Extraterrestres en Puerta de Hierro
El Real Club Puerta de Hierro est¨¢ situado sobre unas lomas de pinos y colinas de c¨¦sped mentolado, entre la Ciudad Universitaria y el alveolo putrefacto del Manzanares, aproado hacia los montes de El Pardo, con la corona malva de la sierra al fondo. El ¨¢ngel del ed¨¦n, que desde una garita controla la entrada, conoce a los suyos por los ojos. Si consigues que levante la barrera, podr¨¢s penetrar en un mundo fascinante, lleno de inocencia preternatural. En seguida te acoge el silencio sofisticado de la naturaleza, un hermetismo de urraca y ca¨ªdas blandas de mirlo en las praderas. La Biblia no dice si el viejo para¨ªso ten¨ªa picadero, campo de golf y piscina ol¨ªmpica, aunque ciertamente aquel club del Eufrates fue el m¨¢s exclusivo del mundo, cuyo ¨²nico socio era un mono al que le gustaban mucho las manzanas, pero esta reserva de Puerta de Hierro, en el orden de la sociedad madrile?a, es la c¨²spide so?ada, el ¨²ltimo pelda?o de la escalinata, donde alargas la mano y ya tocas el calca?ar de Dios, que en estos tiempos est¨¢ mucho m¨¢s tranquilo y deja comer cualquier fruta.El autom¨®vil lleva dentro un fofo marqu¨¦s de cincuenta a?os, de calva peinada, recostado en el asiento trasero, y se desliza a marcha lenta sobre las crujientes hojas del camino. Lejos todav¨ªa del palacete social, en un dorado aprisco, toman el sol unas criaturas rubias al cuidado de ayas de almid¨®n o de institutrices anglosajonas. Son ni?os hermosos por siete generaciones de prote¨ªnas y sus padres practican finos deportes o est¨¢n sentados bajo sombrillas viscontianas, fuera del alcance de sus gritos. Ser¨ªa horrible o¨ªr aqu¨ª una madre que se queja: "Este hijo no me come"; a la amiga que le recomienda: "Chica, dale un fruco", y el berrido de un peque?o canalla, que acude a la merendola campestre aullando: "Yo tambi¨¦n quiero fruco". Esa escena quebrantar¨ªa la ontolog¨ªa aristot¨¦lica. Los verdaderos se?ores est¨¢n m¨¢s all¨¢.
Por un repecho baja una amazona cabalgando entre grandes manchas de sombra, los bru?idos cascos de la yegua extraen zumo verde de la hierba segada y el equilibrio de la galopada tiene algo de n¨²mero musical, relinchos con acordes de Vivaldi. La par¨¢bola de una pelota blanca se levanta a veces sobre una vaguada de carrascos y los jugadores de golf, seguidos por los cadis con un largo zurr¨®n lleno de palos adecuados para cada golpe, recorren los hoyos hablando de suspensiones de pago con calcetines de rombos. A medida que se acerca el edificio social, aparecen servidores arriables, situados en los ¨¢ngulos estrat¨¦gicos, criados con visera, cada vez m¨¢s espesos, atentos al menor gesto tuyo. Cualquier deseo ¨ªnfimo ser¨¢ complacido al instante. Todo funciona en silencio. T¨² s¨®lo debes cimbrearte en medio de las reverencias, aunque tienes la obligaci¨®n de ser alto, guapo y rico, con legajos color sepia en el caj¨®n de la c¨®moda que hablen de un antepasado conocido muerto en los campos de Flandes. Hay diez trabajadores en n¨®mina para cada uno de tus signos, caprichos, llamadas o dudas, siempre que no sean metaf¨ªsicas.
El autom¨®vil ha recalado en la peque?a explanada del club y ahora el hombre de la gorra, con antorchas de general de opereta, abre la puerta y dobla la bisagra mientras un ser gordito sale del coche escupiendo miasmas de cigarro habano. El hombre se dirige directamente a los vestuarios, un recinto con alfombras y taquillones de caoba que huele a perfume de violetas y humo de ducha. All¨ª un mayordomo de pechera rayada se le arroja a los pies con gran dignidad para quitarle los zapatos.
-Buenos d¨ªas, se?or marqu¨¦s.
-Cuidado con el juanete.
-?Con qui¨¦n, se?or?
