Una cuesti¨®n de sexo
A las dos de la madrugada la alcoba de esta pareja tan moderna a¨²n ten¨ªa la luz encendida. La mujer le¨ªa el Diario de Virginia Wolf, ¨¦l estaba devorando lo ¨²ltimo de Umberto Eco y sobre la cabecera de la cama hab¨ªa colgado un cuadro de Urculo, en rosas y azules, donde se ve¨ªan unas piernas-femeninas abiertas entre almohadas y mariposas. Despu¨¦s de veinte a?os de matrimonio este par de seres ya s¨®lo se comunica mediante un c¨®digo de peque?os gru?idos, aunque sus cuerpos se friegan todav¨ªa con el d¨¦bito conyugal una vez a la semana. Hace el amor con partitura contemplando una revista pornogr¨¢fica, usa ung¨¹entos er¨®ticos de Malasia, se enchufa vibradores de pilas, pero de un tiempo a esta parte en ese dormitorio el misterio de la carne ha sido sustituido definitivamente por la cultura. Se trata de una pareja casi perfecta. Ella da clases de Filosof¨ªa en un instituto y a ¨¦l lo acaban de nombrar secretario general t¨¦cnico de un Ministerio. Es uno de esos tipos que recibe siempre palmadas cari?osas o abrazos fren¨¦ticos en los altos despachos, y va embalado hacia la cumbre.A las dos de la madrugada la mujer cerr¨® el libro y apag¨® la l¨¢mpara de su mesilla. El secretario general t¨¦cnico sigui¨® leyendo con el trasero de su se?ora pegado a la cadera en aquel silencio sincopado por suaves ronquidos hasta que los lentes le cayeron en la punta de la nariz y el hombre se qued¨® sobado. Entonces son¨® el tel¨¦fono. Desde la Direcci¨®n General de Seguridad le llamaba un funcionario de la polic¨ªa para decirle que su hijo hab¨ªa sido detenido.
-No se trata de drogas.
?Ha matado a alguien?
-Tampoco es eso.
-?Qu¨¦ ha pasado?
-Se trata de una cosa de sexo.
-?Qu¨¦ diablos es una cosa de sexo?
-No est¨¢ muy claro. Tendr¨ªa que venir usted a verle.
Su hijo estudiaba tercero de Ingenier¨ªa Industrial y era un joven correcto, cuya ¨²nica extravagancia consist¨ªa en que le daba por correr el marat¨®n del Ayuntamiento todos los a?os. Ten¨ªa buenos modales, hac¨ªa mucha gimnasia, sacaba sobresalientes y hab¨ªa crecido con los mofletes colorados en un hogar progresista. Mientras bajaba en el ascensor hasta el garaje, poni¨¦ndose el abrigo, este hombre pens¨® que se trataba sin duda de un caso de mala pata, tal vez de una gresca de bar, o de un peque?o esc¨¢ndalo con alguna chica, o de una redada indiscriminada, o de un exceso de celo por parte de la polic¨ªa. ?Qu¨¦ estaba pasando en este pa¨ªs con el maldito sexo? Hoy los j¨®venes no ten¨ªan demasiados problemas en ese sentido. Hab¨ªan nacido en un tiempo abierto, se les ve¨ªa retozando en los parques y haciendo el amor en las aceras sin el viejo tab¨² que tuvo que soportar su generaci¨®n. Para empezar, a ¨¦l, durante medio bachillerato en un internado, aquel seb¨¢ceo profesor de Aritm¨¦tica, que llevaba sandalias con calcetines negros llenos de tomates, no ces¨® de palparle los muslos a?o tras a?o con unas manos cuarteadas por los saba?ones.
El secretario general t¨¦cnico cogi¨® el coche y desde los altos de Chamart¨ªn enfil¨® el paseo de la Castellana en direcci¨®n a los calabozos de la Puerta del Sol. Era una madrugada de domingo; a esa hora las farolas ten¨ªan un fr¨ªo de esta?o alrededor y en la calle quedaban algunos conductores borrachos reci¨¦n salidos de garitos donde se hab¨ªa exhibido carne de garrafa a buen precio. Durante el trayecto al hombre se le Iluminaron las placas de la memoria con los traumas de la adolescencia.
-Anda, se bueno, chaval¨ªn.
-?Qu¨¦ hace usted?
-Si dejas que te acaricie un poco, te pondr¨¦ un notable en Matem¨¢ticas.
-No.
-S¨®lo un poco.
