La terraza del Teide
En Madrid se ha instaurado un nuevo rito. Cualquiera que se sienta guapo a medianoche puede incorporarse a ese censo de tarzanes de lino, lib¨¦lulas, ciervos de 14 puntas, cisnes y pavos reales que bajan por el paseo de Recoletos a abrevar en el estanque del Teide. S¨®lo se requiere ser un bello animal ambivalente. El rito consiste en sentarse en esa terraza, en mirarse como Narciso en el espejo dorado de la piel de otro y esperar a que la madrugada de verano te convierta en una flor. En Madrid hay ahora una cornisa que est¨¢ de moda. De momento, all¨ª no se ven polic¨ªas, sino muchachas de lengua caliente haciendo una felaci¨®n a enormes cucuruchos de helado, patinadoras con un rastro de gasas y cintas, hadas madrinas de cabellera azul cobalto, homosexuales en desnudas camisetas de Ararat, chicas molonas de mirada extraterrestre, j¨®venes dioses casi araucanos, nuevos rom¨¢nticos de l¨ªvida silueta en forma de dril y otros seres con plumas de inciertos para¨ªsos, con pajaritas de terciopelo y sostenes de encaje que son cucharadas de un flan de caramelo. La polic¨ªa trabaja un poco m¨¢s arriba. En este instante desciende un furg¨®n cargado con un travesti que ha sido cazado a lazo en una algarada a media altura de la Castellana. Desde la terraza del Teide se ha visto pasar una jaula llena de carne pintada y ver¨®nicas de bata de cola hacia la Direcci¨®n de la Seguridad del Estado. Pero la noche es una hermosa arruga de Dom¨ªnguez, y algunas parejas ambiguas hacen el amor en el c¨¦sped, entre macizos de petunias, a la luz de farolas isabelinas. En la mesa de al lado, un sodomita bronceado enreda el me?ique en el colgante de plata y se desmaya a grititos hablando de Venecia.-No quisiera morirme sin ir all¨ª.
-Venecia se est¨¢ pudriendo.
-Dime a qu¨¦ huele.
-A limo de lirios.
-?Oooh! Suj¨¦tame, que me va a dar algo. Esta manzana de oro del paseo de Recoletos tambi¨¦n ha comenzado a pudrirse con el primer calor del verano. Detr¨¢s est¨¢n los puntos de la suave bohemia -Oliver, casa Gades, Bocaccio-, donde los antiguos abonados de la noche se lamen todav¨ªa la neura. En la calle del Almirante se extiende un mercado de adolescentes expertos en desatascar ca?er¨ªas. Por all¨ª pasan autom¨®viles bujarrones a marcha lenta, explorando la mercanc¨ªa, y unas veces el contrato se formaliza de palabra a trav¨¦s de la ventanilla, con un gui?o o con un gesto de la mano en se?al de embarque, aunque hay negocios de esta clase que tambi¨¦n se cierran con un silencio de navaja metido entre dos chuletas. Esa trastienda de gatos, camiones de basura, intelectuales, sopor de alcantarilla, actrices demasiado p¨¢lidas, poetas nada malditos y calamares a la romana sirve de soporte a la plataforma de acacias del paseo, a cuya sombra nocturna se celebra la fiesta. Aquel espect¨¢culo de V¨ªa V¨¦neto, los lances en las aceras de Montparnasse, el teatro corporal de Washington Square, la escombrera de ¨¢ngeles derribados en Picadilly Circus, ha llegado a Madrid. Son bandadas de aves torcaces que vuelan a ras del asfalto por distintas partes de la ciudad y ponen de moda transitoriamente el lugar donde se posan. La terraza del Teide es ahora el ¨²ltimo apeadero.
A las 11 de la noche, algunos cisnes, lib¨¦lulas o pavos reales a¨²n se est¨¢n decorando en lejanos lavabos para participar en la funci¨®n. Por ejemplo, un fresador mariquita de Vallecas acaba de darse polvos de arroz en la cara, se ha pintado sus intensos labios con carm¨ªn del siete, va a colgarse un traje blanco con corbat¨ªn de campanillos y el sombrero fl¨¢ccido de paja ancha. A esa hora, la terraza no ha cogido densidad, pero los coches aparcan ya en segunda fila y unos muchachos venden fruta prohibida a las primeras oleadas. Han extendido en el suelo un pa?o con cerezas y albaricoques, sonr¨ªen con una ternura malasia y lanzan voces de amor a los pasajeros.
-Amigo, ?quieres cerezas?
-Gracias.
-Son er¨®ticas. Tienen un efecto afrodisiaco.
-?De veras?
-Ideales para esta noche de pasi¨®n.
-Ponme un cuarto de kilo.
