Felipe y la computadora
Hac¨ªa m¨¢s de un a?o que en la planta 72 de aquel rascacielos de Nueva York la computadora estaba funcionando, conectada directamente con otro ordenador instalado en un despacho del Pent¨¢gono en Washington. Las dos m¨¢quinas formaban tri¨¢ngulo con un condensador de ¨®rdenes en la canciller¨ªa de Bonn y entre ellas se mandaban impulsos electr¨®nicos con un di¨¢logo cifrado que, traducido en plata, ven¨ªa a decir:-Un joven andaluz, vestido de pana progresista, anda por Espa?a vendiendo ¨¦tica como si fuera jab¨®n fino de tocador.
-?Qu¨¦ hacemos con ¨¦l?
-Parece buen chico, fuma puros y cree en la bondad universal.
-?Nada m¨¢s?
-Tambi¨¦n juega a la petanca los domingos en Miraflores.
-Que siga.
En aquella planta 72 del rascacielos de Nueva York habita un dios rubio que come palomitas de ma¨ªz, asomado al ventanal ahumado. Desde all¨ª divisa La Meca rodeada de pollinos cargados con cajas de caca colas, controla la espuela vengativa de Pinochet o Ia gomina del bigote del ¨²ltimo general argentino, regula la tripa llena de oscuros humores del jud¨ªo Ariel Sharon y le cambia los pa?ales al heredero de un jeque del desierto. Cualquier madre patria nace en este piso 72 del rascacielos de Nueva York, donde ahora mismo est¨¢ sentado en la poltrona ese dios gordifl¨®n y geopol¨ªtico, que picotea palomitas de ma¨ªz en un cucurucho mientras acaricia con la diestra, blanda y anillada, un globo terr¨¢queo. La madre patria arranca de su mesa y pasa por las Azores, seguida de cerca por la VI Flota, se adentra en Portugal, cruza la Pen¨ªnsula Ib¨¦rica, se va por Italia hacia Grecia y Turqu¨ªa con un ramal en direcci¨®n a Arabia, atraviesa Pakist¨¢n, India, Australia y Jap¨®n. All¨ª le espera la VII Flota, con m¨¢s acorazados. Y as¨ª hasta dar la vuelta al mundo para volver a la planta 72 del rascacielos de Nueva York y caer en el cucurucho de palomitas del regazo de ese se?or gordito en forma de dividendos, que son los ¨²nicos valores eternos cotizados en la Bolsa de Wall Street. El tri¨¢ngulo de computadoras se env¨ªa entre s¨ª latidos de rayos l¨¢ser con interrogantes herm¨¦ticos.
-?Cree usted que ese tal Felipe Gonz¨¢lez lo sabe?
-Con toda seguridad.
-Procure que no se salga de la ¨¦tica.
-No hay peligro. El chico est¨¢ bien aleccionado.
-?Qui¨¦n se ha encargado de eso?
-Nuestro criado, el se?or Willy Brandt.
-Okey.
En cambio, hay todav¨ªa muchos patriotas. Son precisamente aquellos que no se han enterado de que la patria s¨®lo es un oleoducto y andan por ah¨ª dando palos de ciego con el bate de b¨¦isbol en busca de un salvador de opereta. Pero el Gobierno no es m¨¢s que una estaci¨®n de seguimiento, la Moncloa o Robledo de Chavela, gestores del paso de las multinacionales o de una c¨¢psula espacial por un determinado territorio de la geopol¨ªtica. Existe un piloto autom¨¢tico. No hay que tocar nada. En cierto modo, gobernar consiste en hacer alguna leve correcci¨®n de vuelo y vigilar la posici¨®n correcta de las agujas o las se?ales luminosas del panel.
-J¨²rame que Felipe Gonz¨¢lez lo sabe.
-Te lo juro. El s¨®lo habla de moral.
-?Y eso qu¨¦ es?
-La moral es un aceite refinado que sirve para que funcione bien la m¨¢quina del capitalismo.
-Me quitas un peso de encima.
Los pol¨ªticos se dividen en dos: los que saben que la patria ha muerto y los qu¨¦ a¨²n lo ignoran. Franco no lo supo hasta 1959, cuando se lo cont¨® Ullastres en una cacer¨ªa. D¨¦jese de autarqu¨ªas, excelencia, y abra los lindes de su finca a Persil activado, Av¨®n llama a su puerta, ding-dong. Franco, que fue el primer antipatriota, con las virtudes menores del olfato muy desarrolladas, cay¨® en la cuenta en seguida. A partir d¨¦ entonces se decide a disparar contra todo lo que se mov¨ªa: rebecos, dem¨®cratas, perdices, masones, conejos, rojos, ciervos, cachalotes, palomas de correos y a echar un vistazo cada trimestre al piloto autom¨¢tico, dirigido ya desde aquella planta de Nueva York.
