La voraz e ineludible TV
Poco antes de salir para Estados Unidos dije aqu¨ª, en entrevista que public¨® este mismo peri¨®dico, algo as¨ª como esto: que en la sociedad actual quien manda hoy es la televisi¨®n, especificando en seguida que no me refer¨ªa a los que la, manejan, sino al aparato en s¨ª. Ahora, llegado a Nueva York, he tenido ocasi¨®n de hacer algunas observaciones que me permitir¨¢n aclarar aquella opini¨®n un tanto perentoria y que, en todo caso, pide ciertas puntualizaciones. Porque, cabr¨ªa preguntar, ?c¨®mo un instrumento puede imponerse a quienes lo manipulan? ?Acaso no estamos viendo, en nuestro propio pa¨ªs sin ir m¨¢s lejos, con cu¨¢nto af¨¢n procuran disputarse unos a otros su control?Que un instrumento imponga, mediante la racionalidad funcional impl¨ªcita en ¨¦l, su propia l¨®gica a quienes han de usarlo no debiera ser novedad para nadie. Es bien conocida, por ejemplo, la dificultad de refrenar el recurso a las armas cuando alguien las posee (y b¨¢stenos evocar el humor negro del ficticio Strangelove para no acudir al recuerdo de m¨¢s toscas, aunque no menos humor¨ªsticas ni negras realidades), y, en un plano m¨¢s trivial, bastante sabido es que, tan pronto pone las manos en el volante de su autom¨®vil, el ciudadano corriente despliega todo el potencial de su latente agresividad. El hombre se sirve de la m¨¢quina, pero la m¨¢quina se apodera del hombre, condicionando su conducta y fomentando tales o cuales rasgos de su personalidad.
En cuanto a la televisi¨®n y dem¨¢s medios electr¨®nicos de acceso a la publicidad, constituyen tan eficaz instrumento de poder que a nadie puede extra?arle el que sea apetecido y disputado su control por cuantos al ejercicio del poder aspiran. De hecho, esos medios se han convertido en el ¨²nico instrumento de poder verdaderamente id¨®neo en una sociedad amorfa y fluida como ha llegado a ser la nuestra en este fin de siglo, donde no existen ya aquellas estructuras firmes que permit¨ªan poner en juego ocultos resortes de mando, donde no puede haber ya diplomacia secreta ni eminencias grises, y donde los grupos de inter¨¦s a los que suele atribuirse la m¨ªtica condici¨®n de monstruos embozados y omnipotentes son muy patentes, por el contrario, y objeto constante de p¨²blica denuncia. En esta sociedad de masas, los llamados mass media dominan a la sociedad, y no en vano los reg¨ªmenes totalitarios se obstinan en mantenerlos como monopolio del Estado. En los reg¨ªmenes democr¨¢ticos est¨¢n abiertos a la disposici¨®n de todos.
El aura de la publicidad
?Abiertos a la disposici¨®n de todos! Semejante apertura de principio es garant¨ªa del proceso democr¨¢tico en la actual vida colectiva. Pues el acceso a la publicidad significa, siquiera sea en medida m¨ªnima, acceso a la esfera del poder, por cuanto le otorga a quien la obtiene el m¨¢s preciado galard¨®n conferido en una sociedad igualitaria que no reconoce otras distinciones sino la de ser persona conocida ni otros premios de veras importantes que el de la popularidad. Si hubo un tiempo en que la publicidad era eludida y desde?ada, cifr¨¢ndose el valor social de cada uno en la estimaci¨®n de sus pares, no hay motivo para asombrarse de que en el nuestro se despepite la gente por asomarse a la pantalla televisiva en esa actitud tan graciosamente descrita por la expresi¨®n corriente de chupar c¨¢mara. Esta sed de adquirir presencia p¨²blica nace del deseo de afirmar la propia entidad personal por el ¨²nico camino efectivo de veras en las condiciones de nuestro mundo actual. Poco importa que, como en infinidad de ocasiones, la aparici¨®n p¨²blica de un sujeto tenga el car¨¢cter m¨¢s trivial e incluso rid¨ªculo, pues lo que de veras importa es no la raz¨®n, sino el acto mismo de su presencia. Se dar¨¢ muchas veces el caso de que ¨¦sta haya sido debida a causas afrentosas y aun abominables, pero as¨ª y todo le resultar¨¢ gratificante en cuanto que lo reviste con el aura de la publicidad, prest¨¢ndole una fama efimera, s¨ª; pero, al fin y al cabo, gustosa. ?C¨®mo explicarse si no que haya siempre quienes se presten a participar en programas cuya sola diversi¨®n consiste en ponerles en evidencia, sometiendo a p¨²blica irrisi¨®n sus defectos? La popularidad lograda con ellos debe compensarles del ludibrio al darles la sensaci¨®n de existir frente a la multitud, lo cual les confiere una cierta cuota, por modesta que sea, de predicamento social. Y como para aparecer en la pantalla no se requiere cualificaci¨®n especial ninguna, es algo a que cualquiera puede aspirar con perfecto derecho.
Dec¨ªa al comienzo que aqu¨ª, en Nueva York, he tenido oportunidad de hacer algunas observaciones al respecto, y pensaba ante todo en un episodio que durante m¨¢s de 46 horas ha tenido en vilo a la ciudad gracias a la intervenci¨®n de la Prensa; pero, sobre todo, de la radio y televisi¨®n. Un criminal de oficio, que se hab¨ªa hecho conducir al hospital, desarm¨® all¨ª e hiri¨® a su guardi¨¢n, encerr¨¢ndose luego en un s¨®tano con cuatro rehenes. Ante las intimaciones de la polic¨ªa que cercaba el edificio, puso como condici¨®n para soltarlos sin da?o y rendirse que las emisoras de radio recogieran las negociaciones y que la escena de la entrega fuera transmitida por televisi¨®n en vivo e ¨ªntegramente. Hecho el trato, y no sin haber tenido que superar antes ciertas dificultades t¨¦cnicas, pudo por fin una de las grandes cadenas, la ABC, regalarle a su p¨²blico ese espect¨¢culo. El h¨¦roe de la jornada volvi¨® a la prisi¨®n tras haber disfrutado su hora de gloria...