Las cerezas brillan ahora imp¨²dicamente en los dedos de ese caballero en pijama que ha bajado a tomar el fresco con su perro pequin¨¦s. Cerca de all¨ª hay cola frente al puesto de helados, y desde ese punto arrancan chicas sobre patines que deslizan la figura por la fila cero del patio de butacas dando leng¨¹etazos a bolas de vainilla. En este momento, un gladiador enjaezado por Paco Rabanne exhibe m¨²sculos y cinchos de amianto en el escenario vac¨ªo. Se pasea por delante de un grupo de psiquiatras argentinos. Las sillas de la terraza est¨¢n todas ocupadas por gente guapa, y tal vez la representaci¨®n acaba de empezar. En el c¨¦sped que bordea la calzada hay escenas de marihuana, como modernos desayunos sobre la hierba, de Manet, y el fresador mariquita de Vallecas ya ha salido de casa vestido de nuevo rom¨¢ntico, aunque la sisa le constri?e mucho el aler¨®n. No es tan l¨¢nguido de envergadura como debiera para este oficio, pero da igual. Lleva en la cabeza un sue?o loco de fin de semana, y su padre, que es un viejo sindicalista con botijo en el balc¨®n, lo ha visto partir a bordo de una motocicleta sin atreverse a abrir la boca. Qui¨¦n sabe. A lo mejor, el chico un d¨ªa romper¨¢ en artista o se convertir¨¢ en un divo de la canci¨®n mel¨®dica, y entonces ¨¦l podr¨ªa permitirse el lujo de veranear en Gand¨ªa. El ¨¢nima femenina del fresador vuela hacia el estanque del Teide.
Ciervos acical¨¢ndose en la noche
Frente a otros espejos de la ciudad hay m¨¢s ciervos acical¨¢ndose en la noche, ninfas de ojos acu¨¢ticos, damas de tul o j¨®venes cardados que bajo la luz solar son empleados de Banesto o trabajan en una gestor¨ªa, pero que al llegar la oscuridad se convierten en cris¨¢lidas. La fiesta s¨®lo consiste en verse, en asomarse a la piel del vecino. Por lo dem¨¢s, en ese dique de Recoletos, los sue?os de una noche de verano bajo la luna musulmana andan sueltos y crean una malla de hex¨¢gonos de mesa en mesa, de modo que cada espectador u oficiante se ve forzado a sentirse caballo esplendoroso, yegua de Terry, le¨®n del desierto, p¨¢jaro tropical o puma de altiplano. El fresador de Vallecas, hecho un p¨¢lido tarz¨¢n de lino, ha llegado a las 12 en punto a la terraza, al mismo tiempo que el travesti abatido por la polic¨ªa es desembarcado en la Direcci¨®n de la Seguridad del Estado. El travesti resulta ser tambi¨¦n un joven de taller, un mec¨¢nico de la Seat, que acaba de pinchar a un cliente por falta de pago. En bata de cola, con la cara resplandeciente de hermosura y los senos de silicona, ha sido bajado a un s¨®tano de la Puerta del Sol. Puede permanecer all¨ª las 72 horas del c¨®digo mientras fuera comienza en Madrid el primer pase de la funci¨®n. Antes, los guardias del ret¨¦n le han tomado las medidas.
-?C¨®mo te llamas?
-Dorian Gray.
-Te pregunto por tu nombre de pila.
-Evaristo.
-Bueno, Evaristo. Has ca¨ªdo por cuarta vez.
Seguramente, el verdadero Dorian Gray podr¨ªa ser el fresador de Vallecas, y este travesti cuchillero no es otra cosa que su retrato, que va a ser guardado durante tres d¨ªas en el cuarto trastero de la polic¨ªa para que el duplicado pueda brillar en la terraza del Teide. M¨ªrelo qu¨¦ elegante va. Ahora, el fresador contempla la propia imagen de penumbra recortada por la luz de la farola isabelina, y all¨ª no hay nadie que sea m¨¢s hermoso que ¨¦l. En la terraza del Teide comienza a pacer una zoolog¨ªa variada, que va llegando por estratos en sucesivas oleadas. Primero aparece una capa de plastificadas ni?as de Serrano. A ellas se superpone una veta de muchachos new-wave con las caderitas hermetizadas con flecos y cremalleras de Giorgio Arman?. Sobre estas siluetas se extiende otra cobertura de gay decorados por la tienda Berl¨ªn o dise?ados por Jes¨²s del Pozo. Luego irrumpe en el pasto una manada de seres con una palidez violinista, ectoplasmas de Chopin, se?oritas de la burgues¨ªa del planeta J¨²piter. Despu¨¦s se condensa un nuevo pliegue de cuerpos vestidos con l¨¢minas de metal, y finalmente, a la hora alta, llegan bellos animales de cualquier ¨ªndole con la cabellera imaginativa, con arreos de la decadencia del imperio, cl¨¢mides, dalm¨¢ticas, peplos, desnudos galvanizados en cobre y otros dorados fara¨®nicos. Ya est¨¢n todos. Los camareros sirven horchata a los dioses, y en esa terraza del Teide los reflejos de carne, al trabarse magn¨¦ticamente, forman una superficie, de lago donde cada narciso se mira. El espect¨¢culo consiste en contemplar el propio perfil en la estancada profundidad del coro.
