Regreso a M¨¦xico
Alguna vez dije en una entrevista: "De la ciudad de M¨¦xico, donde hay tantos amigos que quiero, no me va quedando m¨¢s que el recuerdo de una tarde incre¨ªble en que estaba lloviendo con sol por entre los ¨¢rboles del bosque de Chapultepec, y me qued¨¦ tan fascinado con aquel prodigio que se me trastorn¨® la orientaci¨®n y me puse a dar vueltas en la lluvia, sin encontrar por d¨®nde salir".Diez a?os despu¨¦s de esa declaraci¨®n he vuelto a buscar aquel bosque encantado y lo encontr¨¦ podrido por la contaminaci¨®n del aire y con la apariencia de que nunca m¨¢s ha vuelto a llover entre sus ¨¢rboles marchitos. Esta experiencia me revel¨® de pronto cu¨¢nta vida m¨ªa y de los m¨ªos se ha quedado en esta ciudad luciferina, que hoy es una de las m¨¢s extensas y pobladas del mundo, y cu¨¢nto hemos cambiado juntos, la ciudad y nosotros, desde que llegamos sin nombre y sin un clavo en el bolsillo, el 2 de julio de 1961, ala polvorienta estaci¨®n del ferrocarril central.
La fecha no se me olvidar¨¢ nunca, aunque no estuviera en un sello de un pasaporte inservible, porque al d¨ªa siguiente muy temprano un amigo me despert¨® por el tel¨¦fono y me dijo que Hemingway hab¨ªa muerto. En efecto, se hab¨ªa desbaratado la cabeza con un tiro de fusil en el paladar, y esa barbaridad se qued¨® para siempre en mi memoria como el principio de una nueva ¨¦poca. Mercedes y yo, que ten¨ªamos dos a?os de casados, y Rodrigo, que todav¨ªa no ten¨ªa uno de nacido, hab¨ªamos vivido los meses anteriores en un cuarto de hotel en Manhattan. Yo trabajaba como corresponsal en la agencia cubana de noticias de Nueva York, y no hab¨ªa conocido hasta entonces un lugar m¨¢s id¨®neo para morir asesinado. Era una oficina s¨®rdida y solitaria en un viejo edificio de Rockefeller Center, con un cuarto de teletipos y una sala de redacci¨®n con una ventana ¨²nica que daba a un patio abismal, siempre triste y oloroso a holl¨ªn helado, de cuyo fondo sub¨ªa a toda hora el estruendo de las ratas disput¨¢ndose las sobras en los tarros de basura. Cuando aquel lugar se hizo insoportable, metimos a Rodrigo en una canasta y nos subimos en el primer autob¨²s que sali¨® para el Sur. Todo nuestro capital en el mundo eran trescientos d¨®lares, y otros cien que Plinio Apuleyo Mendoza nos mand¨® desde Bogot¨¢ al consulado colombiano en Nueva Orleans. No dejaba de ser una bella locura: trat¨¢bamos de llegar a Colombia a trav¨¦s de los algodonales y los pueblos de negros de Estados Unidos, llevando como ¨²nica gu¨ªa mi memoria reciente de las novelas de William Faulkner.
Como experiencia literaria, todo aquello era fascinante, pero en la vida real -aun siendo tan j¨®venes- era un disparate. Fueron catorce d¨ªas de autob¨²s por carreteras marginales, ardientes y tristes, comiendo en fondas de mala muerte y durmiendo en hoteles de peores compa?¨ªas. En los grandes almacenes de las ciudades del Sur conocimos por primera vez la ignominia de la discriminaci¨®n: hab¨ªa dos m¨¢quinas p¨²blicas para beber agua, una para blancos y otra para negros, con el letrero marcado en cada una. En Alabama pasamos una noche entera buscando un cuarto de hotel, y en todos nos dijeron que no hab¨ªa lugar, hasta que alg¨²n portero nocturno descubri¨® por casualidad que no ¨¦ramos mexicanos. Sin embargo, como siempre, lo que m¨¢s nos fatigaba no eran las jornadas interminables bajo el calor ardiente de junio ni las malas noches en los hoteles de paso, sino la mala comida. Cansados de hamburguesas de cart¨®n molido y de leche malteada, terminamos por compartir con el ni?o las compotas en conservas. Al t¨¦rmino de aquella traves¨ªa heroica hab¨ªamos logrado confrontar una vez m¨¢s la realidad y la ficci¨®n. Los partenones inmaculados en medio de los campos de algod¨®n, los granjeros haciendo la siesta sentados bajo el alero fresco de las ventas de caminos, las barracas de los negros sobreviviendo en la miseria, los herederos blancos del t¨ªo Gavin Stevens, que pasaban para la misa dominical con sus mujeres l¨¢nguidas vestidas de muselina: la vida terrible del condado de Yocknapatapha hab¨ªa desfilado ante nuestros ojos desde la ventanilla de un autob¨²s, y era tan cierta y humana como en las novelas del viejo maestro.
