El centro necesario
De alg¨²n tiempo a esta parte se viene repitiendo de boca en boca un diagn¨®stico mortal para el centrismo en Espa?a: el 23-M andaluz ha convertido ese diagn¨®stico en t¨®pico. M¨¢s que el hecho en s¨ª -cuya confirmaci¨®n depende de las pr¨®ximas elecciones generales- me preocupa el regocijo generalizado que la supuesta muerte del centro suscita en la llamada mayor¨ªa silenciosa -muy poco silenciosa, por cierto-. En Espa?a, cualquier esfuerzo de transacci¨®n civilizada -la b¨²squeda de zonas de convergencia, la renuncia a rupturas implacables- se ha venido considerando siempre como algo vergonzoso, como una especie de eumiquismo inoperante. (No en balde el primer hombre de Gobierno que trat¨® de centrar la pol¨ªtica del pa¨ªs en un justo medio capaz de superar la ruptura en guerra civil, recibi¨® el calificativo equ¨ªvoco de Rosita la Pastelera.) Casi es excepci¨®n, en un observador no vinculado a partido alguno -tal el caso de Juli¨¢n Mar¨ªas-, la afirmaci¨®n, basada en el conocimiento exacto de la realidad, de que lo verdaderamente notable y esperanzador durante los a?os dificiles de la transici¨®n es que ¨¦sta acertara a discurrir al margen "del viejo esquema -tan arcaico, tan poco inteligente, tan destructor- de la izquierda y de la derecha, evitando dividir al pa¨ªs, haciendo lo posiblepara que la empresa nacional, aunque estuviese dirigida por el Gobiemo,fuese de todos".Cuando Mar¨ªas escrib¨ªa estas l¨ªneas, pocos d¨ªas antes de que se abriera la traum¨¢tica crisis del 23-F, ya se hab¨ªa desencadenado el proceso de descomposici¨®n que provoc¨® la ca¨ªda de Adolfo Su¨¢rez. Pero, a lo largo de unos a?os asombrosos, ese mismo pol¨ªtico ca¨ªdo hab¨ªa logrado disipar el peligro que supon¨ªa el choque entre dos posturas tajantes y contrapuestas: la que se polarizaba, con mayor o menor disimulo, hacia un neofranquismo sin Franco; la que buscaba un todo o nada de signo izquierdista, en la famosa platajunta (?recuerdan ustedes?). Y hab¨ªa conseguido ponerles a todos de acuerdo en torno a un nuevo proyecto de Estado.
Cierto que, una vez realizado el milagro, rebrotaron las invectivas, desde la izquierda y desde la derecha, contra un supuesto desgobierno o una ausencia de Gobierno: esto es -hablando en t¨¦rminos reales-, contra un Gobierno que no era el de la izquierda ni el de la derecha. Cosa l¨®gica, pero inquietante, en cuanto tales invectivas hicieron mella en el centrismo. "Tengo la impresi¨®n", coment¨® tambi¨¦n Mar¨ªas, "de que la originalidad de la Uni¨®n de Centro Democr¨¢tico -a saber, el no reducirse al esquema derecha e izquierda- resulta excesiva para muchos de sus miembros, que se sienten fatigados de esa misma tensi¨®n creadora, de ese peque?o esfuerzo hacia lo nuevo; parece que sienten prisa para recostarse sobre lo ya viejo y conocido, de sentirse c¨®modos siendo la derecha o una peque?a y t¨ªmida izquierda, destinada a recibir los elogios primero, el desd¨¦n despu¨¦s, de la que usa con m¨¢s propiedad este nombre". Releer ahora este texto de Mar¨ªas, cuando ya se ha producido el parcial desmoronamiento del centro en las dos direcciones consabidas, corrobora la l¨²cida capacidad de an¨¢lisis del ilustre pensador madrile?o.
La eliminaci¨®n del centro y la bipolarizaci¨®n de la vida pol¨ªtica espa?ola entre una izquierda y una derecha descarnadas -en la delicad¨ªsima situaci¨®n que hoy atravesamos- puede reconducirnos a los t¨¦rminos lamentables de un canibalismo incivil. el canibalismo en que naufragaron repetidamente, a lo largo de nuestra historia contempor¨¢nea, los esfuerzos para situarnos a nivel competitivo con el resto de Europa: la Europa que poco a poco nos fue dejando encallados, como viejo buque desarbolado, en los ¨¢speros arrecifes de la guerra civil, una y otra vez repetida. No me parece, pues, in¨²til evocar aqu¨ª lo que han sido los intentos de centro -de consenso, de s¨ªntesis, de transacci¨®n- a lo largo de las ¨²ltimas centurias de vida espa?ola.
