Fiesta en Nueva York
Hace unos d¨ªas tuve que viajar a Nueva York con un coleccionista de pintura para pujar un cuadro en la subasta de Parke Bernet. El tipo era millonario, incluso a simple vista, y llevaba a su leg¨ªtima esposa alicatada hasta el techo con un abrigo de pantera de Somalia. Los dos compon¨ªan un matrimonio con mucho remilgo democristiano, de esos que acaban de votar a Alianza Popular por miedo a los navajeros y al inspector de Hacienda. Ella se santigu¨® cuando el avi¨®n tomaba tierra en el aeropuerto Kennedy y enseguida la ciudad le depar¨® la primera sorpresa: la mujer llevaba ya diez minutos sobre el asfalto salvaje y todav¨ªa no se la hab¨ªa comido un negro. La pareja de ricos estaba un poco excitada por la locura de Manhattan, por el famoso peligro de a calle, que c¨®noc¨ªa de o¨ªdas, pero el taxi iba tranquilamente hacia el Parque Central y desde la ventanilla no se ve¨ªa ning¨²n asesinato. Nueva York parec¨ªa ¨ªntimo e inocente y ol¨ªa, como siempre, a helado de vainilla podrido.Al llegar al hotel Plaza hab¨ªa en recepci¨®n un aviso para nosotros. Un joven psiquiatra espa?ol, muy conocido, daba esa misma tarde un c¨®ctel en honor de su cocodrilo y quer¨ªa invitarnos amablemente a casa. Fue el primer acto social de este viaje. El matrimonio se acical¨® fastuosamente para la fiesta, seg¨²n el ritual de aquellas pel¨ªculas de Doris Day, y a la hora en punto ella baj¨® al vest¨ªbulo bordada en oro hasta los pies, con medio kilo de pedrer¨ªa en la carne y una capa con plumas de marab¨². El llevaba esmoquin azul p¨¢lido y un rasurado violeta en la mand¨ªbula. La limusina ten¨ªa veinte metros de eslora y champa?a en la nevera, rodaba con la majestad de un sarc¨®fago por la Quinta Avenida en direcci¨®n al sarao; fuera, los rascacielos comenzaban a prender sus brasas hasta arriba y todo era fascinante, aunque la gente no se acuchillaba en la acera.
-Ser¨¢ una reuni¨®n muy elegante.
-No s¨¦.
-Estamos en Nueva York.
-S¨ª.
-Dime. ?Qu¨¦ es realmente una fiesta con cocodrilo?
Muchos ciudadanos de Nueva, York, al regresar de sus vacaciones en Florida, se traen a casa como recuerdo un peque?o caim¨¢n. Es un detalle de perfecto turista. Pero tanipoco se necesita viajar a Miami para darse ese placer subtropical. En Norteam¨¦rica existen compa?¨ªas que te mandan una boa contra reembolso o te ponen a pie de asciensor una jirafa o un pigineo amaestrado con el ¨²nico requisito de que escribas tus se?as en letras may¨²sculas. En Nueva York est¨¢ de moda criar cocodrilos en la bailera. Es el ¨²ltimo capricho de Babilon¨ªa. Estos saurios de vivero chapotean con ternura en agua de grifo con sabor a cloro en el piso 54 de cualquier edificio; las amas de casa les coimpran hamburguesas vitaminadas en el sulpermercado de la esquina y cuando luce el sol en la ciudad los sacan a la terraza dentro de una canastilla de beb¨¦. Despu¨¦s de todo, Nueva York no es un conglomerado tan briatal. All¨ª muchas mujeres acunan en su relyazo y cantan nanas a cocodrilos de medio metro.
Un amor breve
Pero sucede una cosa terrible: que el amor a los cocodr¨ªlos tampoco es eterno. Pasa a menudo que sus propietarios se cansan muy pronto de esta novedad ex¨®tica. Los ven flotar con el p¨¢rpado entornado en la ba?era durante una semana, dan un c¨®ctel en su honor para presentarlos en sociedad, invitan a los amigos, dejan que las visitas los acaricien un poco y un buen d¨ªa, aburridos del juguete o alarmados porque la fiera va tomando demasiado grosor y de un bocado se ha llevado por delante la mano de un ni?o, deciden deshacerse de este regalo de Miami. Mientras la limusina con champa?a se acercaba a ese apartamento de Soho donde viv¨ªa el psiquiatra no se sab¨ªa at¨ªn si se trataba de una recepci¨®n o de una despedida de caim¨¢n.
