Nuestro prohombre en La Habana
No suelo oponer cartas a art¨ªculos publicados ya, porque he vivido la mitad de mi vida adulta en peri¨®dicos y s¨¦ que las cartas de respuesta siempre se escriben al dorso y llegan demasiado tarde o van a dar al cesto. 0 son como ecos o secuelas y resultan in¨²tiles o contraproducentes. Pero al art¨ªculo del escritor colombiano Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez publicado en EL PAIS el 19 de enero no quiero, no puedo, como cubano, echarlo donde se merece y olvidarlo. Esta no es mi carta, pero es mi respuesta.Fue Mart¨ª, el Marx m¨¢s a mano en Cuba ahora, quien dijo que contemplar un crimen en silencio es cometerlo. Esta vez, al rev¨¦s de otras veces, no me voy a callar ante esta ¨²ltima manifestaci¨®n del delirio totalitario, inducido sabe Freud por qu¨¦ aberraci¨®n del ser contempor¨¢neo. S¨¦ que hay lectores (y escritores) americanos (y espa?oles) que leen al Garc¨ªa M¨¢rquez semanal para re¨ªrse a carcajadas, y consideran sus declaraciones con desd¨¦n superior ante los desplantes de un pat¨¢n o los alardes de un meteco: el nuevo rico que se codea con la alta sociedad. Algunos, con benevolencia, lo toman como formas extremas de la ficci¨®n autobiogr¨¢fica.
As¨ª, estos lectores l¨²dicos pueden desechar su exaltaci¨®n compulsiva de la infamia cada mi¨¦rcoles, mientras esperan golosos su relato de otras cenas ¨ªntimas con jefes de Estado de ambos mundos (y aun del tercero), que oyen atentos sus consejos sabios susurrados al o¨ªdo a medianoche, o la cr¨®nica anunciada de nuevos viajes en avi¨®n por Am¨¦rica, tan decisivos para la humanidad o para la historia (o para ambas) como Col¨®n y su tr¨ªo de carabelas, o el despliegue de sus coros y danzas de Colombia, que remedan con ritmo rastacuero las testas coronadas de Europa. ?Es esto el colmo del rid¨ªculo? Para los lectores avisados, el art¨ªculo de cada semana de Garc¨ªa M¨¢rquez es como esa nueva novela de Cor¨ªn Tellado para las ¨¢vidas lectoras de Vanidades: la segura promesa de un frisson nouveau. Pero no para m¨ª. Yo tomo a los dos novelistas muy en serio. Este escrito es la prueba. Aunque habr¨¢ algunos que ante esta opini¨®n m¨ªa fabriquen excusas como esclusas. Hombre, apenas vale la pena, no es para tanto, nadie le hace caso. Pero s¨ª. Creo, con Goldoni, que con el siervo se puede golpear al amo.
En su art¨ªculo titulado Las veinte horas de Graham Greene en La Habana, Garc¨ªa M¨¢rquez cuenta con regocijo c¨®mo el general Torrijos entr¨® de contrabando oficial (lo que no es raro, viniendo de Sudam¨¦rica) en Estados Unidos a Graham Greene y al mismo M¨¢rquez. El contento, tambi¨¦n general, aumenta al recordar el autor de El oto?o del patriarca c¨®mo Torrijos quer¨ªa incluso disfrazar a Greene (o a los dos) de coronel. Lo que no es raro, viniendo de un general latinoamericano. Sin siquiera ser general, Fidel Castro ha disfrazado a muchos escritores, si no de militares, por lo menos de militantes. S¨®lo la rigidez (o flema) inglesa de Greene impidi¨® que se completara esta mascarada, m¨¢s propia de Groucho que de Karl Marx, que le hizo tanta gracia a Garc¨ªa M¨¢rquez que todav¨ªa le hace. No es raro que Graham Greene se negar¨¢ a jugar tan indecoroso papel. Greene era el ¨²nico ingl¨¦s del grupo, y en el Reino Unido saben que la diferencia entre decoro y decorado no es una condecoraci¨®n.