La guerra y revoluci¨®n con que alumbra la contemporaneidad en nuestro pa¨ªs trajeron como ¨²ltima consecuencia el enfrentamiento entre dos posiciones pol¨ªticas irreconciliables. La una, al afirmar el inmovilismo del viejo r¨¦gimen, de la vieja sociedad, exig¨ªa un retroceso, no al punto de partida -informado por los ideales de la ilustraci¨®n-, sino al de un horizonte inquisitorial, cerrado a todos los g¨¦rmenes inquietantes sembrados durante el brillante siglo XVIII. La otra, a su vez, agudizaba la postura revolucionaria con un jacobinismo de algarada, desbordando en demagogia los cauces del texto constitucional. Los dos extremos as¨ª radicalizados -situados uno y otro en los m¨¢rgenes de un planteamiento real, moderado--se definir¨ªan entre el trienio liberal y la d¨¦cada ominosa, abocados a una guerra civil que hab¨ªa de estallar a la muerte de Femando VII. El intento de Mart¨ªnez de la Rosa, en 1834 -su famoso Estatuto Real, que intentaba sentar el equilibrio entre la Corona y la representaci¨®n nacional inspir¨¢ndose en unas Cortes de ra¨ªces hist¨®ricas (seg¨²n la v¨ªa jovellanista) y rehuyendo la Constituci¨®n del 12, convertida en manzana de la discordia-, fracas¨® apenas nacido, desde el momento que no pudo superar en compromiso la guerra carlista, ya iniciada, y que pronto vestir¨ªa los caracteres de cruzada religiosa (la matanza de frailes, en el Madrid convulso de 1834, hab¨ªa sido una prueba de fuerza de la otra Espa?a, que abri¨® camino a la revoluci¨®n de fondo: la desamortizaci¨®n de Mendiz¨¢bal).
Y la frustraci¨®n de ese primer intento de centro hall¨® su contrapartida en el fracaso del trienio esparterista (1840-1843). El progresismo, malamente entendido y encarnado por el general Espartero, representaba entonces la ruptura con la Espa?a vencida: ruptura simbolizada en la situaci¨®n de las sedes vacantes y en la desatentada venta de bienes eclesi¨¢sticos; mientras se hac¨ªa patente la imposibilidad de conciliar el convenio de Vergara con la unidad de fuero mantenida en el texto constitucional de 1837.
El hundimiento de Espartero -que hab¨ªa unido a todos en la oposici¨®n- implic¨® pronto el desplazamiento de progresistas por moderados, a partir de 1844. Al rupturismo de los primeros sustituy¨® el intento de un acomodo con la Espa?a vencida, afanosamente intentado por los seguridos. Los comienzos de la d¨¦cada moderada significaron, pues, un nuevo centrismo, alzado entre la intransigenc¨ªa absolutista y teocr¨¢tica, y el radicalismo anticlerical de signo jacobino. La correcci¨®n de la Constituci¨®n de 1837 -que eso fije el texto constitucional de 1845-, el acuerdo con Roma -la detenci¨®n de la venta de bienes nacionales, los acuerdos sobre las sedes vacantes, que conducir¨ªan al Concordato de 1851-, el proyecto de fusi¨®n de las ramas din¨¢sticas, mediante las bodas reales -que en proyecto se quedar¨ªan-, buscaban esa integraci¨®n capaz de conciliar a las dos Espa?as. Luego, las tormentas del 48, avivadas por el progresismo resentido, y la r¨¦plica maximalista del partido en el poder, desvirtuar¨ªan, a la larga, esa capacidad integradora que al principio pareci¨® caracterizar a los moderados. El posible centro empez¨® a confundirse, cada vez de forma m¨¢s descarada, con una derecha ideol¨®gica y social -cierto que una gran derecha-, que pronto vino a desacreditarse con la degradaci¨®n moral t¨ªpica de todo monopolio pol¨ªtico indiscutido. Y en 1854 se produjo el nuevo estallido de disconformidad con lo vigente: estallido resuelto, por lo pronto, con un retomo progresista, que repetir¨ªa, corregidos y aumentados, los errores del trienio esparterista.
