La conmemoraci¨®n de los amigos
Estamos en la ¨¦poca de los centenarios. En el momento de los recordatorios. En el tiempo de las remembranzas. Todo esto est¨¢ muy bien y nada hay que decir contra tales celebraciones. Con motivo, o sin ¨¦l, bien est¨¢ el recordar a las grandes figuras desvanecidas. A los amigos que se nos fueron. A los que, por haber muerto, entendemos mejor, conocemos mejor. Y, sobre todo, acertamos a profundizar mejor en su entramado vital, en sus virtudes y en sus defectos. En todo lo que en ellos tom¨® cuerpo.Tomar cuerpo es una manera muy expresiva de subrayar lo que yo ahora intento decir, a saber, que lo radicalmente importante de aquellos seres fue, justamente, lo que su presencia nos brindaba d¨ªa a d¨ªa. Sus decires, su compostura, sus arranques, sus exaltaciones, sus melancol¨ªas, sus desdenes y sus silencios -recuerdo los inusitados y sorprendentes, largos silencios de Valle-Incl¨¢n con el pu?o de su ¨²nica mano hincado en la boca-. Todo esto nos aleccionaba, y nos serv¨ªa de est¨ªmulo. Al faltar el cuerpo de aquellos ilustres interlocutores, nos queda algo as¨ª como la huella material de una red viva ya para siempre abolida. Nos falla la compa?¨ªa y nosotros, con nuestro esfuerzo rememorativo, pretendemos, quiz¨¢ sin darnos cabal cuenta de ello, pretendemos, digo, traer a la superficie de la existencia lo que qued¨® enterrado en la oscuridad muda de la tierra. Con nuestras palabras, con nuestras humildes palabras, toma cuerpo vicariante la sombra ilustre. Y as¨ª renace.
No se trata, ya se entiende, de traer a estudio las ideas, o los hallazgos literarios. Se trata de presentar, de volver al presente, un pasado vivo. Un pasado que fue bulto humano. Bulto humano en el que se mostraba todo un estilo de existencia, todo un presente riqu¨ªsimo de sugestiones, de invenciones, de recursos, de in¨¦ditas actitudes, de inesperados remangues vitales.
?C¨®mo fue la vida diaria de nuestros amigos? ?Cu¨¢les eran sus modos de pervivencia, sus man¨ªas, sus furias, su distribuci¨®n del tiempo, sus entusiasmos y sus cansancios? ?Qu¨¦ pensaban de las cosas menudas que en lo cotidiano nos acucian, nos sosiegan o nos irritan? En definitiva, ?cu¨¢l era el perfil de nuestra convivencia con ellos?
No faltan hoy en d¨ªa los trabajos que aclaran y sit¨²an en correcta perspectiva hist¨®rica la obra de aquellos grandes hombres. Apenas si a esto se puede oponer reparo. Quiz¨¢ la cabeza se resista a admitir lo que ya resulta abrumador aparato cr¨ªtico, casi siempre innecesario. Cuando no pernicioso. Autor hay, creador hay, al que ya no es posible gozar porque la balumba de escritos que lo cercan lo torna ininteligible y, si se me apura, hasta antip¨¢tico. ?Es que no podemos situarnos ante el texto insigne sin que a nuestra espalda dejen de hacernos gui?os extra?os las lucubraciones de los eruditos? Entender no es des-realizar, sino todo lo coritrario. Nadie que sea aut¨¦ntico escribe para que se le estudie. Lo hace para que se recree su obra en el esp¨ªritu del lector. Para revivir. Para ense?ar sin ense?ar. Para atrapar el tiempo y transformarlo en instancia perdurable. La que nace cuando el lector se emociona o, simplemente, se divierte. Lo dem¨¢s son ejercicios de mala tesis doctoral, m¨¦rito de opositor. O lo que es lo mismo, trabajo muerto, sabidur¨ªa enquistada en s¨ª misma.
Echo de menos en las recientes conmemoraciones este vector humano que s¨®lo los testigos de los conmemorad.os pudieran ofrecer. Ahora, en estos instantes, y por sencilla asociaci¨®n de ideas, pienso en Am¨¦rico Castro, en la figura para m¨ª entra?able de Am¨¦rico Castro. Tuve la fortuna de convivir con ¨¦l una tem
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porada, aqu¨ª en Galicia, hace ya casi 30 a?os. Se hosped¨® en mi casa de Santiago de Compostela. Vuelvo a vivir aquellos d¨ªas como una de las experiencias m¨¢s excitantes de que tengo memoria.