Como este fresador de Vallecas que ahora se encuentra paralizado en medio de la escena, Narciso era un joven desde?ador de ninfas que un d¨ªa lleg¨® al borde de una fuente donde descubri¨® su rostro reflejado en el agua y qued¨® prendado de su propia belleza. Enloquecido al no poder alcanzar el objeto de su pasi¨®n, se fue consumiendo de melancol¨ªa hasta quedar transformado en una flor. El narciso es una flor que simboliza la muerte prematura. Nace solitariamente de una planta bulbosa, de hojas radicales, y dura muy poco. El fresador de Vallecas no tiene amigos. Se pasea con armoniosa cadencia de m¨²sculos entre la multitud, sorbiendo un granizado de lim¨®n, y lleva las mejillas empolvadas de arroz, el traje blanco y el sombrero de paja blanda. Es un tallo que emerge desde el fondo del estanque y permanece lozano en la noche de Madrid, mientras en la mazmorra de la Direcci¨®n de la Seguridad del Estado otra flor semejante se desvanece lentamente. En algunos corros de la terraza se habla del amor m¨¢s moderno. Se trata de un coloquio entre adolescentes de marfil, tal vez profesionales del ramo.
-Era un chico encantador. Se hab¨ªa enchulado con ¨¦l.
-?Qu¨¦ pas¨®?
-Tuvo que darle una cuchillada.
-?Oooh!
-Aquel se?or no le entend¨ªa. No quiso llevarle consigo a Marbella.
-?Le mat¨®?
-Fue s¨®lo un aviso. Luego se amaron un poco todav¨ªa.
Son suaves las noches de fin de semana en Madrid. Los ¨¢ngeles bajan a ligar con los ni?os de Sodoma y las muchachas lamen bolas de vainilla sobre patines silenciosos. En los flancos de esta antigua ca?ada de la Mesta hay garitos de fresa para ejecutivos y concejales de pueblo. Est¨¢n en la parte alta. En los jardincillos secretos de Isabel la Cat¨®lica duermen travestis de seda desva¨ªda dulcemente en el cap¨® de los coches. En la trastienda de Recoletos se ofrece un mercado de fontaneros grecolatinos con pr¨®stata de avellana, pero la terraza del Teide es el ¨²ltimo escaparate de la moda donde se exponen los narcisos en la oscuridad. Es lo que se lleva en el minuto postrero. El culto de la imagen no es nada agresivo. Tiene una est¨¦tica de ¨¦xtasis que de momento no ha roto ning¨²n polic¨ªa.
Biograf¨ªa de un fresador mariquita
?sta es la peque?a historia de un fresador mariquita, la biograf¨ªa de una flor consumida en tres noches de verano. A esa llora sublime del viernes ha llegado a bordo de la motocicleta, despu¨¦s, de trabajar en la f¨¢brica toda la semana. Ha puesto el yo a remojo dentro de una tela neorrom¨¢ntica y ha desfilado por la pasarela del Teide tambi¨¦n el s¨¢bado y el domingo. Ha dormido durante el d¨ªa, se ha decorado en el crep¨²sculo y no desea m¨¢s que ofrecerse de maravilloso, porque ¨¦sa es su ¨²nica pasi¨®n. Mientras tanto, el retrato de Dorian Gray, tal vez la imagen genuina del fresador, se ha ido pudriendo, lejos de all¨ª, en un s¨®tano de la Puerta del Sol. El travesti ha pasado varias jornadas recluido sin poder restaurarse. Lleva churretones de rimel en la cara, tiene la peluca arrumbada contra el muro de la celda; el p¨¢rpado, ca¨ªdo; la boca, descolgada, y las tetas de yeso, llenas de cucarachas. Est¨¢ sentado en el suelo con las pantorrillas abiertas, con la bata de cola levantada hasta el vientre, y acaba de pedir un espejo al guardi¨¢n de turno. El fresador rom¨¢ntico se exhibe como un doble fant¨¢stico por la cornisa del Teide y s¨®lo reclama un poco de admiraci¨®n. En este instante, un sargento de la polic¨ªa pone el espejo en la mirilla del calabozo, y el travesti contempla con horror que en sus mejillas de diosa le ha nacido una barba de tres d¨ªas. Suave es la noche de Madrid. Al fresador le quedan unas horas de belleza en la terraza. Ma?ana es lunes y hay que volver a la f¨¢brica de tornillos. El travesti ser¨¢ puesto en libertad.
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