El conductor uniformado detuvo toda la inmensidad del coche junto a un mont¨®n de basura, y el matrimonio democristiano, envuelto en un halo de perfume franc¨¦s, entr¨® conrnigo por el zagu¨¢n de una vieja f¨¢brica abandonada. Un montacargas cochambroso, que rampaba por el exterior de una pared de ladrillo, nos llev¨® a un desv¨¢n lleno de tuber¨ªas, en estado de ruina, donde herv¨ªa una multitud fren¨¦tica y desarrapada. All¨ª se ve¨ªan j¨®venes con ch¨¢ndal el¨¦ctrico y botas de baloncesto, seres vestidos de buzo, chicas en biquini o con casacas de soldado desertor, puertorrique?os con cazadoras de cuero duro, barbudos de cart¨ªlagos transparentes con solideos hebraicos en la coronilla y largas bufandas hasta el empeine, todos tirados en el cemento, fumando marihuana o amarrados a la botella. En un rinc¨®n hab¨ªa un negro vivo dentro de una vitrina y, en medio de la org¨ªa, un tonel de agua conten¨ªa un cocodrilo de dos palmos de longitud. La fiesta estaba muy avanzada. El psiquiatra vino hacia nosotros con los brazos abiertos, llorando de emoci¨®n l¨¢grimas de ginebra.
-Poneos c¨®modos.
-?D¨®nde?
-No s¨¦. Por ah¨ª. La ceremonia va a comenzar.
La distinguida se?ora ten¨ªa que sentarse en el suelo encharcado, con el vestido bordado en oro, y el caballero democristiano deb¨ªa echarse en aquel estercolero de calcetines sudados, con el esmoquin azul p¨¢lido, pero no hubo tiempo, porque entonces alguien apag¨® las luces de ne¨¢n y aquella pandilla de locos encendi¨® unas estrellitas de hada madrina y se puso a entonar una, salmodia formando corro alrededor de la tinaja del caim¨¢n. El psiquiatra meti¨® la mano en el agua para cogerlo por la cola y desde all¨ª partieron todos en procesi¨®n hacia el cuarto de ba?o. En la oscuridad iluminada se ve¨ªa que la bestia daba recortes en el aire, atrapada en el pu?o del sacerdote que la bland¨ªa. El rito consisti¨® en colocar al animal amorosamente en la taza del retrete y tirar de la cadena entre c¨¢nticos religiosos.
El peque?o cocodrilo baj¨® despe?ado por el desag¨¹e, peg¨¢ndose cates en las paredes de? canal¨®n; atraves¨® apartamentos, oficinas, salones, vest¨ªbulos, s¨®tanos y, por fin, muerto o vivo, se dio un panzazo en la charca m¨¢s profunda de la cloaca. Aquella gente se puso a gritar como ni?os.
-?Ya est¨¢?
-Se acab¨®.
-?Y qu¨¦ hace ahora ese negro dentro de la urna?
Las alcantarillas de Manhattan
Ceremonias como ¨¦sta se celebran todos los d¨ªas en Nueva York. Despu¨¦s de algunos a?os, en las herm¨¦ticas alcantarillas de Manhattan, a cien metros bajo el nivel de las joyer¨ªas de la avenida Madison, se ha desarrollado una colonia de cocodrilos blancos y ciegos que navega en la cerrada oscuridad de los excrementos ciudadanos. Lechosos e invidentes, con media cabeza so?adora fuera del ci¨¦nago, miles de caimanes sin luz se reproducen en las ra¨ªces de la gran urbe. Es maravilloso. Un centenar de brazas m¨¢s arriba, sobre la vertical de esta escena, se subasta una bailarina de Degas en la sala de Parke Bernet o tal vez Margot Fontaine baila El Lago de los Cisnes.
Nueva York es un espacio mental que est¨¢ entre la pantorrilla de Margot Fontaine y las viscosas escamas de unos saurios blan cos y ciegos, de cuatro metros de largada, inflados de detritus, que crecen en la terminal de los pozos. Se trata de un equilibrio inestable. En medio hay t¨²neles repletos de mendigos violinistas, patinadores con auriculares en los t¨ªm panos, negros ataviados como aves del para¨ªso con un transistor en los espolones, intelectuales con bufanda abrazados a una bolsa de papel con botellas de ginebra, vallas publicitarias que exhiben rostros de h¨¦roes junto a la imagen de tu salchicha preferida, vagones de suburbano pintados con traumas neur¨®ticos, como cuadros de Pollok, que se deslizan sobre el lomo de los caimanes.
-?Qu¨¦ pasa ahora con el negro de la vitrina?
-Nada. Es un juego inocente.
-?Va a bailar? -Est¨¢ ah¨ª como el gorila Dolphus del zool¨®gico. Tiene la misma nariz privilegiada.
