La dura vida del turista
Tan pronto como subimos a bordo, una voz untuosa de mujer bien servida orden¨® en cuatro idiomas por los altavoces que los visitantes bajaran a tierra porque el barco se dispon¨ªa a partir, y no hab¨ªa acabado de decirlo cuando el barco parti¨® sin ning¨²n otro anuncio. Al cabo de tantos a?os sin navegaciones ni regresos sent¨ª revivir una emoci¨®n casi olvidada viendo borrarse en las brumas de junio las casas apelotonadas y descoloridas del Pireo, y permanec¨ª all¨ª con el ¨¢nimo dispuesto para no pensar en nada durante varios d¨ªas. Aquellos fueron los ¨²nicos cinco minutos de descanso a fondo en todo el viaje. Apenas hab¨ªamos salido del puerto cuando la misma voz de mujer, con un ¨¦nfasis m¨¢s perentorio que el anterior, orden¨® a todos los pasajeros reunirnos en cubierta para una maniobra simulada de salvamento. De modo que acudimos en masa con los chalecos salvavidas colgados del cuello y mir¨¢ndonos unos a otros con nuestras caras de imb¨¦ciles, mientras la sirena del barco lanzaba bramidos de naufragio y el primer oficial impart¨ªa instrucciones precisas y alarmantes que ninguno de los quinientos turistas de aquella cat¨¢strofe de mentira escuchaba con la atenci¨®n debida. Cinco minutos despu¨¦s todo hab¨ªa terminado. Pero s¨®lo por breves minutos, pues no bien nos hab¨ªamos quitado los salvavidas cuando ya nos estaban convocando al sal¨®n principal para una conferencia sobre las incontables islas del mar Egeo que ¨ªbamos a conocer en los pr¨®ximos d¨ªas. As¨ª empez¨® una semana fren¨¦tica, que si nos sirvi¨® para algo fue para darnos cuenta en carne propia de que no hay oficio m¨¢s ingrato y agotador que el de turista de cuerpo entero. Esto es m¨¢s grave en Grecia que en ninguna otra parte. En efecto, no s¨¦ por qu¨¦ tuve siempre la idea de que los griegos ten¨ªan algo del car¨¢cter desordenado y expansivo de los italianos. Y no es as¨ª: son locos para el lado contrario. Desde el capit¨¢n del barco hasta el muchacho que carga las maletas tienen un sentido de la autoridad que se parece mucho al autoritarismo, y son rigurosos y puntuales, pero de un modo distinto del de los ingleses, por fortuna, hasta el extremo de que uno tiene la impresi¨®n de ser prisionero de un organismo de relojer¨ªa. Estas virtudes son ideales para el turista cuadrado, al cual hay que indicarle todo. Pero quienes tenemos la pretensi¨®n de hacer las cosas de un modo distinto, tropezamos sin remedio con las talanqueras del orden.Eso fue lo que nos sucedi¨® cuando dos matrimonios amigos resolvimos salirnos del programa y nos quedamos tres d¨ªas en la isla de Mikonos. Bajamos con ocho maletas en un lugar donde los viajeros sensatos no llevan sino un traje de bailo y un cepillo de dientes. Los guardias de la aduana local, que tal vez no hab¨ªan visto nunca un equipaje semejante, se empecinaron en hacernos una requisa a fondo. En vano les explicamos que ya la requisa hab¨ªa sido hecha en el Pireo, cuando entramos al pa¨ªs. La hicieron otra vez. Una semana m¨¢s tarde, en el puerto de Heraklion, en la isla de Creta, estuvieron a punto de repetirla por tercera vez. "Ya nos la han hecho dos veces", le dije al guardia, un griego de ojos so?adores y barba tupida. "?Y c¨®mo s¨¦ que es cierto?", me pregunt¨® ¨¦l. "Porque yo le doy mi palabra", le dije. El hombre me dio una palmada en la espalda y nos dej¨® pasar con una sonrisa de las grandes.
