Sara Montiel: cuesta abajo
Bienaventurado el admirador de Sara Montiel que no asistiese, por olvido o por azar, a la reaparici¨®n de la admirable estrella de redondas puntas, en la madrugada de pasado viernes, dentro del escenario salidizo de la madrile?a sala Lido, ese lugar nocturno y alevoso -conserven el aliento, a la par que se hacen una idea- donde lo gran meter en conserva al doble de personas de las que en verdad caben. La Sara que all¨ª estuvo para all¨ª quedarse, carcomedora de un triunfal pasado, tambi¨¦n sobraba. Y maldita la falta que hac¨ªan estas l¨ªneas para dar un reflejo, entre piadoso y p¨¢lido, del rudo desatino entrevisto.As¨ª pues, no habr¨¢ aqu¨ª ultraje alguno si empezamos por el final. Y es que Sara solamente volvi¨® a ser la Sara de gloria cuando, vestida a la vieja usanza cortesana cantaba El relicario, El polichinela y La violetera con su ronquera morbosa y profunda de gamba rebozada por los indios macuaches. Casi asfixiada, atenta m¨¢s al corto que a la ca?a, hab¨ªa amasado antes un hojaldre, de escamas en principio harto infalibles: Mujer; Bien pag¨¢; Vereda tropical; Col¨®n, 34; Hola, ?qu¨¦ tal?; En la noche de mi amor; Nostalgias... Salvo como homenaje a la nieve encendida de anta?o, no se picaba en el desparramado anzuelo. Entre tentaci¨®n y tentaci¨®n, el ballet de Jorge Luis, sin Borges ni guitarra, se desviv¨ªa por disipar con arte la zozobra enojosa.
In¨²tiles volantes de pa?os calientes. He ah¨ª que Sara Montiel, decidida a tejer el pr¨®logo del Mundial cultural, sale trocada en ni?a llamada Chocholoco, puro esparto de cabo a rabo, saltando a la comba, acompa?ada de mu?eca er¨®tica y perrito agotado, en plan de exhibir braga y ofreci¨¦ndole al p¨²blico mocos propios con el dedito. Para que el diluvio sea universal, la ni?a, adem¨¢s, canta: "Le dije a Calvo Sotelo / por qu¨¦ no ense?a los dientes, / que no es pecado re¨ªrse, / mi vida, / aunque sea presidente". Cosa brava y fina, borbot¨®n de canela, vaiv¨¦n lento y suave de la sart¨¦n que ayer era graciosa por mango involuntario.
A estas bajuras del autoescarnio, imaginemos, para huir del realismo cupletista, a la divina Greta Garbo en plena juventud. Jornada campestre en compa?¨ªa de Tolstoi. El perfume de los abedules, de las violetas y los cerezos silvestres, el fuerte olor de las colmenillas y las hojas descompuestas, y la fragancia que despide el bosque tras la tormenta primaveral, forman una sinfon¨ªa arom¨¢tica tan excitante, que el novelista no puede menos de saltar de la calesa y correr hacia los arbustos: "?Greta! ?Greta. ?Mira qu¨¦ bonitas!". Ella finge una hermosa indiferencia. Parpadea hacia el horizonte y se limita a murmurar: "?Crees que la Mancha queda lejos?".
Pasan muchos a?os. En aquel campo se ha instalado un circo. El n¨²mero fuerte del espect¨¢culo consiste en empujar a Greta Garbo al escenario para que haga el papel de pastora. Y lo hace como una ovejita, dudando entre ser Susana Estrada o Ra¨²l Sender. No es menos evidente que se inventa limitaciones; por ello no aspira a convertirse en la cuarta hermana Hurtado o a imitar a la pionera Olga Ramos. Ganaderos y mercalienzos se tiran por los suelos de risa.
Esta es, a grandes rasgos, la escenificaci¨®n de un tango: Cuesta abajo. Que nadie crea adivinar a Sara bajo el nombre de Greta o a Terenci Mo¨ªx bajo el de Tolstoi. Toda extrapolaci¨®n racial se asienta sobre un l¨ªmite previo, que el bochorno impone: pese al marxismo, todav¨ªa hay clases. ?Qui¨¦n le mandaba a la adorada Sara evidenciarlo con brocha tan gorda?
Babelia
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