Elogio (polite¨ªsta) de Anto?ete
Tan peligrosos (y tan ignorantes) como los fan¨¢ticos de un solo libro, los seguidores de un solo torero peregrinan por las plazas con el fin, exclusivo y excluyente, de extasiarse con su ¨ªdolo. No s¨®lo cierran los ojos ante sus carencias cong¨¦nitas o sus malas tardes, sino que, adem¨¢s, son bu?uelescamente ciegos ante el resto de las cosas que suceden en el ruedo. El arquetipo de eterno seguidor, aficionado intermitente que s¨®lo frecuenta los cosos cuando su ¨ªdolo figura en los carteles, no se parece en nada al modelo de impert¨¦rrito entendido que tan graciosamente retrat¨® Javier Mar¨ªas hace unos d¨ªas en estas columnas; mientras el asiduo erudito de misa diaria cumple con sus obligaciones hasta el hast¨ªo, el devoto ocasional, a quien anima la furia del converso, ¨²nicamente reza cuando puede portar a su santo en andas. Y a diferencia del energumenismo inquisitorial de los torquemadas del siete y del ocho, que han transferido a los toros la pesadez, el doctrinarismo y la agresividad de los grup¨²sculos pol¨ªticos de vanguardia en defensa de sus catones, el monosectario se limita a derramar dulcemente su obcecada adoraci¨®n, equiparable a la que rinden los adolescentes a la primera estrella de la pantalla que les sirve de percha para sus nocturnos ensue?os solitarios.Los discretos aficionados padecemos bastante con los suslovs y los rosembergs taurinos que nos fulminan por el uso impreciso de su jerga codificada, por aplaudir una ver¨®nica o un natural no exactamente ajustados a los c¨¢nones y por no advertir que un bicho tiene fiebre o se halla averiado de la vista.
Pero ?qu¨¦ decir ante quienes, embargados de intransferible emoci¨®n por su privilegiado acceso a lo sagrado y lo inefable, s¨®lo son capaces de entusiasmarse con su torero y niegan el pan, la sal, el tabaco, los aplausos e incluso la mirada a los dem¨¢s, diestros, hagan lo que hagan? Las oraciones de estos beatos aspiran a que el mundo de los toros, olimpo ideal para una religi¨®n polite¨ªsta, quede empobrecido mediante la decisi¨®n mosaica de convertir a uno de sus pobladores en exclusivo dios verdadero.
En el ruedo, sin embargo, ocurren una enorme cantidad de cosas que exigen, para ser apreciadas, ojos no enfermados por las cataratas del monote¨ªsmo taurino. Pero aunque los polite¨ªstas crean que la divinidad se encarna en m¨²ltiples y diferentes manifestaciones, tambi¨¦n es verdad que cada cual tiene el alma en su almario y dispone de un registro de escalofr¨ªos y entusiasmos que s¨®lo formas determinadas de concebir, sentir y ejecutar el toreo son capaces de poner en movimiento. Tal vez por empat¨ªa generacional, Anto?ete, un veterano que ronda la cincuentena, me hace sentir desde el tendido emociones iguales o superiores a las que me han despertado, a lo largo de los a?os, una lista m¨¢s bien corta de grandes matadores. Su forma de caminar hacia el toro, de dominar el miedo, de unir la cabeza con el coraz¨®n, de elegir las distancias y los terrenos, de parar y templar, de construir las faenas y de unir inseparablemente la lidia conel gusto, la sabidur¨ªa con la pasi¨®n, le sit¨²an en esa incierta regi¨®n a la que muchos son los llamados pero pocos los escogidos. El jueves 3 de junio, Anto?ete alcanz¨® en la plaza de Las Ventas su apoteosis. Despu¨¦s de que Joaqu¨ªn Vidal, en funciones de camarlengo pontificio, narrara ayer el milagro de la Monumental, ser¨ªa una in¨²til repetici¨®n que yo tratara de a?adir m¨¢s comentarios a las faenas de los garzones. S¨®lo me queda a?adir que si bien el triunfo sirvi¨® tal vez para convencer a los incr¨¦dulos (excepto a los pelmazos de la andanada del ocho), Anto?ete ni siquiera necesita redondear tardes gloriosas, cortar orejas y salir por la puerta grande para estremecer y conmover a los tendidos.
El mech¨®n blanco de Chenel produce, en aficionados de mueca verde y bicarbonato s¨®dico pr¨®ximos a la ancianidad, ataques de indignaci¨®n apopl¨¦tica y alaridos contra los carrozas y los abuelos. Pero una de las actitudes admirables de Anto?ete es precisamente su dignidad -dir¨ªa su sentido de? honor, si la palabra no hubiera quedado ya desprestigiada por el secuestro y mal uso de que ha sido objeto una virtud fundamentalmente plebeya y popular- para ignorar con la mirada los insultos y para recibir una ovaci¨®n como algo que ni solicita ni le regalan sino que es, simplemente, el contra-don del que es acreedor por convertir la lidia en un arte tranquilo, arm¨®nico y sereno. Que se le pida, adem¨¢s de coraje inteligente y talento valeroso, la osad¨ªa suicida de un primerizo y la agilidad de un gimnasta, s¨®lo indica que hay que gentes que confunden el planeta de los toros con un sat¨¦lite de los campos de f¨²tbol o de los circos romanos y cristianos. En los toros la madurez es algo m¨¢s que un grado; hasta puede que sea, como en algunas otras cosas de la vida, la condici¨®n sine qua non para entender la existencia y disfrutarla.
Babelia
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