Fue nuestra ¨²nica victoria en diez d¨ªas. De resto, nos costaba trabajo comer porque no est¨¢bamos incorporados a ning¨²n grupo, porque lleg¨¢bamos al desayuno cuando faltaba media hora para cerrar el comedor o porque quer¨ªamos el pescado al horno y no asado a la plancha como estaba previsto. Ten¨ªamos la impresi¨®n de que hab¨ªa una sola manera de hacer Ias cosas, cualesquiera que fueran, y que hacerlas de un modo distinto era como romper el orden del universo. No recuerdo una mirada de mayor asombro que la del oficial de guardia del barco que me encontr¨® escrutando el mar a las doce de la noche cuando ya todas las actividades estaban terminadas y todos los viajeros en sus camarotes, como se les hab¨ªa recomendado, porque al d¨ªa siguiente hab¨ªa que levantarse a las seis de la ma?ana para la primera excursi¨®n en la isla de Rodas. Pero cuando hicimos el esfuerzo por marcar el paso de todos, nos encontramos en un mundo ajeno, un mundo feroz y vertiginoso, del cual no nos ser¨¢ f¨¢cil reponernos con otras dos semanas de vacaciones en qui¨¦n sabe qu¨¦ playa olvidada. Las excursiones desde Mikonos a la isla de Delos salen todos los d¨ªas a las nueve de la ma?ana y regresan a la una de la tarde. Es decir, que en tres horas hay que reconstruir con la imaginaci¨®n casi la cuarta parte de la historia de la humanidad. El resultado final es que lo ¨²nico que se recuerda a ciencia cierta no es la forma y el lugar en que naci¨® Apolo, ni la decisi¨®n de que los nacimientos y las muertes s¨®lo pod¨ªan ocurrir en la isla de enfrente porque nadie pod¨ªa nacer ni morir en Delos. No: lo ¨²nico que se recuerda es la hilera de excusados p¨²blicos y colectivos, donde los ciudadanos notables se sentaban a dar del cuerpo mientras dilucidaban asuntos de la m¨¢s grande importancia. S¨®lo por casualidad cae uno en la cuenta, varios meses despu¨¦s, de que aquellos excusados de visita no eran en Delos, sino en Efesos, donde hab¨ªamos estado con la misma prisa cinco d¨ªas m¨¢s tarde. El espacio y el tiempo terminan por unificarse en la memoria, sometida a una prueba excesiva. ?Qui¨¦n fue primero, P¨ªndaro o Cleopatra?
Lo peor para m¨ª es que por andar corriendo detr¨¢s de tantas piedras viejas uno termina por no conocer la vida real de los lugares que visita. Grecia est¨¢ tan viva como en los tiempos de Pericles, pero las agencias de viajes s¨®lo siguen mostrando aqu¨¦llos y no los fascinantes tiempos de hoy. En todas las islas hay calles enteras de almacenes donde s¨®lo se venden pieles de animales finos en pleno verano y joyas magn¨ªficas, muchas de las cuales son reproducciones excelentes de las muy antiguas que est¨¢n en los museos. Eso fue algo que me sorprendi¨® tambi¨¦n en Nueva Delhi, la capital de India, donde las ¨²nicas colas interminables que se ven en las calles son las de las matronas frente a las joyer¨ªas. Mujeres impasibles, asediadas por hordas de mendigos leprosos. Recuerdo que entr¨¦ en un hotel de lujo muerto de hambre al cabo de un largo viaje desde Tailandia. Y el alma se me instal¨® en su almario cuando, sent¨ª el exquisito olor de carne asada que flotaba en el aire. S¨®lo despu¨¦s descubr¨ª que aquella fragancia apetitosa era la de los muertos incinerados al aire libre en el r¨ªo cercano. En las islas griegas, por el contrario, uno se pregunta d¨®nde han escondido la miseria: no hay un mendigo ni un perro en la calle. Rodas sigue siendo una ciudad hermosa. Es dif¨ªcil entender que san Juan Evangelista haya podido concebir los horrores del Apocalipsis en la isla de Patmos, cuyas colinas tibias y cuyos mares internos no se pueden parecer a nada m¨¢s que al para¨ªso perdido. En un bar de Mikonos, donde tal vez no lleguen los productores de cine, est¨¢ el ser humano m¨¢s bello del mundo sirvi¨¦ndoles cerveza helada y pulpos fritos a los turistas, Pero no es f¨¢cil descubrir estas cosas, porque en los programas de los turistas no est¨¢ incluida la vida de hoy. La que nuestros remotos descendientes conocer¨¢n dentro de 3.000 a?os, cuando los barcos de la Am¨¦rica Latina colosal los lleven a conocer las ruinas de Nueva York y los gu¨ªas les describan un lugar de Manhattan donde no habr¨¢ nada, pero donde les dir¨¢n que estuvo en otro tiempo el Empire State o la estaci¨®n de gasolina de la calle Cuarenta y Cinco.
Copyright 1982. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez ACI.
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