La conciencia d¨¦bil se lava con sangre
El esquema, f¨¢cilmente ontol¨®gico, de los buenos y los malos es el punto cero de la experiencia moral. Cero, tanto por ser el m¨¢s remoto punto de partida cuanto por ser en ¨¦l esa experiencia pr¨¢cticamente nula. Toda reflexi¨®n moral tiene, pues, que empezar precisamente lanzando el m¨¢s categ¨®rico entredicho contra la representaci¨®n enteramente m¨ªtica de los buenos y los malos como clave interpretativa de la conducta humana.A la disoluci¨®n de esta imagen se resistir¨¢, as¨ª pues, precisamente la conciencia cobarde, la conciencia que no osa enfrentarse con el inmenso peso de la verdadera responsabilidad moral: aquella que no le afecta como persona escatol¨®gicamente individuada por un ¨²ltimo destino singular, sino la que le afecta como encarnaci¨®n ubicua y permeable del entero cuerpo social. En este sentido, el duro justiciero, el sheriff de la horca, que tan dr¨¢sticamente acomete la defensa de las personas decentes y la implacable persecuci¨®n de los granujas, es un d¨¦bil moral, dicho de modo an¨¢logo a como se habla de d¨¦biles mentales para hacer referencia a quienes adolecen de una debilidad equivalente no en la conciencia, sino en el intelecto.
El d¨¦bil moral, el riguroso, el duro justiciero trata al presunto malo como a un perro, para poder decirse "Es un perro, un verdadero perro". No es algo, en modo alguno, psicol¨®gicamente incomprensible, ni tan siquiera infrecuente o poco conocido, el que un comportamiento se lance por delante de la concepci¨®n que implica, como un hacer que se anticipa al pensamiento, para forzarlo a adquirir una certeza que ¨¦l por s¨ª mismo no consigue alcanzar. Es una acci¨®n que, adelant¨¢ndose a dar por buena y por averiguada la apreciaci¨®n que presupone y la convicci¨®n que el sujeto desea ya previamente tener, en verdad las produce o fortalece. "Lo trato como un perro" se refleja retrospectivamente sobre la convicci¨®n y la dirige, como su propia premisa o su demostraci¨®n: "Luego no es m¨¢s que un perro". Creo recordar que una interpretaci¨®n muy semejante se ha dado alguna vez del mecanismo que mov¨ªa a los nazis a conseguir en las v¨ªctimas de los campos de concentraci¨®n aquella uniforme imagen de aut¨¦nticos espectros del infierno, tan curiosamente parecida a la de las muchedumbres arrastradas y enfrentadas al horror postrero en cierta pintura escatol¨®gica, predominantemente alemana del siglo XVI, como El triunfo de la muerte, de Brueghel el viejo.
Si tal actitud o acci¨®n habilitada y anticipada como instrumento id¨®neo para imponerse a s¨ª mismos una concepci¨®n prescrita y hacerse fuertes en la convicci¨®n deseada no excluye la posibilidad de llegar hasta la muerte misma (como es el caso de los Estados que la tienen, como ¨²ltima pena, en su c¨®digo penal), su efecto ser¨¢ tanto m¨¢s contundente e irrebatible. As¨ª, si el d¨¦bil moral, el duro justiciero, dispone adem¨¢s de leyes que no excluyan la pena capital y le permitan ir llevando al malo paso a paso hasta el pat¨ªbulo, para acabar mat¨¢ndolo all¨ª como se mata a un perro, dispondr¨¢ por a?adidura de la prueba absolutamente incontrovertible y conclusiva a efectos de dejar objetivamente confirmada y demostrada la que ya, por lo dem¨¢s, constitu¨ªa desde siempre la m¨¢s resistente convicci¨®n moral, solamente si hay horca puede demostrarse definitivamente c¨®mo, en efecto, el tipo aquel no era m¨¢s que carne de horca.
Como s¨®lo la pena de muerte tiene una capacidad incontrovertible en cuanto a producir tal certidumbre (certidumbre socialmente necesaria, al parecer, para la profilaxis moral y el equilibrio cotidiano de la conciencia p¨²blica y privada), all¨ª donde las leyes excluyan esa pena despojar¨¢n a la ciudadan¨ªa de las garant¨ªas constitucionales necesarias para asegurar el derecho de cada uno al equilibrio de conciencia y a la seguridad moral. Esta seguridad s¨®lo puede proporcionarla un instrumento que, como la pena de muerte, sea capaz de llegar a demostrar de modo taxativo y concluyente, quien, en efecto, no era -tal como ya, por lo dem¨¢s, se ven¨ªa sospechando desde siempre- m¨¢s que un perro.
La funci¨®n profil¨¢ctica y terap¨¦utica de garantizar la seguridad moral y el equilibrio de conciencia socialmente necesarios es, pues, la verdadera funci¨®n de la pena de muerte, la ¨²nica que ¨¦sta se demuestra realmente capaz de cumplir. Una funci¨®n, pues, estrictamente espiritual, o, seg¨²n se mire, ideol¨®gica; no siendo, por consiguiente, las discutibles y siempre discutidas funciones pragm¨¢ticas -de una eticacia esencialmente indemostrable- que suelen alegarse en su defensa o en su detrimento, como las de prevenci¨®n, disuasi¨®n, etc¨¦tera, m¨¢s que ingenuos intentos de racionalizaci¨®n o de enmascaramiento.