Esta parte del art¨ªculo de Garc¨ªa M¨¢rquez es, por supuesto, mera comedia muda, lo que en los cortos del gordo y el flaco se llamaba la hora de la beldad (o todos con la tarta de crema en la jeta) y en Espa?a se conoc¨ªa, creo, con un apropiado nombre ruso: astrak¨¢n. Ahora se trata de animar al lector de entrada con una bufonada peligrosa a lo Tancredo. El drama viene despu¨¦s, cuando Garc¨ªa M¨¢rquez coge al otro por los cuernos y se queja de que a ¨¦l, como a Graham. Greene, no le dejan entrar en Estados Unidos esos villanos vitalicios que son los americanos. S¨®lo pudo entrar una vez, para su pesar; en esa ocasi¨®n, de chanza y de chacota, bajo el camuflaje protector de miembro de la ap¨®crifa comitiva presidencial del general Torrijos. Pero es un chiste chibcha para el lector adicto a la cumbia colombiana.
No es verdad que Garc¨ªa M¨¢rquez pudiera entrar a Estados Unidos s¨®lo al vestir el disfraz paname?o, civil o militar. El escritor de La hojarasca, que ahora tiene generales de qui¨¦n escribir, abandon¨® Nueva York en abril de 1961 con m¨¢s prisa que dej¨® Bogot¨¢ la ¨²ltima vez, y, de paso, desert¨® de las oficinas de la agencia Prensa Latina, que dirig¨ªa. Lo hizo al rev¨¦s que su admirado Hemingway: sin gracia y sin presi¨®n, nada m¨¢s conocer que hab¨ªa ocurrido el desembarco contrarrevolucionario en Bah¨ªa de Cochinos, en Cuba, al que dio por triunfador en seguida. ?Es necesario recordar que La Habana est¨¢ a miles de kil¨®metros de Nueva York? Su coraz¨®n tendr¨ªa sus razones, pero los que conocemos su biograf¨ªa verdadera sabemos que esta noticia (revelaci¨®n para muchos) es facta non verba. Garc¨ªa M¨¢rquez volvi¨® a Estados Unidos (de hecho, a la misma Nueva York que hab¨ªa dejado detr¨¢s como una mala hora) exactamente diez a?os despu¨¦s, en 1971, a recibir el grado de doctor honoris causa de la muy americana (y capitalista) Universidad de Columbia. Para los que aman las analog¨ªas, puedo decir que este homenaje es como si la Universidad de Kiev le hubiera conferido igual honor a Jorge Luis Borges. La analog¨ªa es pol¨ªtica, por supuesto; no literaria. All¨ª, en el hotel Plaza, de Nueva York (nuestro modesto autor, siempre hospedado, como quieren Fidel Castro y Mart¨ª, "con los pobres de la tierra"), lo entrevist¨® la periodista argentina Rita Guibert para su libro Siete voces, para publicar en Estados Unidos. Fue en esa entrevista que Garc¨ªa M¨¢rquez hizo su declaraci¨®n m¨¢s verdadera: "No leo pr¨¢cticamente nada. Ya no me interesa. Leo reportajes y memorias, la vida de hombres que han tenido poder; memorias y confidencias de secretarios, aunque sean falsas". A la ceremonia p¨²blica en la universidad neoyorquina, el autor de Cr¨®nica de una muerte anunciada no lleg¨® vistiendo una guerrera color caqui o verde oliva ni un liqui-liqui blanco, sino de toga y birrete.
