Admonici¨®n sobre la bola el¨¢stica
EN VERDAD que es costumbre de los pobladores de la muy ilustre y muy heroica villa y corte de Madrid el hacer o¨ªdos sordos a las admoniciones y reconveniencias de ediles y regidores (v¨¦ase texto ¨ªntegro del bando del alcalde de Madrid sobre el Campeonato Mundial de F¨²tbol en p¨¢gina 15 del suplemento de Deportes). Una luenga tradici¨®n de ¨¢nimo proclive a la holganza y al sano esparcimiento, menosprecio de autoridad imperativa (siempre enceladora de la libre voluntad de las almas y los criterios), a m¨¢s de la acreditada fama que distingue a estos ciudadanos como proclives a ese atrabiliario ejercicio de sastrer¨ªa que a conveniencia transmuta una capa en un sayo, convierte a los pobladores de Madrid en hipot¨¦ticos villanos capaces de albergar en sus almas antes sentimientos inh¨®spitos hacia sus hu¨¦spedes que caridad de camino ante quien procura refectorio.Y esta vieja ciudad, romana y ¨¢rabe, cruce de caminos y de sangres y ambiciones, puede verse invadida y multiplicada por imultitud de paganos de la lengua, las monedas y las costumbres. Vienen todos -por si acaso no es columbrado-, como en una nueva peregrinaci¨®n santiaguina, en procura de unos hombres que atacan cual posesos la misma bola el¨¢stica por la que Galileo se vio al borde de la hoguera y Crist¨®foro Colombo en la miseria y descr¨¦dito de sus ¨²ltimos d¨ªas. Es una nueva transmigraci¨®n de los pueblos que no persigue un ¨¢gora com¨²n en la que se abracen, al fin, los nacidos de mujer; justamente se pretende aquello que las religiones ense?aron a los hombres corno propio a escupir de sus bocas: la prevalencia de los unos sobre los otros, el alzamiento de once donceles sobre su propia estatura para oprobio de quienes, a la postre, como ellos tambi¨¦n, buscan en su peregrinar la leche y la miel que se derrama en el camino del Olimpo. De esta justa intermares entre los esforzados atletas del esf¨¦rico hinchable, el alcalde de Madrid, Tierno Galv¨¢n, nos ha deparado un bando a agradecer. Ese cr¨®talo con collar -a decir de las malas lenguas-, capaz de revolucionar la ciencia que se ocupa de los ojos, ha dictado, acaso por vez primera en la historia de las sufridas v¨ªas madrile?as, un exhorto ciudadano que es una fabla, tambi¨¦n una delicia, un freno contra la grida y la alharaca de caminantes tan ocasionales como los que ahora nos visitan, una invitaci¨®n al ejercicio de la cortes¨ªa y un apercibimiento para quien estime que los hu¨¦spedes son transmutables en hostajes y, como tales, sujetos de bolsa f¨¢cil, entendimiento d¨¦bil para el trueque y amilanamiento para la confrontaci¨®n de voluntades. No es tal, y nuestro alcalde mayor nos lo recuerda. Por esos caminos edificantes siempre le seguiremos, por cuanto jam¨¢s aquella tierra irredenta del alma humana que se reclama de la verdad, del bien, de la debilidad de la carne ante el sufrimiento de quienes son como nos, podr¨¢ ser una nueva esfinge ante consejas tan pulcramente redactadas, tan noblemente mu?idas, perge?adas con tanto humor como las de nuestro primero entre los primeros ciudadanos de la ciudad.
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