La funci¨®n estrictamente ideol¨®gica de la pena de muerte es dar sosiego a los d¨¦biles morales, disipar la turbaci¨®n de las conciencias pusil¨¢nimes, permiti¨¦ndoles sustraerse ante la mole de la entera responsabilidad social que realmente concierne pro indiviso a cada uno y deber¨ªa, por tanto, afectarle. Esta funci¨®n ideol¨®gica de la pena de muerte, que se alcanza ofreciendo un criterio de total seguridad para determinar que el malo es malo, el bueno es bueno, las personas decentes, personas decentes y la gentuza, gentura, obra su efecto a trav¨¦s de concepciones y representaciones profundamente acrisoladas. Comoquiera que la muerte de una persona es tradicionalmente concebida como el
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momento en que se cumple y finiquita el entero ejercicio admnistrativo en que su vida moral consiste o se hace consistir, en que se saca el saldo final que es considerado como la cifra y el signo de su ser moral completo y acabado, como su veredicto, su verdad ¨²nica y un¨ªvoca y, por tanto, ontol¨®gica, ¨²nicamente la pena, capital, al producir la muerte, permite echar la raya y sacar el total definitivo en el libro mayor de la persona, en que se manifiesta y demuestra finalmente su verdad ontol¨®gica: "Ya te lo dec¨ªa yo que t¨² terminar¨ªas en la horca". Bien entendido que la importancia del monto de la cifra es tan irrelevante frente a la del signo, que acaba desvaneci¨¦ndose del todo junto a ¨¦l. Es en el signo, en el crudo y desnudo m¨¢s o menos, que, precediendo a la cifra, hace de ella saldo acreedor o deudor, donde realmente media el infinito, el abismo escatol¨®gico que ni la propia eternidad conseguir¨¢ colmar.
Si solamente la muerte, al cerrar definitivamente el suma y sigue, produce la certeza de un destino ¨²nico y un ser un¨ªvoco, zanjando finalmente la zozobra del equ¨ªvoco y de la ambivalencia, ello se debe, a su vez, a que la interpretaci¨®n, traducci¨®n y reducci¨®n de la conducta humana individual a un desarrollo de contabilidad permite una plasmaci¨®n ontol¨®gica de la persona y su vida moral (por abstracta, inhumana, artificiosa, est¨²pida y perversa que resulte una tal ficci¨®n contable), esto es, concebirla como un ser enterizo y unitario, gracias a que s¨®lo las cuentas tienen, en efecto, un ¨²nico total.
El d¨¦bil moral, la conciencia cobarde, el duro justiciero, defender¨¢ a capa y espada el mito insostenible de los buenos y los malos, es decir, la distribuci¨®n individual y personal de la bondad y la. maldad, y pondr¨¢ a los individuos como or¨ªgenes absolutos y estancos, frente a la turbadora idea de un bien y un mal fluidos, ub¨ªcuos, permeantes, contagiosos, transpersonales y metapersonales, que recorren el cuerpo social entero como una unidad continua. El horror a una idea semejante le impone al d¨¦bil moral la necesidad ideol¨®gica de reducir a las personas a encarnaciones ontol¨®gicas, y, por consiguiente; un¨ªvocas, del bien y el mal; y por eso es ese horror lo que realmente propugna y sustenta en el alma del d¨¦bil moral, del duro justiciero la pena capital, pues solamente a la muerte le es dado producir, del modo en que se ha descrito, el dato ¨²nico e incontrovertible de lo definitivamente inamovible e id¨¦ntico a s¨ª mismo, de un ser fijado y hasta clavado para siempre, como un reo a su cruz, a su propia identidad, tal como el alma del d¨¦bil moral ansiosamente necesita para disolver la turbaci¨®n que le produce la idea de enfrentarse a una genuina responsabilidad moral, para aplacar el aprensivo sentimiento de indefensi¨®n e incertidumbre que le causa la imagen de lo ambiguo y lo mezclado, lo equ¨ªvoco y lo fluido.
Matado el perro se acab¨® la duda. No hay duda de que no era m¨¢s que un perro, pues como perro fue matado y como un perro muri¨®. "?No veis como era un perro? ?Veis como no era m¨¢s que un perro, un verdadero perro y nada m¨¢s que un perro ... ?", recalca insistentemente el sheriff justiciero, se?alando con la punta de la bota en un recoveco de la calle una especie de sombra de pelo ensangrentado y revuelto con arena, igual o por lo menos bastante parecida, desde luego, a lo que al oscurecer se entrev¨¦ alguna vez junto a la v¨ªa, cuando lo que hay resulta ser, encendiendo una cerilla, efectivamente un perro destrozado por el tren.
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