Es verdad, a pesar suyo, que muchos escritores extranjeros no pueden entrar legalmente en Estados Unidos, como otros cientos de miles y aun millones de presuntos visitantes extranjeros a Estados Unidos que no son precisamente escritores colombianos. O mejor, el escritor colombiano. Son matem¨¢ticos mahometanos, bailarinas balinesas, esp¨ªas rusos, profesores paraguayos, jazzistas jamaicanos, actores australianos, esp¨ªas rusos, ingenieros ingleses, modelos, modelitos, modelones, esp¨ªas rusos, pilotos y publicitarios, y poetas y, por supuesto, obreros de todos los pa¨ªses, unidos o por separado. (De lo contrario, los braceros mexicanos ilegales no ser¨ªan conocidos como espaldas mojadas.) Pero entre los escritores que no pueden entrar en Estados Unidos si no es con una visa waiver hay m¨¢s de un exiliado cubano (una visa waiver es un visado especial que necesita, invariablemente y por cada solicitud, el visto bueno directo del Departamento de Estado, y no por medio de un consulado). A veces, el visto bueno es mal visto, pero entre los agraciados con la waiver est¨¢n Carlos Fuentes, que vive hace a?os en Princeton (Estados Unidos); Carlos Franqui, que est¨¢ ahora de visita en Nueva York, y, ?por qu¨¦ no decirlo?, yo mismo. He dado dos cursos de seis meses en universidades americanas, dictado numerosas charlas dondequiera en Estados Unidos y visitado el pa¨ªs varias veces desde 1970, pero siempre, como si fuera un agente enemigo (cosa que es obvio que no soy), con una visa waiver, sin necesidad de disfrazarme de nada. Al mismo tiempo, hay muchos escritores que act¨²an como verdaderos agentes antiamericanos y que vienen a Am¨¦rica del Sur y hasta a Espa?a. Y viven en Estados Unidos y se ganan muy bien la vida all¨ª, sin ser jam¨¢s molestados lo m¨¢s m¨ªnimo. ?Contradicciones del capitalismo? Es posible. Pero no me quejo ni califico de justa justicia o cruel injusticia esta acci¨®n americana.
Cada pa¨ªs, como cada casa, recibe a sus visitantes como quiere: en la puerta o en la sala, o los acoge como hu¨¦spedes eternos, invitados o no. La polic¨ªa de Franco, por ejemplo, no me dej¨® vivir en Madrid, mientras que Garc¨ªa M¨¢rquez vivi¨® a?os en Barcelona, casi hasta que muri¨® el Caudillo, estudiando, seg¨²n declar¨® luego, la agon¨ªa de un patriarca: s¨ª, se?or, c¨®mo no, Franco mismo.
Pero la Rusia sovi¨¦tica va m¨¢s lejos que nadie, y no s¨®lo no deja entrar a los visitantes extranjeros que no desea, sino que deporta a la fuerza a los nacionales que molesten mucho. Lo mismo hacen Polonia, Bulgaria, Checoslovaquia, etc¨¦tera. Tampoco me parece bien ni mal. Es m¨¢s, ni me preocupa y ni siquiera me interesa. No quiero que esos pa¨ªses, donde la democracia necesita siempre un modificador (po
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pular, proletaria) me acojan ni me cojan. Es m¨¢s, no me coger¨ªa nadie ni muerto del otro lado de la frontera yugoslava, comparativamente hablando, pero siempre detr¨¢s de la cortina de hierro. La visi¨®n de una g¨®ndola que se extrav¨ªe, salga del Gran Canal y de la laguna al golfo y se pierda en el Adri¨¢tico, y vaya yo, pasajero en ella, a parar a un pa¨ªs sat¨¦lite (de quien se sabe), es una posible pesadilla que me quita las ganas de ver Venecia mientras haya luz. Todo pa¨ªs totalitario me repele: no por su paisaje ni por su pueblo, sino por su pol¨ªtica. Pero nunca se me ha ocurrido jurar en vano (y en rid¨ªculo risible) que mientras est¨¦ el general Jaruzelski en el poder no volver¨¦ a escribir. Esa es una decisi¨®n para polacos.
Lo que s¨ª me parece lamentable y me concierne es que cientos de miles de cubanos no puedan regresar a su pa¨ªs, como har¨¢ el exiliado autor de Cien a?os de soledad, ni el pr¨®ximo mes ni nunca mientras viva Castro. Saben que no ser¨¢n recibidos en exclusivas limusinas negras ni acogidos en palacetes reservados "para jefes de Estado de pa¨ªses amigos". Ser¨¢n, si son escritores extraviados, pateados dentro de una de las muchas c¨¢rceles castristas, atiborradas no con escritores comunistas ni de invitantes compa?eros de viaje, que beben "buen vino tinto espa?ol", pero, internacionalistas que son, capaces todav¨ªa de "consumir seis botellas de whisky" (?en medio d¨ªa!) sino de seres humanos, escritores o no, que apenas tienen qu¨¦ comer ni qu¨¦ vestir. Ser¨¢n de esos mismos vecinos habaneros que usan una sola aguja de coser entre muchos, como revel¨® Garc¨ªa M¨¢rquez hace un tiempo en este espacio con un candor que se confunde con el cinismo. All¨ª llam¨® a este pat¨¦tico pr¨¦stamo "cultura de la pobreza". El concepto es del soci¨®logo izquierdista americano Oscar Lewis, que hizo encuestas en Cuba como en M¨¦xico. Luego, Lewis fue "invitado a abandonar el pa¨ªs" por el Ministerio del Interior y acusado p¨²blicamente por Ra¨²l Castro de agente del imperialismo. Garc¨ªa M¨¢rquez se lo apropia ahora para mostrar, escamoteando, como un mago de sal¨®n, lo que ha logrado fomentar Castro en Cuba: la pobreza creadora. ?Filosof¨ªa de la miseria o miseria del marxismo?