En aquel tiempo Felipe Gonz¨¢lez era un muchacho de ce?o concentrado, que estudiaba la carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla. Ten¨ªa esa pureza de sangre, un poco ruda, que se deriva del pueblo llano. Ya se sabe. Otros se dejaban la piel a tiras en la clandestinidad m¨¢s dura, los comunistas eran piezas muy cotizadas y recib¨ªan las patadas directamente en el paquete intestinal o en la otra bolsa que pende un poco m¨¢s abajo, y en los s¨®tanos de la tortura se entraba por riguroso escalaf¨®n, se exig¨ªa mucho protocolo para subir al potro. Pero hab¨ªa tambi¨¦n otra clase de oposici¨®n, no demasiado subterr¨¢nea. Era aquella leva de estudiantes rebeldes, con pantal¨®n de pana rayada y matinal de cineclub, lectores de Antonio Machado, que husmeaban la trastienda de las librer¨ªas buscando La peste, de Albert Camus, aquellos que un d¨ªa adoptaron el acto heroico de dejarse barba inconformista.
Unos rojos un poco dulces
Ellos tambi¨¦n jugaban con una multicopista secreta, fabricaban panfletos, y corr¨ªan delante de los guardias. Eran unos rojos un poco dulces, muy inofensivos, aunque apaleados igualmente en las algaradas por la libertad. Llevaban una pastoral censurada en el bolsillo, redactaban manifiestos, firmaban cartas de protesta y ejerc¨ªan el marxismo s¨®lo como hip¨®tesis de trabajo. Podr¨ªa decirse que se sent¨ªan casi felices bajo los golpes. Despu¨¦s de una carga policiaca, ellos se refugiaban en una tasca para enumerarse entre s¨ª las leves moraduras con la vanidad de la herida y narraban hermosas historias de martirio, que siempre les suced¨ªan a otros.
-A un amigo m¨ªo le han puesto electrodos en los test¨ªculos.
-?Qu¨¦ horror!
-Y a un auxiliar de Sociolog¨ªa lo han ahogado en la ba?era.
-No sigas.
-A un delegado de la Perkins le han partido la espina.
-?Qu¨¦ van a tomar?
-Traiga un vino con una raci¨®n de boquerones.
-Marchando.
Cuando la democracia rompi¨® aguas apareci¨® el rostro de Felipe Gonz¨¢lez. Ten¨ªa una pinta de macho sure?o, con la nariz pellizcada hacia arriba y el hocico inflamado, la ceja espesa, el antebrazo peludo, una nobleza de novillo en la mirada y esa forma de hablar seg¨²n la escuela andaluza, que utiliza un tono medio para decir verdades suaves, pero a medias, con una melod¨ªa pegadiza como una canci¨®n de verano, agradable de o¨ªr y f¨¢cil de tragar si se ayuda con un rosado clarete. Entonces el socialismo no era nada. S¨®lo una marca comercial que hab¨ªa prescrito en el registro pol¨ªtico y un sentimiento difuso de bondad en la calle. El rostro de Felipe Gonz¨¢lez sintetiz¨® muy pronto esa pasi¨®n colectiva. Y despu¨¦s de algunos meses de mercado ya se pod¨ªa afirmar sin error que el socialismo era s¨®lo ¨¦l.
Alrededor de su imagen comenzaron a aglutinarse aquellos muchachos de pana y cineclub, los penenes- de barba y jersei de punto gordo, las chicas de poncho peruano, oficinistas rebeldes, funcionarios cabreados, t¨¦cnicos que entend¨ªan de resistencia de materiales y hab¨ªan le¨ªdo a Neruda, mujeres de clase media que lo encontraban hermoso, e incluso obreros con nevera y lavaplatos, aparte de la nostalgia de cuantos oyeron contar a sus padres la guerra desde el otro bando. Pero el primer problema nacional consist¨ªa en dilucidar la famosa alternativa, o sea, si realmente Felipe era m¨¢s guapo que Adolfo Su¨¢rez. Cada uno ?ten¨ªa sus partidarios, seg¨²n gustos, entre la belleza de un pillete de billar o el atractivo de un cortijero agreste. As¨ª estaban las cosas.
