La capital del mundo
La capital del mundo llam¨® Hemingway a Madrid en uno de sus cuentos taurinos. La capital del mundo era para el protagonista de su historia, cuyo af¨¢n de triunfar en Las Ventas acab¨®, si no recuerdo mal, frente al Palace Hotel, en la punta de dos cuchillos afilados que simulaban una testuz de toro. Aquella res dom¨¦stica, sin afeitar a¨²n, y otros hermanos de colores sonados alzaban en la capital, en hogares, hoteles y pensiones, la fiesta de un hombre tan pacifico y santo, que, en vez de lidiar toros, trabajaba con bueyes las tierras del amo.Cada a?o sub¨ªa por los senderos de la villa, dejando a un lado su vara de zahor¨ª y, como un isidro m¨¢s, perfil y espejo de milagros, ven¨ªa a acomodarse en su andanada de sol, dispuesto a olvidar surcos y fuentes. Pastor de nubes y regidor de estrellas, es l¨®gico que buscara su lugar apropiado quien tanto tiempo estuvo sometido a su rigor, ahora que aquella historia de ¨¢ngeles esquiroles capaces de romper convenios celestiales la conoc¨ªan de memoria los aficionados como el sendero que habr¨ªa de llevarle a la gloria nada menos que del brazo de Teresa de Cepeda y Ahumada.
Ya en pleno siglo XVII fue beatificado, honrado con una serie de festejos populares, multiplicados dos a?os m¨¢s tarde cuando, canonizado, pas¨®, si no a la historia grande, al menos a la chica del pueblo de Madrid, que, agradecido como siempre, le colm¨® de agasajos. Se alzaron fuegos de artificio, luces y hasta comedias al aire libre, le cantaron Calder¨®n y Lope, hasta que, un d¨ªa, Carlos III se llev¨® su arca de plata bajo los cielos cerrados de la actual catedral de Madrid.
Mudar o medrar
De todo aquel af¨¢n viajero y bullicioso, de verbenas, botijos rojos y olor a aceite sin peligro a¨²n, fueron quedando s¨®lo las corridas de toros, una semana alegre o tr¨¢gica, una oportunidad de mudar o medrar. En ella recib¨ªan su confirmaci¨®n o los ¨®leos postreros multitud de debutantes; hacia ella dirig¨ªan sus pasos un apretado alud de aficionados, tras dejar en el Monte de Piedad sus lustrosos colchones. No se sabe si ser¨ªa cierto o no, si tal rito pintoresco y sombr¨ªo fue alguna vez verdad, pero, usado con malicia y eficacia, ha llegado hasta hoy como prenda irredenta de nuestro peculiar folklore.
Vendedores o no, despiertos o dormidos, los isidros de a pie o en coches todo rueda y motor, igual que las calesas de anta?o, romp¨ªan marcha desde primeras horas de la tarde rumbo a su duro asiento en la plaza, envueltos en un tr¨¢fico denso y abigarrado, ante el baupr¨¦s extendido de un buen cigarro habano. Entre el rumor de motores y bocinas, a veces se estiraban como reptiles relucientes los ¨²ltimos modelos sacados a la luz por la industria extranjera; nombres que ya eran de por s¨ª dinast¨ªas, dise?os que hoy cuentan sus d¨ªas en museos, junto a alg¨²n que otro ingenio de condici¨®n m¨¢s modesta. Aquel ruidoso vendaval de neum¨¢ticos blancos y gemelos dorados reci¨¦n venido desde los cuatro puntos cardinales se daba cita all¨ª, ante el coso o a la salida del patio de caballos, esperando su raci¨®n de muerte, el olor espeso de la sangre, la carne muerta, arrastrada por un tibio rumor de cascabeles.
Y junto a los llamados a morir, luchar o presenciar la gloria, m¨¢s all¨¢ del valor del espont¨¢neo, hincado de rodillas en demanda de gracia, tras su par de apresurados revolcones, se hallaban otros para los que san Isidro era una puerta s¨®lo a medias cerrada en el a?o taurino que comenzaba entonces. Todos guardaban en el armario de la alcoba su traje de luces, listo y zurcido como un uniforme, como dispuestos a marchar a la guerra apenas los clarines de la plaza sonaran; todos ten¨ªan su ba¨²l de recortes junto a la cama: triunfos mediocres en provincias, corridas nocturnas, novilladas ben¨¦ficas, modestos ¨¦xitos con su nombre y foto. Todos sab¨ªan que la temporada hab¨ªa comenzado mucho tiempo atr¨¢s y, sin embargo, buscaban a¨²n esa oportunidad que les hiciera vivir del toro hasta el pr¨®ximo invierno. Cada cual con su oficio para matar el hambre, lejos de luces y corrales, de hoteles de moda y pensiones respetables, prolongaban sus sue?os y sus noches junto al traje bordado que un mal d¨ªa acabar¨ªan por vender, sobre el mont¨®n de amarillos recortes, cerro de su ilusi¨®n junto a la funda de su almohada.
Un eterno viaje
Alg¨²n d¨ªa, en v¨ªsperas de un san Isidro m¨¢s, la chaquetilla azul cargada de alamares ir¨ªa a parar a otras manos o al Rastro, puede que aprovechando el viaje de su due?o rumbo a una gloria de cipreses, al amparo de la ermita que dio nombre al primer cementerio de la villa. Pues aquellos lidiadores frustrados nunca mor¨ªan como los escritores quieren: convertidos en camareros, limpiabotas o botones de hotel. La fiesta, en cambio, s¨ª continuaba, fiel a su horario, tan puntual como empezara un d¨ªa: para algunos, como Hemingway y sus amigos, en un eterno viaje; para los elegidos, por la puerta grande, y para los dem¨¢s, a medias entre el trabajo y la esperanza, so?ando con dejar a un lado bueyes y ¨¢ngeles, subir a los altares como Belmonte o C¨²chares y, desde all¨ª, mirar al mundo con ese gesto de desd¨¦n capaz de revelar un envite ganado a la vida por encima del valor, de la afici¨®n o el hambre.
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