En el parabrisas del coche vislumbraba los muros del colegio y aquella zarpa gotosa del profesor que le pellizcaba las tetillas en un rinc¨®n del pasillo sonriendo lascivamente mientras los compa?eros jugaban al baloncesto en el jaul¨®n del patio. Un morboso escalofr¨ªo le oscila todav¨ªa en la nuca cuando piensa en aquel perfume de flores con cantos a Mar¨ªa unidos al castigo del infierno y a los latidos de la pubertad en noches insomnes pobladas de hogueras y demonios que ensartaban con tridentes a mujeres desnudas. Necesit¨® mucho tiempo para. que esos fantasmas se le disiparan del cerebro. El miedo no le abandon¨® al salir del internado. Ahora recordaba la silueta de un tricornio de guardia civil escarchado en la ventanilla.
Cuando termin¨® la carrera de Derecho, su padre le regal¨® un coche utilitario, y, dentro de ese cacharro el hombre pod¨ªa hacer ciertas cosas. Para ¨¦l se hab¨ªan acabado los sudorosos magreos en las ¨²ltimas butacas de los cines, las apresuradas suertes de varas en los portales, los jadeantes combates en un ascensor abierto entre dos pisos y las persecuciones de vigilantes en los jardines oscuros. Ahora pod¨ªa llevar a su novia a un descampado en las afueras de la ciudad. Aquella noche de verano hab¨ªa ido con ella a la carretera de Castilla. Hab¨ªa aparcado el coche en un recodo de chopos bajo un. sonido de grillos, y ¨¦l la besaba, y la chica respond¨ªa bien, y tal vez la ardiente pasi¨®n les hab¨ªa cegado. De hecho no vieron que un rostro nocturno de guardia civil les estaba contemplando en silencio con el tricornio pegado a la ventanilla. La chica grit¨®:
-?Dios m¨ªo, un hombre!
-Usted lo ha dicho, se?orita. Un hombre. Salgan del coche.
-No estamos haciendo nada malo.
-Salgan.
Fueron conducidos al cuartelillo con mucho escarnio de sonrisas; all¨ª les mantuvieron en pie cuatro horas en un corredor para firmar una declaraci¨®n de esc¨¢ndalo p¨²blico, y a la salida del sol les echaron a la calle con el rabo entre las piernas. Este hombre tan importante, en su desolada juventud de los a?os cincuenta tambi¨¦n fue cazado vilmente otras veces por ojeadores privados en el parque del Oeste, cuando esperaba aquellos lejanos crep¨²sculos sentado en un banco con la chica. En la penumbra del jard¨ªn, una tarde de oto?o, despu¨¦s de hablar de oposiciones, del ajuar de la boda y, de las conferencias del padre Llanos, los novios decidieron besarse. De pronto un sujeto con escopeta, tocado con una extra?a gorra, salt¨® desde el interior de un seto y le enca?on¨® el pecho en la oscuridad. Tuvo que darle cien pesetas.
El secretario general t¨¦cnico bajaba por el paseo de la Castellana hacia los s¨®tanos de la Puerta del Sol, donde su hijo se encontraba detenido por una cuesti¨®n de sexo. ?Qu¨¦ diablos quer¨ªa decir una cuesti¨®n de sexo? En ese momento de la madrugada funcionaba a pleno rendimiento la bolsa de contrataci¨®n en los garitos sonrosados de la calle de Capit¨¢n Haya, y los ejecutivos de provincias y otros alcaldes ped¨¢neos encargaban urgentes viajes a los mares del Sur con tarjetas de cr¨¦dito a bordo de muchachas pelirrojas. En el jardincillo de Isabel la Cat¨®lica se ve¨ªan jovenzuelos vestidos de Lola Flores con la mano enredada en el collar de perlas encima de los cap¨®s. En las esquinas de Recoletos se vend¨ªan mozalbetes con caderitas de cristal. Hab¨ªa bares de ambiente, y en cualquier parte se pod¨ªan contemplar espect¨¢culos er¨®ticos con carne de ca?¨®n. En un sem¨¢foro rojo se acerc¨® a la ventanilla del coche un adolescente ataviado con plumas de pavo real.
-?Me llevas?
-No.
-Puedo darte una hora de felicidad.
-No.
-Por 10.000 pesetas ver¨¢s la cara oculta de la luna.
