La cultura de los hombres
La idea de cultura suele asociarse com¨²nmente a la idea de arte o de pensamiento, siendo as¨ª que hay un tendencia a considerar hombres cultos a los intelectuales y artistas, y pueblos cultos, a aquellos que m¨¢s obras cultas hayan producido a lo largo de la historia. Esta concepci¨®n de la cultura tiene un origen muy cl¨¢sico, y se asocia con el esplendor de las naciones europeas agraciadas, de forma singular, con los dones m¨¢s exquisitos de la creaci¨®n art¨ªstica y de la meditaci¨®n filos¨®fica. Pero hay otra opini¨®n, m¨¢s universal y menos etnoc¨¦ntrica que, sin excluir las manifestaciones art¨ªsticas, considera grosso modo que cultura es la forma de ser de los pueblos, la manera en que se manifiesta ante la vida. ?ste es un concepto antropol¨®gico, a partir, del cual se comprende que cultos son en realidad todos los pueblos, aunque expresen su cultura de modos bien diferentes y aun con hechuras un tanto toscas para la mentalidad del hombre occidenteal. Mas ciertamente existe una predisposici¨®n, tal vez no muy consciente, a referirse a la cultura como a algo propio de monumentos, artistas y literatos en exclusiva. No vamos a discutir ahora la estrechez de este enfoque, sino que, a partir de ¨¦l precisamente, quisiera decir algo sobre las cosas cultas y los hombres cultos. Algo relacionado con Espa?a.De entre los muchos problemas con que se enfrenta la cultura espa?ola -unos, espec¨ªficos; otros, gen¨¦ricos y, por tanto, concernientes tambi¨¦n a las culturas de otros pueblos- hay uno especialmente relevante, que se manifiesta a trav¨¦s de una gran variedad de aspectos y que se podr¨ªa resumir en una actitud defensiva y, en cierto modo, acomplejada. Es curioso que siendo, como es, una cultura muy importante, por su impacto en el mundo, por su historia y por el volumen y la calidad de sus aportaciones, adolezca no obstante de una organizaci¨®n viciada en grado sumo. Sucede que los mandarines culturales espa?oles no son sabios ni grandes artistas que prodiguen sus conocimientos y su talento por mor del arte o de la ciencia, sino, triste es decirlo, simples administradores de una organizaci¨®n institucional pensada para convertirlo todo en d¨¢ diva burocr¨¢tica. Las revistas, las c¨¢tedras, las secciones cr¨ªticas funcionan no como centros vivos de creaci¨®n o de debate, sino como aut¨¦nticas emanaciones del poder, desde la que se otorgan favores, se conceden premios, se publican art¨ªculos, se dictan condenas, en consideraci¨®n a las amistades o a la capacidad de respuesta institucional del beneficiado. El asunto no ser¨ªa muy distinto de como se plantea en otras latitudes, donde tambi¨¦n prima el esp¨ªritu grupal y nepotista, si no fuera porque nuestros administradores culturales -quiz¨¢ debido a una falta de solvencia en la acumulaci¨®n de conocimientos y a un exceso de habilidad en la acaparaci¨®n de poderes- acostumbran a mirar m¨¢s la paja que el grano y, siendo tradicionalmente duros de mollera, prestan, por lo com¨²n, m¨¢s atenci¨®n a las modas fugaces que a los valores duraderos. Por ello, conociendo la dificultad que entra?a crear y asimilar obras originales, prefieren sacar sus sabuesos al exterior -preferentemente a Francia, de donde se estila importar la peor ret¨®rica-, en vez de propiciar la inteligencia propia, que s¨®lo necesita est¨ªmulo y comprensi¨®n para brillar con fuerza duradera.
