La mujer y los intelectuales
Estos nuevos estilistas que desde lo alto de sus columnas de EL PAIS nos hacen o¨ªr diariamente sus voces, tienen a menudo atisbos de genialidad que rescatan su discurso de la inevitable y ef¨ªmera cotidianeidad. Vicente Verd¨², por ejemplo, en la que titula Carmen, hace un inesperado y valiente canto a la mujer que va m¨¢s all¨¢ del simple feminismo. Aqu¨ª y all¨¢, en el art¨ªculo que comentamos, hay aseveraciones que, como piedras preciosas ocultas bajo esa ganga del lenguaje period¨ªstico, basta limpiarlas un poco para que resplandezcan con todo su brillo. Nacidas, posiblemente, de un aliento po¨¦tico, son verdades que sin embargo se encuentran corroboradas por la ciencia. "Todo lo que puede hacer de misterioso un hombre", dice Verd¨², "se encuentra cada vez m¨¢s conectado a su fatal relumbre de femineidad... La mujer es la din¨¢mica del sexo". Pues bien, nos acaban de demostrar que la mujer, lejos de ser un subproducto del hombre -la m¨ªtica costilla de Ad¨¢n-, es quiz¨¢ el barro original de la creaci¨®n humana. Antonio Guillam¨®n, en un art¨ªculo aparecido en EL PAIS el 3 de julio de 1983, nos dice poco m¨¢s o menos que la naturaleza produce b¨¢sicamente hembras, y que el macho se diferencia a partir de un substrato b¨¢sico com¨²n que es el de la mujer. Incluso los modelos sexuales tendr¨ªan una forma espec¨ªficamente femenina que ser¨ªa poco accesible al conocimiento del sexo contrario.En Carmen se dice tambi¨¦n: "?Qu¨¦ cosa es el placer de una mujer? ?De qu¨¦ manera se posee, en un arrogante deleite que nos excluye?". Pues una mujer precisamente, Annie Leclerc, en un delicioso libro que se llama Parole de femme, contesta a Verd¨², nos contesta a todos, encuadrando una vez m¨¢s la intuici¨®n po¨¦tica con la realidad. "Es preciso que yo hable", dice, "no del disfrute de mi alma, de mi virtud o de mi sensibilidad femenina, sino del goce de mi sexualidad de mujer, de mi vagina de mujer, de mis senos de mujer, de placeres fastuosos de los cuales los hombres no tienen la menor idea".
En esencia, pues, la mujer se adentra en la vida y en la naturaleza con ra¨ªces profundas que escapan al pragmatismo masculino. Lo intuyeron las civilizaciones antecristianas. Dem¨¦ter, Palas Atenea, Ceres y Astart¨¦, todas mujeres, eran la vida, la creaci¨®n, el placer y la sabidur¨ªa. La mujer ya no debe identificarse como un sexo paralelo, sino original, y si quiere rescatar su esencia y su personalidad no tiene que medirse con el metro masculino.
Garc¨ªa Calvo, en un debate sobre el machismo del lenguaje celebrado hace alg¨²n tiempo, iniciaba su perorata, supuestamente feminista, diciendo: "Todo lo m¨¢s que podemos hacer los hombres en favor de la mujer es rendir armas; convertirnos en traidores a nuestro sexo". Verd¨² no se reduce en su art¨ªculo a rendir sus armas, sino que "cambia sus gravosas y enhiestas banderas por la ambiciosa aventura de ser mujer". No sabemos si ello ser¨¢ una traici¨®n al sexo masculino, pero es indudablemente un homenaje al intelecto y a la sensibilidad.
Puede pensarse que no hay por qu¨¦ destacar el hecho, aparentemente normal, de que un intelectual valore a la mujer en su punto justo, sin aprior¨ªsticos condicionamientos ni moldes predeterminados, y, sin embargo, el famoso concepto de la imbecillitas mullieris no fue acu?ado por el buen pueblo, sino por intelectuales. Desde los padres de la Iglesia, que dudaban en adjudicar a la mujer un alma racional, hasta la feroz misoginia de Auguste Comte, que afirmaba que el sexo femenino estaba condenado a una inferioridad natural. Desde el puro aborrecimiento fisico de Linneo, que en el pr¨®logo de su Historia natural dice: "No llevar¨¦ a cabo la descripci¨®n de los ¨®rganos femeninos, pues ¨¦stos son abominables", hasta la estabulaci¨®n que el gran Freu, mistificador del alma y del sexo femeninos, hace de la mujer. "La naturaleza", dice, "ha determinado el destino de la mujer... En la juventud, el de una deliciosa y adorable cosa; en la edad madura, el de una esposa amada".
Bien es verdad que tambi¨¦n hubo pensadores que rompieron m¨¢s de una lanza a favor de la mujer, pero fueron los menos. Stuart Mill, por ejemplo, del que poco se pod¨ªa sospechar que saltara de sus an¨¢lisis econ¨®micos y pol¨ªticos al feminismo. Combati¨® duramente el prejuicio general de la ¨¦poca sobre la inferioridad femenina escribiendo un libro sobre el tema, La servidumbre de la mujer. Lleg¨®, incluso, a tratar de enmendar el machismo en el lenguaje -tarea m¨¢s que dif¨ªcil- proponiendo que la palabra man fuera sustituida por la asexuada person. Montaigne, al reconocer que "machos y hembras han sido hechos con el mismo molde", tambi¨¦n se exclu¨ªa del mito de la superioridad masculina.
Pero es en ¨¦poca reciente cuando sorprende hallar, en un escritor tan seco como Sartre, una inesperada sensibilidad en la comprensi¨®n del hecho femenino. Bien es verdad que durante toda su vida tuvo al lado la permanente lecci¨®n de femineidad e inteligencia de una Simonne de Beauvoir. En sus viejos Cahiers, cuando Sartre ten¨ªa apenas 30 a?os, dec¨ªa refiri¨¦ndose a las mujeres: "Me gusta su forma de hablar, de decir las cosas y de verlas; me gusta su forma de pensar y las cosas sobre las que piensan... Yo me entiendo con las mujeres". Y termina con esta frase, ins¨®lito aspecto de un fil¨®sofo: "Prefiero hablar con una mujer de sus cosas que hablar de filosof¨ªa con Aron".
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