Pero en el programa de Vic¨¢lvaro, patrocinado por O'Donnell -y redactado en Manzanares por el joven C¨¢novas del Castillo-, de lo que se trataba era de centrar nuevamente la vida pol¨ªtica espa?ola. Y, en efecto, los dislates del progresismo, el descr¨¦dito del moderantismo, facilitaron la aparici¨®n de un partido nuevo, expresamente definido esta vez como una fuerza de centro: tal fue la Uni¨®n Liberal, nacida en torno a 1856 y cuyo programa apuntaba a un asimilismo de derecha y de izquierda capaz de neutralizar los residuos inconciliables de ambas con la f¨®rmula de un partido ¨²nico, basado en un conjunto de transacciones. Conviene subrayar que este partido cubri¨® la m¨¢s larga etapa pol¨ªtica -y la m¨¢s pr¨®spera y constructiva- del reinado de Isabel II. La inflexi¨®n hacia el progreso -que no al progresismo-, la modernizaci¨®n acelerada del pa¨ªs, sus implicaciones en la gran pol¨ªtica exterior, fueron obra de la Uni¨®n Liberal. Luego se abrieron camino los antagonismos insuperables de los que s¨®lo conviv¨ªan en la Uni¨®n mediante compromisos parciales y ego¨ªstas; y una vez m¨¢s resurgieron las antiguas pugnas entre un moderantismo que ya nada ten¨ªa de moderado -pues este signo hab¨ªa pasado a lafamilia unionista- y un pogresismo pronto ganado por el rupturismo democr¨¢tico. En todo caso, la irresponsabilidad caracter¨ªstica de Isabel II impidi¨® que la vida parlamentaria derivase a un turno pacifico entre los restos del unionismo y la derecha est¨®lida en que hab¨ªa venido a quedar convertida la facci¨®n moderada: en 1866 la reina se hab¨ªa quedado sola con la pura reacci¨®n de la gran derecha.
El estallido del 68 signific¨®, de una parte, la culminaci¨®n democr¨¢tica del liberalismo espa?ol; de otra, la ruptura entre dos Espa?as -la de la tradici¨®n y la del progreso. Arrastrado en un vertiginoso deslizamiento a la izquierda, el sexenio revolucionario que entonces se iniciaba acab¨® en el caos de la cantonal, mientras el tradicionalismo, tras abrir un nuevo frente de guerra, se divid¨ªa entre los intransigentes integristas -que acabar¨ªan por considerar heterodoxo el t¨ªmido manifiesto de Morentin- y los seguidores de Carlos VII, afanados, sin mucho ¨¦xito, en buscar una f¨®rmula de m¨ªnima transacci¨®n con el esp¨ªritu del siglo.
La Restauraci¨®n, tal como la entendi¨® C¨¢novas -y al hablar de Restauraci¨®n no cabe reducirla a los dos primeros a?os de la Monarqu¨ªa alfonsina, sino al trazado de todo el edificio institucional que s¨®lo culmin¨® en 1890- vino a traer la paz, porque no pretend¨ªa un retorno al punto de partida -la obcecaci¨®n isabelina, la dictadura moderada-, sino una s¨ªntesis entre los t¨¦rminos dial¨¦cticos de las corrientes pol¨ªticas (revoluci¨®n-tradici¨®n) enfrentadas en tomo al 68. Si parti¨® de una afirmaci¨®n liberal doctrinaria, estimul¨® el afianzamiento de una alternativa de izquierda moderada (Sagaseta), que, en los primeros a?os de la regencia, coron¨® la construcci¨®n canovista imprimi¨¦ndola una inflexi¨®n democr¨¢tica. La clave del sistema -un bipartidismo abierto a la izquierda des-