Este funcionamiento de lo cultural, como un ap¨¦ndice de lo institucional, confiere, como ya queda dicho, un car¨¢cter burocr¨¢tico a los administradores del saber y del arte y crea situaciones de dependencia, en las que casi siempre lo sustantivo se vuelve accesorio, y lo que hubiera de ser secundario se convierte en principal. La consecuencia es que los asuntos culturales son tratados como relaciones de propiedad en las que se producen aut¨¦nticas situaciones de enfeudamiento. Esta es una de las razones esenciales por las que una cultura de tanta entidad como la espa?ola ha estado tan a menudo condenada a desempe?ar papeles irrelevantes en el concierto de los pueblos desde el punto de vista de su dimensi¨®n objetiva. Es tambi¨¦n una de las causas principales de que se hayan alimentado frustraciones y sinsabores sin fin entre los muchos perjudicados de eso que llamamos el mundo de la cultura. Hasta tal punto, que se ha hecho normal en Espa?a que quienes se dedican a la cultura tengan que recorrer un interminable camino de hostilidades hasta caer en la cuenta de que por encima de
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cualquier otra consideraci¨®n es preciso aceptar un d¨¦bito personal que legitime todo tipo de disposici¨®n a la literatura, al arte, a la investigaci¨®n, al estudio. Sin ese salvoconducto normativo que conceden quienes est¨¢n en el ajo no es posible seguir la marcha durante un largo trecho. Por eso han existido entre nosotros tantos exilios art¨ªsticos y cient¨ªficos y tantos desarraigos interiores. Tambi¨¦n por eso han proliferado tanto las cohortes de diletantes fieles a los dictados del poder m¨¢s que a los de su propia inteligencia, pues han conocido desde muy temprano la cerrada alternativa de obedecer o perecer.
Gracias a esta din¨¢mica corro¨ªda se han nutrido las aulas, los cen¨¢culos, las academias de una impregnaci¨®n sumisa y mezquina, que ha contribuido a hacer escritores de censores, catedr¨¢ticos de propagandistas y acad¨¦micos de meapilas. Pero lo peor ha sido el arraigo que estas costumbres han encontrado en la sociedad espa?ola, que al aceptarlas ha hecho de la cultura un fen¨®meno de creciente insolidaridad. Como todo, o casi todo, se justifica alrededor de peque?os grupos que se perpet¨²an impermeabilizando su crecimiento mediante la cooptaci¨®n de fieles, aquellos que, por unas u otras razones, no alcanzan a gozar de los beneficios del sorteo quedan ayunos del pastel cultural.
Este sistema ha generado grandes complejos hist¨®ricos en quienes lo practican y ha contribuido a dar forma al llamado complejo espa?ol. Pero, sobre todo, ha creado una legi¨®n de marginados que llevan dos siglos paseando por el mundo la desventura de una profesi¨®n escasamente rentable y que, no sin justicia, se puede llamar la otra cultura espa?ola, la otra literatura, la otra pintura, la otra universidad, la otra forma de entender la vida, la otra sensibilidad. Porque la cultura espa?ola, aunque hecha por los hombres, no ha sido, empero, para todos los hombres, sino para algunos hombres. Por eso es insolidaria y dram¨¢tica.
Una cultura para los hombres es una cultura en la que todos son necesarios. Por encima de los grupos, de las camarillas, de las indignidades que uno tiene que hacer para ir abri¨¦ndose paso en este ¨¢spero medio. Y este es nuestro gran problema. Aqu¨ª se hacen las cosas entre unos pocos, prescindiendo deliberadamente de todos los dem¨¢s. Se consiente sin pudor que haya escritores lampando hambre, porque, mejor o peor, s¨®lo saben de su oficio y carecen de la picard¨ªa necesaria para adular o medrar; se elimina materialmente a profesores notables porque ignoran las artima?as pol¨ªtico-administrativas que posibilitan la permanencia honrosa en la universidad. Y es que, ?acaso un hombre de letras es un in¨²til? ?Tan sobrada est¨¢ Espa?a de imaginaci¨®n, de hombres que puedan transmitir a sus gentes los secretos de su pasado, la riqueza de sus tradiciones, el conocimiento profundo de su literatura? Hace a?os le o¨ª decir a un famoso rector de aquel entonces que los grandes nombres del exilio que todav¨ªa ejerc¨ªan la docencia en el extranjero ya no interesaban a la universidad espa?ola. Me qued¨¦ pasmado. Y comprend¨ª que en aquella respuesta hab¨ªa no s¨®lo razones de incompatibilidad ideol¨®gica, sino tambi¨¦n el temor a una competencia cient¨ªfica no encuadrable en el esquema de intercambio de conocimientos que ha sido habitual entre nosotros.
Todo esto pertenece a una Espa?a sectaria y engre¨ªda de su propia vacuidad que debe desaparecer para siempre. Y con ello la altaner¨ªa de los necios que han hecho in¨²tiles a generaciones enteras. No es f¨¢cil cambiar de pronto costumbres establecidas a lo largo de siglos de fatuidad y descr¨¦dito. Pero el conocimiento cierto de su perjuicio inmenso debe servir de acicate para su pronta eliminaci¨®n.
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