Una mujer embarazada
En esos mismos d¨ªas, me depar¨® la casualidad otro programa de televisi¨®n donde estaban presentando, en demorada intervi¨², el caso de una mujer que, mientras extingu¨ªa condena por delitos violentos, hab¨ªa quedado embarazada en su celda de castigo por obra y gracia de uno de los guardianes de la c¨¢rcel. Mediante invocaci¨®n de sus maternales desvelos, la presa hab¨ªa conseguido, por ¨²ltimo, que la pusieran en libertad para poder cuidar de la criatura as¨ª engendrada. Era una mujer joven, bien parecida, y se mostraba arreglada con sobria y discreta decencia. Tambi¨¦n su elocuci¨®n era correcta, moderados y bien compuestos sus modales, cuando explicaba a su entrevistador c¨®mo y de qu¨¦ manera hab¨ªan sucedido las cosas, aclarando que no hab¨ªa sido ella, sino el hombre, quien tom¨® la iniciativa de sus fecundas relaciones, o cuando se explayaba en la descripci¨®n de las actividades sexuales dentro del ¨¢mbito penitenciario... Esta clase de programas atrae mucho la atenci¨®n de la gente, y quienes los empaquetan saben muy bien lo que se hacen y c¨®mo hacerlo: saben elegir los casos y vestirlos adecuadamente. De seguro que la hero¨ªna de la historia referida habr¨¢ recibido numerosas cartas de simpat¨ªa desde los cuatro puntos cardinales y, sin duda alguna, varias propuestas de matrimonio...
Voracidad insaciable
Estos ejemplos de marcada t¨®nica folletinesca pueden ponernos sobre la pista de ciertas caracter¨ªsticas capaces de dar raz¨®n del peculiar dominio atribuido por m¨ª a este instrumento, la televisi¨®n, sobre la sociedad en general e incluso sobre quienes tienen a su cargo manejarlo. Si el instrumento militar, las armas, pide ser usado, cabe reducir su efecto conform¨¢ndose con ejercicios preparatorios, maniobras que, aun cuando suelen ocasionar algunas v¨ªctimas, aplazan quiz¨¢ indefinidamente la carnicer¨ªa atroz de que son capaces; si el autom¨®vil invita a peligrosos excesos, ¨¦stos consienten ser moderados con medidas de prudente restricci¨®n. Pero los medios electr¨®nicos de comunicaci¨®n social s¨®lo existen y pueden existir en funci¨®n de su ejercicio efectivo, es decir, en la comunicaci¨®n misma, y la ¨ªndole de esta comunicaci¨®n en masa hace de ellos instrumento de una voracidad insaciable. No hay fiera que reclame m¨¢s alimento que la televisi¨®n, y sus guardianes apenas dan abasto para proporcion¨¢rselo.
Consideremos, por otra parte, que ese alimento ha de satisfacer los gustos del consumidor, y como el consumidor del espect¨¢culo lo es tambi¨¦n de los diversos productos anunciados en la pantalla, quienes la rigen necesitan conseguir el mayor n¨²mero posible de espectadores (?los famosos ratings!). Ahora bien, para capturar el mayor n¨²mero posible hay que rebajar al m¨ªnimo los niveles de comprensi¨®n y apreciaci¨®n, aplicando as¨ª el m¨¢s bajo rasero. Se dir¨¢ acaso que tal es el efecto indeseable del sistema de libre competencia, seg¨²n se advierte en Estados Unidos, donde las distintas cadenas de televisi¨®n se disputan al anunciante, y de igual manera que los charlatanes de plazuela atraen, mediante un despliegue de nimios trucos, a quien pasa por la calle para, una vez engatusado, venderle la in¨²til panacea o la baratija f¨²til, tambi¨¦n ellas seducen al p¨²blico con su pasto vulgar o truculento para hacerle tragar de paso la publicidad comercial. Pero si esto fuese debido al sistema de libre competencia, ?por qu¨¦ entonces Televisi¨®n Espa?ola, en r¨¦gimen de monopolio oficial, hace exactamente lo mismo y suministra tan pobres materiales? Cabr¨ªa invocar, es cierto, ejemplos menos aflictivos de pa¨ªses donde la televisi¨®n sostenida con fondos p¨²blicos se esfuerza por mantener una cierta dignidad en lo que ofrece; pero el monopolio del Estado -que, ya lo vemos, no garantiza la calidad de la programaci¨®n- alberga siempre, adem¨¢s, un riesgo de empleo abusivo por los titulares del poder pol¨ªtico.
Lo dicho, creo, deja ya entrever la raz¨®n de mi aserto. Por su condici¨®n intr¨ªnseca, los medios electr¨®nicos de comunicaci¨®n a la masa, la televisi¨®n en concreto, dominan a la sociedad entera, empezando por imponerse a los propios individuos que los manejan, y la dominan en el sentido de difundir e imponer as¨ª al conjunto de todos los ciudadanos los valores, criterios y sensibilidades de grado ¨ªnfimo.
Verdad es que no faltan quienes se abstienen de prestarle atenci¨®n y la ignoran, pero esta conducta desde?osa s¨®lo puede mantenerse a costa de volver las espaldas a la realidad de nuestro tiempo y desinteresarse de la sociedad en que vivimos.
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