-Me est¨¢ creciendo un hueso terrible ah¨ª dentro. Tengo dos dedos montados.
-Hoy hace una ma?ana espl¨¦ndida, senor marqu¨¦s.
Aunque lo maravilloso no es eso. El Real Club Puerta de Hierro tiene un privilegio extra?o. Te sientas en la terraza, al borde de la colina sagrada, bajo un toldo siena, y sin necesidad de fumarte un canuto, que aqu¨ª est¨¢ considerado como una ordinariez, o de pasarte una arm¨®nica de nieve por las aletas de la nariz o de inyectarte salsa de tomate en las venas, puedes divisar las tres capas estratificadas de la sociedad, cada una en el lugar exacto del panorama. Al pie de la verde reserva, separado por el cauce f¨¦tido del Manzanares, est¨¢ el parque sindical. Ahora mismo, aqu¨ª al lado, canta un mirlo y las abubillas caen sobre los jugosos tapices de pasto, pero de abajo llega un esfumado fragor de obreros con un alarido de altavoces, donde se desga?ita Manolo Escobar, que trae y se lleva la brisa. A la izquierda, seg¨²n mira el joven jinete por encima de las orejas del caballo, aparece la carretera de La Coru?a, embotellada por la clase media, que acarrea hacia la sierra todas las frustraciones de la semana. Desde el Club Puerta de Hierro se percibe el ronroneo de coches mesocr¨¢ticos. Los ¨²ltimos, esforzados, obcecados adalides del consumo, bajan y suben por la autopista, cumpliendo el mito de S¨ªsifo, en busca de un para¨ªso de fibra sint¨¦tica. M¨¢s all¨¢, sobre un teso de pinadas municipales, se ve el Club de Campo, lleno de meritorios. All¨ª tambi¨¦n come, juega y toma el aire lo m¨¢s s¨®lido de la sociedad madrile?a, pero ya se sabe que la felicidad en este valle de l¨¢grimas, aunque sean l¨¢grimas de Campari, nunca es completa. La aspiraci¨®n, la ansiedad inconmensurable de los socios del Club de Campo consiste en poder un d¨ªa alcanzar el ¨²ltimo rellano de su clase y entrar en el Club Puerta de Hierro, que es un cerrado de estirpe, donde se guarda el s¨¦ptimo sello de la coronaci¨®n.
Aqu¨ª, en la terraza, hay unos ejemplares m¨¢gicos. Las hembras son hermosas, rubias y el¨¢sticas. Los machos tienen la quijada cuadrada, con un hoyo voluntarioso en la barbilla, y sus m¨²sculos despiden luces de linimento. Uno puede hacer f¨¢cilmente el rid¨ªculo si pretende ser actual y habla de lo que viene en los peri¨®dicos.
-El presidente del Gobierno va a comprar aviones.
-?C¨®mo dices?
-Calvo Sotelo.
-?Y ¨¦se qui¨¦n es?
-Perdona.
La pol¨ªtica es algo lejano y bastardo. En las tertulias del aperitivo s¨®lo se discute la forma de darle adecuadamente a la pelota para que entre en el sitio, se comentan las subidas a la red, el extra?o que el caballo ha hecho en la galopada y otras intelectualidades deportivas. Puede que el mundo est¨¦ mal, pero ser¨ªa muy raro. Probablemente Jomeini, que es como san Felipe Neri sentado en una manta, a estas horas anda predicando fuego a discreci¨®n, los israelitas echan azufre ardiendo sobre un barrio de L¨ªbano, los s¨ªndicos de la Bolsa han dejado crecer la hierba en el parqu¨¦, los empresarios piensan en una delicada soga para colgarse de una encina y los extraterrestres en el cielo trazan anillos de cuervo antes de hacerse cargo de estos despojos.
-La yegua est¨¢ preparada, se?orita.
-Gracias.
-?Va a tomar algo antes?
-No s¨¦.