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-de las filas del sagastismo, y a la derecha desde las filas del canovismo-, estaba en su capacidad integradora, pero tambi¨¦n en la lealtad esencial entre los dos partidos turnantes, solidarios en la defensa del r¨¦gimen. As¨ª, el canovismo logr¨® construir, no ya un partido, sino un sistema de centro, desplegando eficazmente su empresa de paz civilista entre los dos extremos responsables de la guerra incivil de medio siglo. Cierto que la ficci¨®n electoral y el lastre caciquil denunciados por Costa en la hora cr¨ªtica del 98, s¨®lo podr¨ªan ser eliminados andando el tiempo y mediante una evoluci¨®n estructural necesariamente lenta, capaz de arrancar al pa¨ªs del subdesarrollo: evoluci¨®n muy avanzada a lo largo del primer tercio de nuestro siglo, pero de la que, por razones que escapan a los estrechos l¨ªmites de este comentario, habr¨ªa de beneficiarse la II Rep¨²blica. El hecho es que la creacion de una plataforma de convergencia -tal como la articul¨® la Constituci¨®n de 1876- y la vocaci¨®n transaccionista del canovismo supon¨ªan la apertura de cauces de integraci¨®n, a derecha e izquierda, cuya virtualidad hubiera debido conducir, seg¨²n el dictamen de Canalejas, a la nacionalizaci¨®n de la Monarqu¨ªa; a conseguir, seg¨²n sus mismas palabras, "que fuera de la Monarqu¨ªa no quedase ninguna energ¨ªa ¨²til". He dedicado un libro a explicar los motivos por los que esa aspiraci¨®n fracas¨® en sucesivas crisis -entre 1905 y 1930-. Pero no deja de ser cierto que el sistema centro de la Restauraci¨®n abri¨® la m¨¢s larga era de paz civil -entre dos procesos de guerra fratricida que Espa?a ha conocido en la ¨¦poca contempor¨¢nea.
La Rep¨²blica fracas¨® por su incapacidad para el pacto con la derecha. El ¨²nico centro posible -el del lerrouxismo- se vio pronto repudiado por la izquierda y hundido en el esc¨¢ndalo. El esbozo de un nuevo centro en torno a las elecciones del 36 -intento mal llevado, y fallido, del presidente Alcal¨¢ Zamora tuvo como r¨¦plica apabullante el triunfo del Frente Popular, que no admit¨ªa posibles alternativas de recambio en el poder. Y as¨ª ca¨ªmos de nuevo en el horror sin fondo de la guerra incivil.
Que la larga noche de la libertad, extendida luego durante la dictadura franquista, desembocase al cabo en un nuevo amanecer democr¨¢tico -en eso que Mar¨ªas llam¨® "la devoluci¨®n de Espa?a a los espa?oles"-, sin que mediase el recurso a las armas, fue consecuencia de una doble realidad confluyente: la virtualidad hist¨®rica de la Corona, identificada sin reservas con la regeneraci¨®n pol¨ªtica de Espa?a y la articulaci¨®n de un centro afanado en buscar la transacci¨®n en lugar de la ruptura: lindante, por la izquierda, con un socialismo inteligentemente atento a las ense?anzas de nuestro pasado pr¨®ximo, y por la derecha, con un sector autoritario -llarn¨¦mosle as¨ª- lastrado por sus compromisos con lo inasimilable: con la nostalgia franquista.
Si la pr¨®xima experiencia parlamentaria -una mayor¨ªa socialista- ser¨¢ mejor garant¨ªa de que la democracia funciona en nuestro pa¨ªs, la anulaci¨®n del centro por eso que ha dado en llamarse gran derecha -bien definida en la pasividad de sus l¨ªderes ante las sentencias del 23-F-, podr¨ªa comprometer fatalmente la convivencia civilizada, tal como -para otra sociedad, para otras estructuras- la forj¨® el sistema canovista entre 1875 y 1890 y no supo construirla la II Rep¨²blica entre 1931 y 1936. El centro -ll¨¢mese como se quiera- es hoy, quiz¨¢ m¨¢s que nunca, una necesidad imprescindible. Tras el necesario turno socialista que se perfila en el horizonte, la recomposici¨®n -como alternativa- de esa fuerza, hoy muy desgastada por su larga experiencia de poder, supone la estabilidad y el equilibrio necesarios a nuestra credibilidad democr¨¢tica y a nuestra identificaci¨®n con la Europa libre. Porque es, con el socialismo, la ¨²nica v¨ªa para un sistema de centro: el requerido por nuestro tiempo.
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