Felipe
Estuve dos veces la semana pasada con Felipe Gonz¨¢lez y Carmen, su esposa, en el hogar tranquilo que tienen dentro del palacio de la Moncloa. La casa es lo menos hogare?o que uno se pueda imaginar, y m¨¢s parece un escenario de teatro para una pieza de don Jacinto Benavente -a quien Dios tenga en su Santo Reino- que un lugar para vivir. Pero los Gonz¨¢lez lo han logrado hasta ahora -y espero que por mucho tiempo-, y no tanto por el decorado como por el modo de ser, naturales, dentro del aire enrarecido del poder. Aun, para m¨ª, que me considero, a mucha honra, como el ser humano m¨¢s refractario a la formalidad, aquellas dos visitas largas y sosegadas fueron una lecci¨®n inolvidable.Todav¨ªa no me acostumbro a la idea de que mis amigos lleguen a ser presidentes, ni he podido superar el prejuicio de que me impresionen las casas de gobierno. Estas ¨²ltimas tienen un olor propio, una especie de h¨¢lito sobrenatural que tal vez sus habitantes sean los ¨²ltimos en percibir, y que a m¨ª me causan una incertidumbre que apenas si logro dominar. Por eso, aunque Felipe Gonz¨¢lez y yo hemos entrado sin corbata a algunos lugares donde otros se sentir¨ªan inhibidos aun con el smoking, yo me sent¨ª obligado a pon¨¦rmela, no tanto por un homenaje a aquellos santos lugares como para que no pareciera que estaba usurpando el derecho de ser informal donde esto no fuera de buena educaci¨®n. Llegu¨¦ con Mercedes y nuestro hijo menor en un mediod¨ªa radiante y dulce de este raro invierno de Madrid, y Felipe hab¨ªa salido con alguno de sus asesores a dar una vuelta por el parque apacible dentro del cual se encuetra el palacio de la Moncloa. Cuando lo vi venir por entre los ¨¢rboles con un su¨¦ter azul de mangas largas, que le daba m¨¢s bien un aire de universitario que de presidente, me sent¨ª demasiado vestido para la ocasi¨®n. Menos mal que ¨¦l llevaba tambi¨¦n una corbata. La primera que le ve¨ªa alrededor del cuello desde aquella noche fugaz de hace ocho a?os en que nos conocimos en un populoso cuarto de hotel en Bogot¨¢.
Hab¨ªamos ido con Enrique Santos Calder¨®n y Antonio Caballero a hacerle una entrevista para la revista alternativa que era la queja descarriada de la Prensa nacional, pero Felipe no se asust¨® de nuestra mala reputaci¨®n pol¨ªtica, sino que de alguna manera distinta, pero muy inteligente, termin¨® de acuerdo con nosotros sin necesidad de decirlo; la verdad, sin embargo, fue que de alg¨²n modo tanto ¨¦l como nosotros comprend¨ªamos que aquella entrevista no era m¨¢s que un pretexto y quedamos de acuerdo en encontrarnos al d¨ªa siguiente para conversar sin testigos ni magnetofones. Lo hicimos por iniciativa del propio Felipe, en un ambiente al mismo tiempo acogedor e insospechable: entre los estantes de una librer¨ªa, donde los clientes, absortos, apenas si se apercib¨ªan de nuestra presencia. Me pareci¨® que aquella rrianera de estar casi invisible, pero sin necesidad de esconderse, era para Felipe un h¨¢bito cotidiano de la clandestinidad, en la cual hab¨ªa vivido tantos a?os en los malos tiempos de Espa?a. Sin embargo, donde en realidad nos hicimos amigos fue en otras ¨¦pocas diferentes, en las distintas casas que ten¨ªa el general Omar Torrijos en Panam¨¢. Uno llegaba casi sin anuncio previo a la antigua base militar de Farall¨®n, donde reventaban sin tregua las olas ind¨®mitas del Pac¨ªfico, o llegaba al para¨ªso cautivo de la isla de Contadora, y se encontraba siempre con alguien que ten¨ªa algo que decir sobre el destino de la Am¨¦rica Latina, y en especial sobre la Am¨¦rica Central, sobre todo tres personas que hab¨ªan de ser claves en la batalla sorda y dificil por la recuperaci¨®n del Canal de Panam¨¢: Carlos Andr¨¦s P¨¦rez, Alfonso L¨®pez M¨ªchelsen y el propio Omar Torrijos. Entre ellos, el joven Felipe Gonz¨¢lez, que andaba por los treinta y pocos a?os cuando ya los. otros tres eran presidentes, parec¨ªa s¨®lo un disc¨ªpulo privilegiado que se mov¨ªa en la c¨¢tedra con tanta versaci¨®n y tanto inter¨¦s como sus maestros. Su carrera hacia la victoria ha sido tan fulminante que todo esto parece ocurrido hace muchos a?os, con una distancia hist¨®rica que ya ofrece hasta una cierta perspectiva para el an¨¢lisis. Tal vez ¨¦sa fue la raz¨®n por la cual, cuando vi a Felipe Gonz¨¢lez con su su¨¦ter azul paseando por el parque de la Moncloa, me cost¨® trabajo acostumbrarme a la idea de que nuestro amigo de vacaciones en Farall¨®n y Contadora se hab¨ªa convertido en presidente del Gobierno en su pa¨ªs con apenas cuarenta a?os mal contados. En realidad, para m¨ª segu¨ªa siendo uno m¨¢s de los muchos sobrevivientes de aquel avi¨®n del general Torrijos en que todos and¨¢bamos por todos lados a toda hora. Por entre soles y tempestades, sin pensar tal vez que era un avi¨®n se?alado por la muerte.
Como ocurri¨® en nuestra primera tarde en Bogot¨¢, como ocurri¨® tantas veces en Panam¨¢, en M¨¦xico y aun en las islas San Blas, a donde hicimos alguna vez un viaje de regreso por el tiempo, Felipe Gonz¨¢lez y yo ocupamos las casi diez horas de las dos visitas hablando de Am¨¦rica Latina. En m¨ª no es raro, pues es una, y tal vez la m¨¢s dominante, de mis tres obsesiones. Lo raro es que no lo sea tampoco en un hombre como Felipe Gonz¨¢lez, que tiene tanto que hacer y tanto que pensar para gobernar como es debido un pa¨ªs tan dif¨ªcil. "Es el m¨¢s grande especialista que conozco en el tema de Am¨¦rica Central", les dije a los periodistas espa?oles, que todo lo quer¨ªan saber. No era una exageraci¨®n. En realidad, no conozco a nadie que no sea latinoamericano y que se interese tanto por nuestra suerte, consciente tal vez de que, de alg¨²n modo, la suerte de Espa?a y la nuestra podr¨ªan ser complementarias. En la primera visita de una tarde de domingo completa me llam¨® la atenci¨®n lilgo que es ins¨®lito en un presidente: durante cinco horas nadie lo hizo pasar al tel¨¦fono, ni se vio al eterno ayudante de siempre que le hiciera un papelito con un recado urgente. Todo el tiempo era para los amigos con quienes estaba, que es, para mi modo de ver las cosas, la mejor prueba del respeto a la amistad. En la segunda visita ocurri¨® algo todav¨ªa m¨¢s significativo. Los Gonz¨¢lez nos invitaron a ver una pel¨ªcula en una sala improvisada de la Moncloa y cada siete minutos hab¨ªa una interrupci¨®n para cambiar el rollo en el proyector. Felipe y yo aprovechamos aquellos tres minutos de intermedio para seguir nuestro di¨¢logo sobre Am¨¦rica Latina. La muy grave situaci¨®n en Am¨¦rica Central, por supuesto, era un tema espec¨ªfico. Cuando salimos de all¨ª a la una de la madrugada y con la certidumbre de que hab¨ªamos perdido el ¨²ltimo avi¨®n de las Am¨¦ricas, yo iba impulsado por la idea real de que no s¨®lo hab¨ªa aprendido mucho sobre qui¨¦nes somos y para d¨®nde vamos los latinoamericanos y los espa?oles, sino tambi¨¦n por la convicci¨®n de que nuestros caminos siguen estando cruzados, que muchos de sus trechos hay que hacerlos juntos, y que Felipe puede ser un hombre decisivo, no s¨®lo para Espa?a, sino tambi¨¦n para nuestro destino com¨²n. No pude pensar en otra cosa en las diez horas siguientes, mientras volaba a trav¨¦s de los cielos solitarios y estrellados de Crist¨®bal Col¨®n, y tratando de escribir por primera vez a 10. 000 pies de altura esta nota de mis tormentos semanales.
@ 1983.
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