Sin embargo, toda la emoci¨®n de aquella vivencia se fue al carajo cuando llegamos a la frontera de M¨¦xico, al sucio y polvoriento Laredo que ya nos era familiar por tantas pel¨ªculas de contrabandistas. Lo primero que hicimos fue entrar en una fonda para comer caliente. Nos sirvieron para empezar, a manera de sopa, un arroz amarillo y tierno, preparado de un modo distinto que en el Caribe. "Bendito sea Dios", exclam¨® Mercedes al probarlo. "Me quedar¨ªa aqu¨ª para siempre aunque s¨®lo fuera para seguir comiendo este arroz". Nunca se hubiera podido imaginar hasta qu¨¦ punto su deseo de quedarse ser¨ªa cumplido. Y no por aquel plato de arroz frito, sin embargo, porque el destino hab¨ªa de jugarnos una broma muy divertida: el arroz que comemos en casa lo hacemos traer de Colombia, casi de contrabando, en las maletas de los amigos que vienen, porque hemos aprendido a sobrevivir sin las comidas de nuestra infancia, menos sin ese arroz patri¨®tico cuyos granos nevados se pueden contar uno por uno en el plato.
Llegamos a la ciudad de M¨¦xico en un atardecer malva, con los ¨²ltimos veinte d¨®lares y sin nada en el porvenir. S¨®lo ten¨ªamos aqu¨ª cuatro amigos. Uno era el poeta Alvaro Mutis, que ya hab¨ªa pasado las verdes en M¨¦xico, pero que todav¨ªa no hab¨ªa encontrado las maduras. El otro era Luis Vicens, un catal¨¢n de los grandes que se hab¨ªa venido poco antes de Colombia, fascinado por la vida cultural de M¨¦xico. El otro era el escultor Rodrigo Arenas Betancur, que estaba sembrando cabezas monumentales a todo lo ancho de este pa¨ªs interminable. El cuarto era el escritor Juan Garc¨ªa Ponce, a quien hab¨ªa conocido en Colombia como jurado de un concurso de pintura, pero apenas si nos record¨¢bamos el uno del otro, por el estado de densidad et¨ªlica en que ambos nos encontr¨¢bamos la noche en que nos vimos por la primera vez. Fue ¨¦l quien me llam¨® por tel¨¦fono tan pronto como supo de mi llegada, y me grit¨® con su verba florida: "El cabr¨®n de Hemingway se parti¨® la madre de un escopetazo". Ese fue el momento exacto -y no las seis de la tarde del d¨ªa anterior- en que llegu¨¦ de veras a la ciudad de M¨¦xico, sin saber muy bien por qu¨¦, ni c¨®mo, ni hasta cu¨¢ndo. De eso hace ahora veinti¨²n a?os y todav¨ªa no lo s¨¦, pero aqu¨ª estamos. Como lo dije en una memorable ocasi¨®n reciente, aqu¨ª he escrito mis libros, aqu¨ª he criado a mis hijos, aqu¨ª he sembrado mis ¨¢rboles.
He revivido este pasado -enrarecido por la nostalgia, es cierto- ahora que he vuelto a M¨¦xico como tantas y tantas veces, y por primera vez me he encontrado en una ciudad distinta. En el bosque de Chapultepec no quedan ni siquiera los enamorados de anta?o, y nadie parece creer en el sol radiante de enero, porque en verdad es raro en estos tiempos. Nunca, desde nunca, hab¨ªa encontrado tanta incertidumbre en el coraz¨®n de los amigos. ?Ser¨¢ posible?
? 1983. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. ACI.
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