Era un gozo supremo ver a esta pareja durante el entreacto de una sesi¨®n parlamentaria en el ¨¢ngulo oscuro de un sal¨®n. Felipe y Adolfo compon¨ªan la escena pol¨ªtica del sof¨¢, se musitaban amores y cuitas, t¨² me das un pedazo de ¨¦tica y yo te doy un trozo de consenso, todo iluminado por los rel¨¢mpagos de los fot¨®grafos. Pero eso suced¨ªa en los momentos m¨¢s bellos, porque el amor¨ªo establecido entre los dos galanes estaba sujeto a una corriente alterna con alg¨²n chispazo que fund¨ªa los plomos. A veces se sonre¨ªan mutuamente, como diciendo: somos j¨®venes y hermosos, somos los amos del cotarro, este asunto hay que arreglarlo entre amigos, aunque a la semana siguiente se miraban como si ambos estuvieran solos en medio de la plaza del poblado, la mano tentando la culata, atentos a cualquier gesto sospechoso, para que todo el mundo pudiera comprobar qui¨¦n era m¨¢s r¨¢pido. Era una ficci¨®n del Oeste.
El se?or gordito de Nueva York ha tenido la ficha t¨¦cnica de Felipe Gonz¨¢lez todo el a?o sobre su mesa y en ella ha ido anotando las sucesivas correcciones. Si un d¨ªa este muchacho tan puro pod¨ªa quitarle la sardina de la boca a la derecha espa?ola, hab¨ªa que pulirlo un poco m¨¢s. A veces apretaba el bot¨®n de la computadora, unida a otro ordenador del Pent¨¢gono, y en el condensador de ¨®rdenes instalado en la canciller¨ªa de Bonn los d¨ªgitos, sal¨ªan en pantalla con la ¨²ltima voluntad del amo.
-Lo queremos totalmente suave.
-?M¨¢s todav¨ªa?
-Nada de marxismo.
-Eso se arregl¨® hace dos a?os.
-Que venda ¨¦tica. S¨®lo ¨¦tica.
-?Como si fuera un jab¨®n de tocador?
-Exacto.
Ultimamente te levantas de la cama y, de repente, te encuentras con un d¨ªa hist¨®rico. El 28 de octubre ha sido la fecha se?alada desde hace siglos para que alcancen su sue?o de oro aquellos chicos que jugaban con la multicopista, le¨ªan a Machado, vest¨ªan zamarra y bufanda de barrio latino, asist¨ªan a la matinal de cineclub y llevaban a una novia, con los dedos manchados de bol¨ªgrafo, a ver la pel¨ªcula Nueve cartas a Berta. La ma?ana era radiante y hab¨ªa un sol rom¨¢nico sobre las hojas de oto?o, con todos los ruidos cotidianos: se oy¨® al tendero levantar el cierre a las nueve, el tintineo de las botellas de leche son¨® en el rellano a la hora justa, el alarido del chatarrero, que compra colchones y hierro viejo, pas¨® con el pollino sorteando los atascos de coches. Los gritos rituales con que se animan las primeras luces se hab¨ªan producido a su debido tiempo. La calzada estaba llena de papeles con todos los augurios pol¨ªticos. Fue el d¨ªa en que, despu¨¦s de mil a?os, a la derecha espa?ola se le cay¨® la sardina de la boca. La llevaba entre los dientes desde el tiempo de Recaredo y se la ha arrebatado un chico de pana, que juega a la petanca los domingos en Miraflores.
A Felipe Gonz¨¢lez se le ve¨ªa en el cartel con los ojo! so?adores bajo el entrecejo obstinado mirando un horizonte incierto, lleno de cacerolas. Hab¨ªa sido vendido como un producto moral seg¨²n las t¨¦cnicas m¨¢s sofisticadas del mercado, el hijo de un lechero sevillano convertido ahora en s¨ªmbolo de honestidad. En las paredes de la ciudad hab¨ªa m¨¢s carteles con la imagen de otros pol¨ªticos junto a las vallas publicitarias de nuestra patria verdadera. Fraga y la Westinghouse, Felipe y la Standard, Carrillo y la Philips, Landelino Lavilla y Persil activado, Adolfo Su¨¢rez y Unilever. El ciudadano se ha puesto en la cola del colegio electoral. Despu¨¦s de una breve espera se ha metido detr¨¢s de unas cortinas de ducha donde hab¨ªa un taburete para pensar, pupitre para escribir y un estante con las papeletas de su destino. Se ha limitado a votar por el aire puro.
El dios gordito de Nueva York ha pulsado otra vez la computadora, conectada con el Pent¨¢gono, y ha mandado las ¨²ltimas se?ales a Bonn.
- Recu¨¦rdenle a ese muchacho cu¨¢l es su papel.
-Felipe ya lo sabe.
-Aqu¨ª manda la m¨¢quina. Que se entere bien.
-Okey.
-Lo suyo es la moral.
Felipe Gonz¨¢lez ha sido invitado por el dios gordito a sentarse frente al piloto autom¨¢tico en una peque?a terminal de Occidente. S¨®lo tendr¨¢ que vigilar las agujas y poner un poco de ¨¦tica, a modo de aceite, para que la m¨¢quina funcione con m¨¢s suavidad. Pero en este pa¨ªs la ¨¦tica simple a¨²n puede ser revolucionaria.
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