Como buen se?orito, en una casposa ¨¦poca de autarqu¨ªa imperial, ¨¦l se inici¨® en el sexo con la criada en el retrete del servicio donde se guardaban las escobas, el serr¨ªn y los estropajos, y de all¨ª pas¨® directamente a los prost¨ªbulos de la calle de San Marcos. Era un Madrid lleno de gonococos y discursos de Gir¨®n, de ladillas como n¨¦coras y procesiones del silencio, de escaparates todav¨ªa galdosianos con bragueros de estame?a, ortopedias, lavativas y suspensorios del nueve, de tranv¨ªas con jardinera que le llevaban a la facultad de San Bernardo. Entonces los besos m¨¢s puros eran para la novia, pero en la intimidad de los cines, en la penumbra de los portales, en los trayectos del ascensor, en el atardecer de las tapias debat¨ªa con ella un diario combate para tomando cotas a su cuerpo, y la chica, atormentada por las tentaciones del maligno y por un esfumado pudor de monja, establec¨ªa l¨ªneas de resistencia a la mano enamorada que se abr¨ªa paso entre encajes. Hab¨ªa una frontera imposible, una aduana invicta en aquel fuerte lleno de suspiros. En casos de urgencia estaban las otras. Mientras estudi¨® la carrera y prepar¨® oposiciones a abogado del Estado ¨¦l iba una tarde cada quince d¨ªas a despachar el vicio con una puta maternal con la que jugaba al parch¨ªs en una mesa camilla bajo una l¨¢mpara de cretona. Un mutilado de guerra repart¨ªa chapas de zinc con un n¨²mero a la clientela adensada en el vest¨ªbulo y daba all¨ª la voz de mando.
-El siete. ?Qui¨¦n tiene el siete?
- Servidor.
-A la habitaci¨®n del fondo.
-?Con cu¨¢l me toca?
-Con la Mar¨ªa Martillo.
Desde el comedor del prost¨ªbulo o¨ªa e fragor de la batalla que libraba el mutilado con los parroquianos. Pero en las tardes de calma aquel tipo de pierna rebanada y un ojo de vidrio se sentaba tambi¨¦n a la mesa y echaban los tres una partida de brisca. El secretario general t¨¦cnico a¨²n pod¨ªa recordar m¨¢s cosas. Ten¨ªa un agrio sabor de ceniza en la boca cuando el coche rodaba por la altura de Alcal¨¢. Entonces pens¨® qu¨¦ habr¨ªa sido de aquel portero de la calle Fleming. En aquel tiempo ese sujeto hab¨ªa descubierto un gran negocio. Durante el mes de agosto muchos apartamentos de la finca quedaban vac¨ªos porque sus propietarios se hab¨ªan largado a Benidorm. Abajo hab¨ªa bares de alterne, y el portero se dedicaba a alquilar por horas las casas de los se?ores a las parejas de la noche. El estuvo una vez all¨ª con una filipina de club e hizo el amor con aquella ex¨®tica en un sal¨®n lleno de retratos de primera comuni¨®n, de sillones tapados con s¨¢banas y de ceniceros de cristal tallado, ante la mirada del padre de familia pintado en un ¨®leo de Enrique Segura.
Ahora el panorama hab¨ªa cambiado bastante, pero el hombre se sent¨ªa la cabeza herida irreversiblemente en esta materia. Desde la tortura libidinosa en el internado hab¨ªa recorrido un largo camino. Ahora ten¨ªa una amiga, que era actriz de segunda, y se ve¨ªa con ella en moteles, en el hotelito de la sierra y a veces dentro del coche en la cuarta planta de un aparcamiento. ?Qu¨¦ diablos pod¨ªa ser una cuesti¨®n de sexo? El secretario general t¨¦cnico entr¨® en las dependencias de la polic¨ªa a las tres de la madrugada. Un funcionario le acompa?¨® en silencio por la escalera principal hasta el primer piso. Cruz¨® algunos pasillos, altos, destartalados, deshabitados, hacia la ¨²nica puerta iluminada. Un personaje sol¨ªcito sali¨® de all¨ª, le dio un abrazo y le introdujo cari?osamente en el despacho.
-?D¨®nde est¨¢?
-Le tengo aqu¨ª.
-?Qu¨¦ ha pasado?
-Nada. Cosas de sexo. Estos chicos de hoy no encuentran el camino. Se han hecho un l¨ªo.
-?Le puedo ver?
Sentado en la mejor butaca del despacho estaba el hijo del secretario general t¨¦cnico vestido con bata de cola, peluca, peineta y arracadas de espejo que le brillaban en los hombros desnudos. Iba pintarrajeado como una mona, y por debajo de la tela de lunares le asomaba una pantorrilla de gimnasta rematada con zapato de tac¨®n. El joven recibi¨® la visita de su padre con un desplante de orgullo. Entre ellos se cruzaron muy pocas palabras.
-?Qu¨¦ tal?
-Bien. Ya me ves.
-Qu¨¦ cosas.
-?Me das un cigarrillo?
-Vamos a casa. Tendr¨¢s qu¨¦ lavarte.
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