Es una muchacha rubia, de ojos verdes, equipada para montar. Est¨¢ sentada con elegante abandono bajo el parasol y se da con la fusta displicentemente en la bota. Con toda seguridad su compa?ero ha cometido una torpeza. Tiene pinta de advenedizo y en un momento no ha podido evitar la tentaci¨®n de decir que aquel lugar era maravilloso. De abajo llega un ruido de verbena sindical. All¨ª, en el cauce del Manzanares, ay obreros con pelo rizado en las piernas y la manta extendida a la sombra de los chopos, con la tartera abierta y la gaseosa familiar entronizada como un ¨ªdolo en medio de las longanizas con tomate. La multitud chapotea en la piscina sobre los ri?ones del contrario, disput¨¢ndose a mordiscos el espacio vital dentro del agua, y ese griter¨ªo de felicidad que saca de las gargantas de los asalariados el d¨ªa libre se eleva hasta la colina sagrada, donde est¨¢n ellos tan radiantes y el¨¢sticos. Junto a la muchacha rubia el chico parece un invitado y acaba de suspirar.
-Es muy bonita la vista desde aqu¨ª.
-?C¨®mo?
-Se est¨¢ muy bien.
-Ah.
-Lo pasas mejor si sabes que los obreros est¨¢n ah¨ª abajo comiendo patatas.
-Nosotros cumplimos una misi¨®n. Un lugar como este sirve para que la gente trabaje. Cuando el obrero ve que hay un mundo de lujo se esfuerza por conseguirlo. Todos quieren subir hasta lo m¨¢s alto. Se necesita que alguien est¨¦ aqu¨ª para provocar la envidia. Eso mueve la econom¨ªa.
La muchacha ha decidido no tomar nada ahora y sonr¨ªe a la yegua, que est¨¢ ah¨ª cerca piafando, cepillada por un criado con visera. Se levanta, la acaricia, monta y se va al trote hacia un soto de esmeralda bajo los pinos. Los cascos bru?idos del animal levantan mirlos y urracas. El se?or marqu¨¦s sale ahora hecho un brazo de mar, con calcetines de rombos y gorra blanca. Le arrea un bastonazo a la pelota y su vuelo en forma de luz salta una vaguada. El hombre parte con el puro en la boca, seguido por el cadi con un zurr¨®n de palos y por el mec¨¢nico, que lleva una botella de whisky y un almohad¨®n de terciopelo. Se le ve pasar por un puente de madera en busca del primer hoyo. A la terraza llegan otros j¨®venes hermosos, reci¨¦n salidos de la ducha posterior al picadero. Y as¨ª el d¨ªa se va dorando en el para¨ªso terrenal. Pero en el Club Puerta de Hierro no existe ning¨²n ¨¢rbol con la fruta prohibida. Dios es un buen chico y aqu¨ª deja comer de todo. S¨®lo hay que tener cierta clase de inocencia. Ellos han o¨ªdo decir vagamente que el mundo est¨¢ muy mal. Tal vez sea un falso rumor.
Ahora es una tarde de julio y el sol cae por la crester¨ªa malva de la sierra. El verano llena la tierra de sand¨ªas abiertas y el espacio aparece poblado de objetos voladores no identificados. Desde la terraza del Club Puerta de Hierro los seres m¨¢gicos contemplan la autopista atiborrada de coches de la clase media, que acarrean el pedrusco hacia la parcela. Todav¨ªa se oye un ligero clamor de obreros en el parque sindical. Siguiendo el cauce del r¨ªo, en la Casa de Campo, los comunistas celebran un sarao de churros y matasuegras, globos y pegatinas. Por el barrio Salamanca, j¨®venes falangistas con banderas pasean la festividad de una guerra civil. Incluso un poco m¨¢s all¨¢ los iran¨ªes est¨¢n a las de Basora y los jud¨ªos descargan salmos de dinamita sobre los palestinos. Calvo Sotelo compra aviones y en la manigua de la Bolsa hay caimanes muertos con la tripa lechosa hacia arriba. Es un crep¨²sculo amoratado de julio. En el horizonte parpadea un c¨ªrculo de luces.
-?Te apetece beber alguna cosa?
-No s¨¦.
-Camarero.
-?Se?or?
-?Qu¨¦ es aquello que brilla ah¨ª?
-Un ovni, probablemente.
Ser¨ªa excitante que ese cono luminoso posado en la vertical de Puerta de Hierro fuera un ovni. All¨ª, en la terraza, la chica de ojos fosforescentes, orejas puntiagudas y aletas de caucho, ha sonre¨ªdo en la oscuridad. Ella sabe que los extraterrestres tienen un nido cerca. Tal vez esos seres m¨¢gicos, no contaminados, vienen a hacerse socios del club. Despu¨¦s de todo, son como de la familia.
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