Am¨¦rico era un hombre en constante vibraci¨®n intelectual. Din¨¢mico, cordial, alerta, discutidor incansable. Batallador siempre. Am¨¦rico era la dial¨¦ctica en estado puro. En mi -hogar concluy¨® su Santiago de Espa?a. Mucho discutimos sobre su contenido. Mucho lo matizamos. Y en la dedicatoria del ejemplar que poseo as¨ª lo certifica con abierto reconocimiento.
A las siete de la ma?ana ya esliaba reclamando, desde la habitaci¨®n, el desayuno. Pulcro y meticuloso, se met¨ªa en seguida en mi biblioteca y all¨ª trabajaba durante toda la ma?ana. Despu¨¦s del almuerzo hac¨ªamos, tertulia con algunos amigos. Y a las tardes, pase¨¢bamos por Compostela. Obseso, insistente, buscaba en cada rinc¨®n los vestigios del culto al. Santiago matamoros. Anochecido, nos reclu¨ªamos de nuevo en la biblioteca. Am¨¦rico ojeaba con curiosidad los anaqueles. "?Qu¨¦ es esto?", me pregunt¨® en cierta ocasi¨®n. "Esto" era la trilog¨ªa The roxy crucifixion, de Henry Miller. Le expliqu¨¦ de qu¨¦ se trataba, de la novedad y la significaci¨®n de aquella obra de apariencia procaz. A la noche siguiente, y tambi¨¦n entre libros, me espet¨®: "Domingo, esto de Miller es una indecencia, y no me explico c¨®mo puede usted tener tales engendros. T¨ªrelos". Naturalment¨¦, no lo hice. Discutimos.
No nos pusimos de acuerdo. Pero quedamos tan amigos como siempre. Y cada noche yo observaba, conmovido, c¨®mo miraba de. reojo los vol¨²menes nefandos, y callaba. As¨ª fue nuestra relaci¨®n: sincera, tensa, antag¨®nica, entregada y cordial. (Conservo algunas cartas escritas por Am¨¦rico desde Norteam¨¦rica que constituyen verdaderas piezas pol¨¦micas de alto valor.)
Guardaba nuestro hombre una ¨²ltima alegr¨ªa que le confer¨ªa uri aire juvenil. Ten¨ªa una gran capacidad de asombro. Y una no menos extensa capacidad de inter¨¦s por lo dem¨¢s, por el primer sujeto al que era presentado. En sus obsesiones era incisivo, pero elegante. Cosa dif¨ªcil en el espa?ol, sobre todo si es escritor.
Hicimos varias excursiones, una memorable al Cebreiro que alg¨²n d¨ªa contar¨¦ por lo menudo. En Santiago se sent¨ªa feliz. Le gustaba todo y con todo gozaba abiertamente. Una sola cosa no le agradaba y le hac¨ªa ponerse a la defensiva: el recuerdo en los dem¨¢s de los horrores de la guerra civil. Era algo que deseaba ardientemente ver olvidado. No resultaba f¨¢cil, claro est¨¢, extirpar de la memoria de las gentes la etapa pasada. Pero a ¨¦l le preocupaba enormemente la idea de que lo que result¨® una atrocidad hist¨®rica todav¨ªa revolviese sus posos en el alma y en el coraz¨®n del pueblo.
Le despedimos Elena, mi mujer, y yo en elaer¨®puerto de Labacolla. No pudo reprimir la emoci¨®n. Me abraz¨® fuertemente. Se le humedecieron los ojos. Me dijo que ya no volver¨ªamos a vernos. La idea de la muerte rondaba constantemente por su cabeza. Por fortuna, su augurio no se cumpli¨®. Volv¨ª a verle, un verano, en Mondariz, en el balneario. Le acompa?aban sus dos C¨¢rmenes, la esposa y la hija. Ten¨ªa una discreta flebitis y estaba bajo tratamiento. Pasamos el d¨ªa juntos. Nos dijimos adi¨®s. Esta vez, sin patetismo alguno. Con renovada alegr¨ªa. Con el cari?o de siempre. En aquellos momentos, Am¨¦rico no pensaba en la muerte. Y la muerte vino poco despu¨¦s, repentina e inexorable.
Siempre ocurre lo mismo, Cuando no parece asomar en nuestro horizonte es cuando el fantasma de la anihilaci¨®n definitiva anda m¨¢s cerca de nosotros. No volv¨ª a verle. Ya no hubo m¨¢s di¨¢logos apasionados, no m¨¢s veladas largas en el silencio de Compostela. Pero yo, ahora, quer¨ªa traer a nuestro presente el presente apasionado, t¨¦rco, fren¨¦tico y culto de una gran figura creadora. Para que ese exquisito temblor humano que fue Am¨¦rico Castro no se pierda del todo.
Antes de que quede sepultado, por segunda vez, bajo los mamotretos de los eruditos.
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