Ser espa?ol en Uruguay
En septiembre de 1975 visit¨¦ Montevideo despu¨¦s de una corta estancia en Buenos Aires. En una y otra ciudad segu¨ª -de lejos, pero muy intensamente- la evoluci¨®n de las noticias que, con relieve acusad¨ªsimo, llegaban de Espa?a acerca del famoso juicio pol¨ªtico que desembocar¨ªa en las ¨²ltimas ejecuciones del fanquismo.Aquel r¨¦gimen, que en el transcurso de los ¨²ltimos a?os ven¨ªa esforz¨¢ndose, reconducido por un grupo de tecn¨®cratas, en dar una imagen homologable con mundo occidental -tratando hacer olvidar en lejana perspectiva la violencia de sus or¨ªgenes-recuper¨® de pronto sus se?as de identidad.
A los ciudadanos espa?oles, osados por el despliegue progand¨ªstico de la Prensa ind¨ªgena, un¨¢nime en la justificaci¨®n y aplauso de las penas de muerte les present¨® la ¨¢spera mareada internacional que aqu¨¦llas suscitaron como una conspiraci¨®n m¨¢s de los rivales y ¨¦mulos nuestra patria, v¨ªctima de nuevo del cerco de calumnias padecido desde los d¨ªas de Felipe II.
La realidad que palp¨¢bamos las Espa?as de ultramar era muy distinta (pues all¨ª dif¨ªcilmentec cab¨ªa hablar de rivales ni de emulos). Espa?a parec¨ªa renunciar hoscamente a todos los caminos que pod¨ªan conducirla a la recuperaci¨®n de sus aut¨¦nticas ra¨ªces.
Argentina viv¨ªa el ocaso de las libertades democr¨¢ticas, sumidas en descr¨¦dito por los ep¨ªgonos del peronismo: el inconcebible desgobierno de Isabelita hab¨ªa creado en el pa¨ªs un clima de desmoralizaci¨®n que las gentes traduc¨ªan en desesperado anhelo de cambio, fuera el que fuese; el presagio del golpazo se hac¨ªa presente por doquiera. Las noticias de Espa?a provocaban un rechazo en que coincid¨ªa la inquietud de unos y de otros. Para la dictadura militar que ya se ve¨ªa venir, supon¨ªan un molesto contraste; para los que a¨²n se esforzaban en salvar la democracia, la penosa imagen de la madre patria brindaba un punto de apoyo para asentar, en el repudio, las propias razones.
Estaba yo en Montevideo cuando las sentencias se cumplieron. Uruguay llevaba dos a?os de dictadura militar y ¨¦sta buscaba su justificaci¨®n en el fantasma de otra dictadura -la del terrorismo tupamaro-. L¨®gicamente, en Montevideo era impensable una r¨¦plica violenta a la violencia de las ejecuciones franquistas, tal como la registraron las principales capitales europeas, y muy especialmente Lisboa y Par¨ªs. Sin embargo, la sensaci¨®n de recelo que envolv¨ªa a los espa?oles llegados de aquella Espa?a era perceptible. La Prensa de tradici¨®n democr¨¢tica compensaba el silencio que para
los temas de pol¨ªtica nacional impon¨ªa el r¨¦gimen militar, prestando, t¨¢cticamente, ampl¨ªsima atenci¨®n a la dureza de otro r¨¦gimen militar, y subrayando la lejana fecha en que la pena de muerte hab¨ªa sido abolida en Uruguay. Estaba yo instalado en el magn¨ªfico hotel frontero a la Casa del Gobierno, y coincid¨ªa conmigo en el mismo alojamiento el maestro Moreno Torroba, visitante una vez m¨¢s de la ciudad. El d¨ªa de la noticia -la noticia de que las ejecuciones se hab¨ªan llevado a efecto- almorzamos ambos en casa de Carlos Carderera, secretario de la Embajada espa?ola: imagen perfecta, ¨¦l y su esposa, de la cortes¨ªa y gentileza diplom¨¢ticas. Recuerdo que durante la ma?ana estuve recorriendo el hermoso barrio residencial en que los Carderera ten¨ªan su peque?o hotelito; un barrio bordeado por el paseo que se asoma a la inmensidad del Plata como a un ancho mar. Ya por entonces comenzaban a aflorar en las paredes las primeras pintadas contra la dictadura de los m¨ªlicos carcamales. Carderera nos refiri¨® que durante todo el d¨ªa hab¨ªan sido constantes las llamadas telef¨®nicas en expresi¨®n de indignaci¨®n y de rechazo -en forma, frecuentemente, de amenazas- suscitadas por las ejecuciones de Madrid.
