultos detr¨¢s de los primorosos jardines, de las verjas pintadas de blanco, de las antesalas y de los vest¨ªbulos, disimulados, porque quieren pasar inadvertidos detr¨¢s de sus bienes, procuran que no se note su presencia enese barrio limpio, perfumado, silencioso y calmo: como en las obras de arte, el autor desaparece detr¨¢s de lo creado.
La otra parte de la ciudad, en cambio, es amplia y confusa. Sus calles (llenas de humo y de ruido, como el cuento narrado por el idiota) se retuercen en m¨²ltiples vericuetos, para ir a morir al fondo de unas v¨ªas dormidas, malolientes y abandonadas, o a un campo ralo, de hierbas secas, repleto de latas retorcidas, trapos viejos y residuos incombustibles.
Densa, superpoblada, ruidosa, escupiendo multitudes de seres an¨®nimos por sus viejas puertas giratorias (puertas de los metros, de las oficinas, de los vetustos edificios de apartamentos), la "otra ciudad" (que no se llama baja, ni de los pobres, para no ofender a nadie con el lenguaje) apesta a fetidez, poluci¨®n, residuos acumulados en los p¨®rticos, part¨ªculas de gases que no ascienden en el aire pesado. El cielo es parejamente gris acausa de la contaminaci¨®n; es dif¨ªcil transitar por las calles sin ser empujado, sin sufrir el asedio de m¨²ltiples s¨²plicas: los desamparados de siempre, los que han perdido el empleo, los que nunqa lo tuvieron, los que est¨¢n enfermos y precisan atenci¨®n, los que est¨¢n baldados sin remedio, los que necesitan cuidados, o estima, o alguien que los oiga. Se pasa indiferente o se concede una limosna desesperada, que no consuela a nadie. Los grandes almacenes abren sus bocas llenas de aderezos; en las calles hay olor a frituras, a sudor, a zapatos h¨²medos.
La poblaci¨®n de esta ciudad parece flotar: grandes masas (an¨®nimas) se trasladan de un lugar a otro, como las olas, como las mareas, como los bancos de moluscos; no siempre se comprende bien el sentido de esos desplazamientos (si tiene alguno), pero se sabe que corresponde a un par de variables: hora de entrada y de salida de las m¨²ltiples oficinas, comercios, f¨¢bricas y empresas, medios de locomoci¨®n p¨²blicos y aprovisionamiento. De todos modos, este fluir es sim¨¦trico: movimiento hacia un extremo u otro, como el p¨¦ndulo, comprende su opuesto, el retorno.
A diferencia de la ciudad alta, la baja nunca est¨¢ vac¨ªa: aun a altas horas de la noche, la acumulaci¨®n de autos estacionados en las aceras muy pr¨®ximos entre s¨ª, el sonido de una ambulancia que desgarra el aire o el ruido de las m¨¢quinas que funcionan de continuo, impide juzgarla vac¨ªa. Empero, los hombres se sienten solos.
Los due?os de la parte alta de la ciudad no suelen bajar a la otra, salvo en caso de estricta necesidad: no conocen el nombre de las calles de este lado, ni sus costumbres, ni sus formas de entretenimiento o de angustia. A su vez, los hombres y mujeres de la parte baja no suben a conocer la alta. Se supone que esta sutil separaci¨®n (no establecida en ning¨²n decreto, ni escrita, ni siquiera hablada) facilita la convivencia, una de las formas modernas de la convivencia de m¨¢s ¨¦xito: la ignorancia.
Cuando le pregunt¨¦, cierta vez, a una habitante de la zona alta, cu¨¢l era el n¨²mero de habitantes de la ciudad (reuniendo ambas partes), me contest¨® con una cifra de seis ceros. Pero en seguida agreg¨®: "En realidad, somos cien y el tel¨®n de fondo". Se refer¨ªa a las cien personas de la parte alta de la ciudad que ten¨ªan una fortuna similar, com¨ªan en los mismos restaurantes, le¨ªan los mismos libros (que editaban entre ellos, por lo dem¨¢s), se ve¨ªan todos los d¨ªas en la confiter¨ªa o en el balneario de moda y coincid¨ªan en el jet que los trasladaba a rumiar su lasitud o pereza en otras ciudades. Me pareci¨® que la reducci¨®n hab¨ªa sido a la en¨¦sima potencia; pod¨ªa imaginar una historia en que los cuatro millones restantes se vengaran de esos cien y un d¨ªa asaltaran los barrios altos. Moralejas as¨ª, a veces, asumen la forma de ideolog¨ªa. Pero las posibilidades de esto eran meramente literarias.
En realidad, "los de abajo" parec¨ªan ignorar la existencia de esos cien, del mismo modo que eran ignorados por ellos. (La condici¨®n de los mundos paralelos es la ignorancia autosuficiente.) Empero, los hombres, de uno y de otro lado, se sent¨ªan solos.
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