Las guerras del Ateneo
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Ahora que en el Ateneo de Madrid vuelven a re?irse incruentas batallas por renovar su direcci¨®n, no est¨¢ de m¨¢s recordar otras escaramuzas que, apenas terminada la guerra civil, presenciaron desde su galer¨ªa de vetustos retratos ilustres socios muertos. La primera fue aquella en la que perdi¨® nombre y apellido. De Ateneo pas¨® a Aula de Cultura, y no s¨®lo perdi¨® su patron¨ªmico, sino buen n¨²mero de libros que nunca se supo a d¨®nde fueron a parar, al igual que sus papeletas del archivo. As¨ª volaron, entre otras, antiguas ediciones de las obras de Marx, seguramente para que no contaminaran a los socios o alteraran su sue?o de los d¨ªas festivos. Porque la gran ventaja a cambio de un barato recibo era entonces sus horas de apertura y cierre en toda estaci¨®n, a lo largo del a?o, ma?ana y tarde, hasta apurar la jornada del domingo.La raz¨®n del Ateneo era en aquellos tiempos ya lejanos su biblioteca, que, expurgada y todo, supon¨ªa en invierno un c¨¢lido refugio al amparo de sus enormes radiadores. Repleta en primavera, en la ¨¦poca de preparar oposiciones, tras el tiempo de ex¨¢menes, quedaba vac¨ªa bajo el mon¨®tono girar de los ventiladores. Eran enormes tambi¨¦n, con palas de madera y cierto aspecto colonial; capaces de refrescar sin levantar un ¨¢pice los apuntes de los opositores, haci¨¦ndoles so?ar qui¨¦n sabe con qu¨¦ arriesgados viajes a pa¨ªses o mares tropicales. A su comp¨¢s se preparaban batallas, estrategias para vencer el olvido e incluso el miedo al hambre; bajo ellos se volv¨ªa derrotado o triunfante, dispuesto a olvidar tanto tiempo perdido en el modesto bar de la escalera o en el inm¨®vil mar de anaqueles y estantes.
Mas no todo era estudio en aquellas dos salas vecinas a las de actos, mitad tribuna para socios, mitad campo de Agramante en el que dirimir todo g¨¦nero de asuntos personales. La pol¨ªtica no andaba a¨²n por all¨ª, aunque exist¨ªa, inundando a veces los espacios en blanco de los libros. Recuerdo un tomo de Baroja en el que el escritor alud¨ªa al aspecto desastrado de un cl¨¦rigo. Una mano iracunda hab¨ªa escrito, tr¨¦mula, en el margen, una sarta de insultos al autor, a la que otro lector an¨®nimo replicaba de igual modo, unas l¨ªneas abajo.
Sin embargo, no terminaba all¨ª la letan¨ªa. Escritores frustrados, horas de ocio, s¨¢tiras sordas, venenos encontrados, iban tejiendo
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Las guerras del Ateneo
junto a los caracteres tipogr¨¢ficos su propia novela, paralela, apasionada, f¨¢cil de adivinar m¨¢s all¨¢ de sus caligraf¨ªas generosas.De cuando en cuando, y para mantener viva la antorcha de la cultura entre los muros de la ilustre casa, se llevaban a cabo, sin demasiado entusiasmo, conferencias, concursos, charlas. En uno de ellos, para autores noveles, me di a conocer yo ante m¨ª mismo, haci¨¦ndome la cr¨ªtica V¨ªctor Ruiz Iriarte. Yo andaba por los ¨²ltimos cursos de bachillerato, y ello centr¨® su ben¨¦vola cr¨ªtica. Luego vendr¨ªa la facultad, con Aldecoa y Ferlosio. Entonces mi ¨²nico P¨²blico, aparte de los amigos de turno, fue nuestro profesor de literatura, con sus gafas oscuras y unos hombros donde la caspa apuntaba. "Siga usted, no lo deje", recuerdo que me dijo, para continuar en un susurro melanc¨®lico. "En esto de las letras hay que mirar siempre adelante, nunca hacia atr¨¢s. Este pa¨ªs no es m¨¢s que un huerto de sucios intereses".
Pocos meses despu¨¦s se embarcaba rumbo a una c¨¢tedra en un pa¨ªs de Suram¨¦rica. El pa¨ªs se embarcaba a su vez en otras aventuras con las primeras huelgas de transportes. Si en Postdam se nos vetaba, se suprim¨ªa en cambio el saludo romano, ahora que finalmente ¨¦ramos un reino. Las fronteras con el exterior acabaron abri¨¦ndose tambi¨¦n, y una leve amnist¨ªa anunci¨® el retorno de los embajadores.
Tales sucesos llegaban a la sala de peri¨®dicos como el sol tras los gastados ventanales, alzando esperanzas, aliviando escondidos temores, silenciosas lides en las que a veces se extend¨ªan cargadas de amenazas. Y, sin embargo, nada suced¨ªa. Los d¨ªas nac¨ªan y mor¨ªan entre aquellos ficheros que conocieron tiempos m¨¢s vivos y mejores, al amparo del agua de un botijo blanco que puntualmente anunciaba la llegada imprevista del verano, al igual que la prensa mon¨®tona servida entre gruesas y grandes carpetas, como si se tratara de valiosos cantorales.
Hasta que, de improviso, aquel mundo peque?o y modesto cambi¨® cuando ya los primitivos bedeles y conserjes aparec¨ªan casados y con hijos. Lleg¨® un dinero oficial, y el Ateneo, aparte de recuperar su nombre eterno y verdadero, pareci¨® a punto de resucitar al menos en su superficie. Llegaron maderas nuevas, pulidos pasamanos, puertas de cristales biselados e incluso nuevas publicaciones con que ponerse al d¨ªa en un despegue febril. Incluso el bar bajo la escalera se mejor¨®, al servicio de otras generaciones algo mejor comidas y bebidas, m¨¢s all¨¢ del tinto y el sutil bocadillo.
Y un d¨ªa mi viejo profesor de colegio volvi¨® con la misma nostalgia de todos, con su eterna queja a flor de labios y su gesto ahora altivo desde una posici¨®n m¨¢s confortable. "Todo esto no vale nada", ven¨ªa a decir con su silencio airado en tanto examinaba las obras reci¨¦n inauguradas. Y, al cabo, el tiempo le dio la raz¨®n: la postrera batalla acabaron gan¨¢ndola los libros frente a la avalancha de asiduas novedades. A pesar de sus nuevas vitrinas, de sus sillones confortables, la casa continu¨®, como siempre, destinada a preparar ex¨¢menes y oposiciones. Tan s¨®lo la mantuvo en pie y la mantiene hoy su biblioteca. Tal sensaci¨®n da a¨²n, a pesar de conferencias y cursillos, de re?idas lides en tiempo de elecciones, donde la sangre nunca llega al r¨ªo m¨¢s all¨¢ del patio de butacas.
Hoy, cuando la cultura va por otros cauces, los rostros graves de los muros son m¨¢s recuerdo curioso que imagen viva de su tiempo. Poes¨ªa, relato, teatro o cine corren calle abajo sin detenerse demasiado ante ellos, sin que se sepa a ciencia cierta a d¨®nde ir¨¢n a parar, perdidos como los d¨ªas de ex¨¢menes en batallas donde nunca conviene echar la vista atr¨¢s.
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