Cuando sal¨ª de Montevideo, me llevaba una sensaci¨®n agridulce: a la satisfacci¨®n efectiva que sugiere siempre el reencuentro con la hispanidad del otro lado del charco se un¨ªa la amargura de comprobar nuestra incapacidad para erigirnos en est¨ªmulo, en modelo, en espejo -o, cuando menos, en trasunto presentable- de los pa¨ªses de estirpe espa?ola. El espect¨¢culo de Madrid, enardecido una vez m¨¢s (ser¨ªa la ¨²ltima) por los falsos t¨®picos de la grandeur franquista, en la manifestaci¨®n de la plaza de Oriente -desagravio al viejo patriarca-, me produjo un efecto esperp¨¦ntico y doloroso. Nunca me pareci¨® m¨¢s irreal lo que dec¨ªa la propaganda -su cansina apelaci¨®n a nuestro presunto papel de "salvaguarda de las esencias de Occidente"-, contrast¨¢ndolo con cuanto acababa de percibir en la entra?able Am¨¦rica. El orgullo de ser espa?ol se me hab¨ªa hecho a?icos en la humillaci¨®n de Buenos Aires y de Montevideo.
Ahora, apenas transcurridos ocho a?os de aquello, las im¨¢genes y las cr¨®nicas de la visita de don Juan Carlos y do?a Sof¨ªa a Brasil y Uruguay me han devuelto la fe y la esperanza en nuestro destino americano; en el futuro de esa Hispanidad para la que Espa?a, insuperablemente en
carnada en su Rey, vuelve a ser, como nunca lo fue,ejemplo y est¨ªmulo. Ejemplo de modernidad y de prudencia pol¨ªtica; est¨ªmulo para la empresa -ya cumplida en nuestro solar- de recuperar ,-o mejor dicho, de conquistar- una democracia real y de saber defenderla: el inmenso prestigio de don Juan Carlos en Latinoam¨¦rica no puede separarse de su compromiso -cumplido hasta el l¨ªmite de la abnegaci¨®n- de "devolver Espa?a a los espa?oles".
El fervor electrizado de las multitudes de Moritevideo, que identificaban la imagen de la joven pareja real con la lejana madre patria ha venido a disolver, en una plenitud maravillosa, mis amargos recuerdos de un ayer todav¨ªa reciente. Ese rubor de ser espa?ol en Uruguay, que con angustia experiment¨¦ en la turbadora coyuntura de 1975, se ha trocado, por obra del Rey, en orgullo leg¨ªtimo; un orgullo cimentado en la conciencia de que la realidad de Espa?a vuelve a ser positiva y fecunda Para sus hijas de m¨¢s all¨¢ del oc¨¦ano. Ha quedado comprobado, en esta ocasi¨®n, lo que ya advirti¨® Mar¨ªas a?os atr¨¢s: ".Si no me enga?o, cada uno de los'pa¨ªses hisp¨¢nicos empieza a ver, con m¨¢s claridad que nunca, que no puede esperar mucho del porvenir si no lo proyecta con los dem¨¢s, y el Rey de Espa?a, con su mera realidad, con su presencia en ocasiones, con su permanencia m¨¢s all¨¢ de las vicisitudes de la pol¨ªtica, sirve para recordarlo". .
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