Aniceto
(50 a?os en el colegio del Pilar de Madrid)
Hay personas que no necesitan apellido. Casi resultar¨ªa ofensivo colocar detr¨¢s de su nombre alguna identificaci¨®n m¨¢s. Son gente que ha logrado unificar en torno suyo la admiraci¨®n, el respet¨® y el cari?o. Algo realmente dif¨ªcil en un mundo que se rige por un despiadado sistema de competencias.Los hay, no muchos, pero ciertamente los hay, que lograron esta identificaci¨®n a trav¨¦s del nombre, a escala universal.
Antonio puede ser un magn¨ªfico ejemplo. En cualquier pa¨ªs del mundo basta su nombre para que sea reconocido y querido.
Para unos cuantos miles de madrile?os bastar¨¢ el nombre de Aniceto para recordarle. Aniceto fue el conserje del colegio del Pilar desde 1930 a 1965, fecha en que jubilado sigui¨® viviendo all¨ª. Los que en esos a?os, de una u otra forma, pasamos por el colegio, recordamos su figura menuda, como de enanito de Blancanieves mal afeitado, su eterno uniforme gris, con alguna que otra l¨¢mpara, y sus zapatillas arrastr¨¢ndose por los pasillos. Porque Aniceto siempre nos pareci¨® muy mayor. Y ciertamente ten¨ªa sus a?os, aunque no tantos como le calcul¨¢bamos, con esa costumbre de los ni?os de echar m¨¢s a?os de los debidos a las personas mayores. Cuando dej¨® de existir el 4 de enero de 1983, Aniceto ten¨ªa noventa a?os, y de ellos cincuenta los hab¨ªa pasado en el colegio.
El nos ense?¨® a atarnos los zapatos con una infinita paciencia, porque a los seis a?os la lazada no era f¨¢cil de hacer. A ¨¦l acud¨ªamos para las cosas m¨¢s inveros¨ªmiles; para cambiar cromos, para comprar loter¨ªa, para pedir tiza... Nos ¨ªbamos haciendo mayores y ¨¦l segu¨ªa siendo el m¨¢s ni?o de todos. Era bueno e ingenuo, y a veces sonre¨ªa queriendo mostrar una picard¨ªa que no ten¨ªa en absoluto. Sentado en el hall, le vimos durante a?os formando parte del decorado vital y casi de las mismas piedras del edificio. Al terminar el colegio a veces volv¨ªamos, no para ver al director o a los profesores, sino para charlar con Aniceto. Y est¨¢bamos seguros de que a todos nos conoc¨ªa por nuestro nombre, sab¨ªa qui¨¦nes ¨¦ramos y nos recordaba los cromos de nuestro tiempo y las peque?as aventuras pasadas.
En un tiempo en el que hablamos de educaci¨®n con mucha seriedad, y a veces con tintes pol¨¦micos, un peque?o recuerdo a Aniceto puede resultar una bocanada de aire fresco. Porque Aniceto educaba.
Con su bondad y su sencillez nos ense?¨® no la teor¨ªa, sino la pr¨¢ctica de esas (los virtudes. Nos demostr¨®, sin pretenderlo, que se puede ser as¨ª, y que, al mismo tiempo, es posible ser feliz. Con su trabajo, aparentemente poco eficaz, logr¨® lo que tal vez otros m¨¢s sabios nunca consiguieron: crearnos ilusiones y ser nuestro amigo Nunca enga?¨® a nadie ni habl¨® mal de nadie. Siempre ayudaba en lo que pod¨ªa. Sus habilidades eran de todos y para todos.
Ahora Aniceto descansa para siempre. Y se habr¨¢ vuelto a colocar las zapatillas y el uniforme y habr¨¢ recogido sus maravillosos ¨¢lbumes de Haza?as B¨¦licas, Kim de la India, Las Minas del Rey Salomon, La Guerra de Korea... y se habr¨¢ sentado a ver pasar ni?os, a atar los zapatos de los que no saben hacerlo y a sonre¨ªr desde su t¨ªmida ingenuidad. Y alguien que hace veinte siglos nos recomend¨® hacernos como ni?os y acoger a los ni?os le habr¨¢ dado el abrazo que todos los que le conoc¨ªamos le dimos tantas veces.
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