La muerte de Warren Oates rompe una de las tradiciones m¨¢s ricas del cine norteamericano
El pasado s¨¢bado, a consecuencia de una crisis card¨ªaca, muri¨® en Los Angeles, California, Warren Oates, actor de cine (v¨¦ase EL PAIS de ayer). Ten¨ªa 52 a?os, y estaba alcanzando la perfecci¨®n. Hab¨ªa actuado en una veintena de pel¨ªculas. Se form¨® en la televisi¨®n norteamericana de los a?os cincuenta. Debut¨® en el cine en 1959. No ten¨ªa aspecto, condiciones, ni mentalidad de estrella. Era un actor de fuste, con aspecto adusto, concentrado, violento y, sin embargo, fr¨¢gil. Fue de los pocos que hab¨ªan conseguido mantener viva la tradici¨®n de los grandes actores negros de Hollywood, ya casi perdida, y, por ello, su desaparici¨®n es doblemente tr¨¢gica. Con Oates se pierde no s¨®lo un rostro irrepetible, sino un arte de singular fuerza y finura.
Dijo de ¨¦l un cr¨ªtico franc¨¦s: "Interpreta a las mil maravillas a tipos viciosos o pat¨¦ticos, al idiota faulkneriano que, cualesquiera que sean las circunstancias en las que un gui¨®n le coloque, nunca parece saber bien qu¨¦ hace all¨ª y se deja llevar por los acontecimientos, casi siempre hacia un final tr¨¢gico". El retrato es exacto para los filmes que hizo con Sam Peckinpah y, en especial, Duelo en la Alta Sierra, La horda salvaje y Mayor Dundee. Pero no es completo. Faltan algunos datos de su personalidad interpretativa, que desarroll¨® con otros directores, y que hicieron de ¨¦l un actor m¨¢s complejo que lo que da a entender ese apunte.Era, por ejemplo, uno de esos raros actores que supo hacer gravitar su trabajo sobre su mirada. Su cuerpo, desgarbado, carente de gracia, un punto de torpe, frenaba inicialmente la simpat¨ªa del espectador. Oates jugaba con esa inexpresividad de su figura vista en plano general, haciendo saltar chispas de los primeros planos, cuando la c¨¢mara se le acercaba al rostro. Su facilidad de expresi¨®n facial oscilaba a voluntad entre la austeridad y el recargamiento, y era en sus rapid¨ªsimas transiciones entre uno y otro estadio gestual lo que en ¨¦l resultaba inimitable. Pod¨ªa de un solo golpe saltar de la placidez a la crispaci¨®n, o vivecersa. Y el eje de esta violenta mutaci¨®n eran sus ojos.
Su mirada oscura, peque?a y encendida, produc¨ªa la sensaci¨®n de que Oates llevaba dentro una carga emotiva superior a su soporte f¨ªsico. De ah¨ª la combinaci¨®n de fragilidadd y agresividad que emanaba de sus grandes creaciones, como el Boots de Propiedad privada, de Leslie Stevens, el Dillinger John Millius, o el hermano tuberculoso de Leggs Diamond en La ley del hampa, de Budd Boetticher. No era un idiota quien se escond¨ªa detr¨¢s de esas ascuas negras, sino el portador de una energ¨ªa inteligente, una gran espiritualidad, encerrada en un cuerpo y un cerebro demasiado comunes. El talento espec¨ªfico de Oates radic¨® en su capacidad para extraer fuerza de sus limitaciones. Era, como actor, una bomba ambulante, siempre al borde del estallido.
Jam¨¢s quiso integrarse Oates en las superproducciones. Prefiri¨® -fue un actor enamorado de su oficio, que necesitaba sentirse c¨®modo en ¨¦l y que despreciaba la farsa del estrellato- ir paso a paso, en producciones marginales y de serie B, forjando una carrera limpia de adherencias publicitarias. Era Oates de la estirpe de aquellos actores excepcionales -los mejores tal vez que dio Hollywood- que fueron Walter Breenan, Akim Tamiroff, Peter Lorre, Walter Huston, John McIntre, Arthur Kennedy, Edward Everett Horton, Lee J. Cobb, Sterling Hayden, Richard Boor¨ªe, John Carradine, Thelma Ritter, Barry Fitzgerald, Ben Johnson, Charles Bickford, James Whitmore y tantos otros, capaces de guardar la espalda de las estrellas, con antol¨®gicas interpretaciones de fondo. Es la estirpe de los grandes secundarios, aut¨¦nticos genios de su oficio, sobre los que se edific¨® la solidez de los repartos. Con Oates se rompe tal vez la m¨¢s hermosa tradici¨®n del gran cine norteamericano.
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