La gran ciudad es un espacio mental donde el hombre ha perdido el olfato. En este sentido, un primo carnal del ser humano, el gorila Dolphus del zool¨®gico de Nueva York, hab¨ªa dado recientemente una lecci¨®n de sensiblidad. Tuvieron que encerrarlo tambi¨¦n en una urna. Antes estaba en un jaul¨¢n de barrotes y dejaba que los visitantes se acercaran a ¨¦l, e incluso por una raci¨®n de cacahuetes sol¨ªa acariciar el flequillo de los ni?os. Era un ser muy amable. Pero a veces entraba en el radio de acci¨®n de su nariz una se?orita determinada, ¨¦sa y no otra, y de'pronto el buen gorila se pon¨ªa a berrear con furiosos zarpazos hacia ella, intentando que fuera su novia. Los caprichos amorosos del mono duraron hasta que un veterinario perspicaz deshizo el misterio: Dolphus detectaba a las se?oras que estaban en celo, las delataba p¨²blicamente y entonces produc¨ªa situaciones demasiado embarazosas. Hubo que aislarlo en una c¨¢mara de cristal, como a este negro magn¨ªfico del desv¨¢n del psiquiatra. Pero esto s¨®lo era un juego infantil. Ahora mismo lo iban a soltar.
El negro era guapo e inmenso. Apenas le franquearon la puerta comenz¨® a olisquear a las hembras de la reuni¨®n. Aquella se?ora distinguida, de cincuenta a?os cumplidos, brocada en oro y pedrer¨ªa, puso ojos de p¨¢mco cuando vio que esa mole de m¨²sculos oscuros se precipitaba sobre ella. Hay que imaginarse el cuadro. Una dama elegante del barrio de Salamanca, una de esas que presiden la mesa de la Cruz Roja, con banda de m¨²sica, junto a un edificio oficial, o que toma el t¨¦ en Embassy rizando el me?ique, estaba ahora en un desv¨¢n del Soho de Nueva York a merced de una fiera que le izaba la falda de oro a manotazos, le daba terribles bocados a las joyas de la pechuga y se las iba tragando una a una. En medio de aquella chusma, el caballero cristiano de esmoquin mir¨® con horror antiguo al psiquiatra.
-?Qu¨¦ debo hacer?
-Dejarse llevar. Es lo m¨¢s higi¨¦nico.
-?Y despu¨¦s?
-Nosotros nos vamos a azotar un poco para quitarnos la neura.
Azotes terap¨¦uticos
En Nueva York, hoy, la gente se azota mucho en plan terap¨¦utico. Uno sale de la oficina con el malet¨ªn, baja las escaleras de ciertos s¨®tanos y en guardarrop¨ªa no s¨®lo hay que dejar el abrigo, sino cualquier prenda de vestir hasta quedar pelado del todo. Por diezd¨®lares, la gobernanta del garito te ofrece un l¨¢tigo de cuero. El cliente pasa a un sal¨®n con luz de fresa'y dentro ya hay otros devotos en plena brega, hombres y inpjeres, todos desnudos, sacudi¨¦ndose. El ne¨®fito comienza a dar zurriagazos contra las siluetas carnales de la penumbra y recibe a la vez una raci¨®n de golpes iguales en su cuerpo. Despu¨¦s, el parroquiano se viste, recoge el malet¨ªn y sigue su camino. La cuadrilla del psiquiatra hab¨ªa decidido azotarse en privado hasta la medianoche. Es un m¨¦todo muy moderno y sale m¨¢s barato.
Al d¨ªa siguiente hab¨ªa en Nueva York una tarde hermosa de oto?o. Abuelitas de setenta a?os patinaban en la pista de hielo del Centro Rockefeller, con faldita corta de encaje, al comp¨¢s de un vals de Strauss. Por la ventanilla ahumada de la limusina, camino de la sala de subastas de Parke Bemet, se ve¨ªan negros escalfados con colas de pavo real desliz¨¢ndose en patines, con un transistor bajo el ala, entre inmensas cargas de basura, donde, al atardecer, comen los hombres-ratas que salen de las alcantarillas. Se o¨ªan diecisiete clases de sirenas policiacas, una de las cuales, la m¨¢s siniestra, ten¨ªa un canto similar al del b¨²ho y pertenec¨ªa a un furg¨®n gris sin raz¨®n social, encargado de recoger muertos en la acera. Una calle estaba acordonada y los agentes desviaban el tr¨¢fico, pero no suced¨ªa nada en especial. S¨®lo que un blanco se hab¨ªa cre¨ªdo dios y desde la ventana de un s¨¦ptimo piso disparaba con un rifle y hab¨ªa cazado a tres peatones.
Sobre los cocodrilos lechosos y ciegos, por encima de los hombres-ratas de las cloacas y los s¨®tanos de tortura masoquista, la sala de subastas se ve¨ªa llena de gente guapa movi¨¦ndose en un murmullo sofisticado. Por el caballete de caoba pasaban cuadros de Monet, de Matisse, de Picasso, dentro de una nube de pierfume con rel¨¢mpagos de joya. El lote 117 era un Sorolla de barcas. La daina espa?ola se abanicaba con el cat¨¢logo el cuello lleno de cardenales del d¨ªa anterior. De pronto, el caballero cristiano levant¨® la mano y aquella pintura cay¨® abatida en sus rodillas. Fuera, Nueva York ol¨ªa, como siempre, a ice cream putrefacto.
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