Los escritores en exilio verdadero, no en fugas tan calculadas como las de Bach, ni tan sonoras, se llaman Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Carlos Franqui, Juan Arcocha, Carlos Alberto Montaner, Antonio Ben¨ªtez Rojo, Lydia Cabrera, Labrador Ruiz, Carlos Ripoll, Jos¨¦ Triana, C¨¦sar Leante, Eduardo Manet, Severo Sarduy... -pero, ?para qu¨¦ seguir haciendo listas? Ya se sabe que Cuba sola ha producido m¨¢s exiliados en el ¨²ltimo cuarto de siglo que todos los dem¨¢s pa¨ªses americanos juntos-, y, siendo escritores, sin la posibilidad de regresar jam¨¢s a su pa¨ªs, como lo har¨¢ Garc¨ªa M¨¢rquez cuando quiera. ?Es marzo un mes propicio al viaje?
Algunos lectores espa?oles, capaces tal vez de recordar una dictadura totalitaria y poetas fusilados o muertos en la c¨¢rcel y escritores presos y censura total y toda una valiosa generaci¨®n condenada al exilio y aniquilada por el tiempo y el olvido, leer¨ªan el art¨ªculo de Garc¨ªa M¨¢rquez con repugnancia genuina ante el arribismo pol¨ªtico m¨¢s grosero y su sicofancia ante los poderosos, todo lleno, sin embargo, de un irresistible color local, tan atrayente y ex¨®tico como el colorido del peje piloto, ese pez del Caribe que nada gr¨¢cil entre tiburones, a los que sirve de gu¨ªa y de se?uelo enga?oso. Este despliegue del escritor entre filisteos y fideleos embaraza a sus amigos y regocija a sus rivales, que envidian sus premios y su p¨²blico. Pero si no se tratara de Cuba, yo lo ver¨ªa como un fen¨®meno demasiado frecuente que se cree ¨²nico. Lo leer¨ªa entonces con la recurrente diversi¨®n que veo c¨®mo se repite en las historias del circo el eterno tri¨¢ngulo del payaso que siempre se enamora de la caballista, cuando la caballista est¨¢ loca por el hombre fuerte, a veces barbudo.
Mientras tanto, desde las gradas, el p¨²blico, ignorante del drama de amor en la trastienda, aplaude a los perros amaestrados y a los monos sabios haciendo cabriolas en la pista o el falso salto mortal del trapecista con red.
Para los curiosos de la vida entre prohombres en Cuba, ese circo sin pan, reservo unas preguntas finales -o iniciales-. Es un mensaje a Garc¨ªa M¨¢rquez, si las quiere responder desde su humilde: mansi¨®n de M¨¦xico. Aqu¨ª van: ?por qu¨¦ se interes¨® tanto Fidel Castro, ya tarde en la noche y (despu¨¦s de un d¨ªa agotador para, este otro patriarca que trata de alejar su oto?o con gimnasia -?sueca, tal vez?- al o¨ªr esta sabida, sobada historieta de Graharri Greene, que cuenta c¨®mo jugaba a la ruleta rusa a los diecinueve a?os, edad en que la mayor¨ªa de los adolescentes ingleses, de alta o baja estofa, suelen jugar juegos m¨¢s vitales? ?Conmovi¨® al m¨¢ximo l¨ªder tal vez el suicidio que nunca ocurri¨®, con tantos muertos que deben su suicidio verdadero a Castro? ?O fue el discreto encanto y el pudor del acto fallido? ?O se debi¨® a que la ruleta a que jugaba el autor de Pistola en venta era casualmente rusa?
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