Busca tu refugio
?Qui¨¦n iba a sospechar que, al crecer y multiplicarse, agitar¨ªan violentamente los posos de la tradici¨®n protectora, enturbiar¨ªan las escasas y claras verdades que est¨¢bamos resignados a perpetuar y averiar¨ªan irreparablemente las atalayas desde las que nuestros antepasados contemplaban un horizonte finalmente sosegado? ?Qui¨¦n iba, en fin, a suponer que su presencia entre nosotros iba a arruinar la intemporalidad de nuestros prop¨®sitos y a dar car¨¢cter de urgencia a nuestras vidas?Fueron llegando cautelosamente, tanteaban el panorama con devota admiraci¨®n y se mostraban propensos al ¨¦xtasis ante cualquier pretexto: la transparencia de las aguas, la antolog¨ªa de brisas y la violenta luz de un cielo en plena resaca de azules. Apenas si nos miraban al principio, aunque, preciso es decirlo, cuando lo hac¨ªan sus ojos se inyectaban en una curiosidad insolente, y poderosa, cuya malsana naturaleza deber¨ªa habernos puesto sobre aviso. A¨²n no lo sab¨ªamos, pero ya no eran viajeros, sino turistas que llegaban al oportuno amparo de las decisiones de la ONU, que en 1950 hab¨ªa revocado los acuerdos de aislamiento hacia Espa?a. Mallorca era su primer objetivo. Renac¨ªa la industria del ocio, o la que hab¨ªa sido llamada industria de forasteros. Este renacimiento romper¨ªa todos los hilos que caprichosamente hab¨ªan dejado nuestras Ariadnas en el laberinto de la historia.
Desfilaban ante nuestras mira das at¨®nitas, que no hab¨ªan tenido tiempo ni oportunidad de transfor mar en paisaje, en geograf¨ªa-espect¨¢culo, una tierra que, cuando ten¨ªa gestos imprevistos de generosidad, s¨®lo permit¨ªa una modesta supervivencia. Su presencia ampliar¨ªa los horizontes de nuestros sue?os, humillados por los reiterados fracasos de la emigraci¨®n a las Am¨¦ricas.
Est¨¢bamos seguros de ser nosotros los observadores, los vig¨ªas y los espectadores. Con las debidas precauciones al principio, con temeraria confianza despu¨¦s, fuimos acerc¨¢ndonos m¨¢s y m¨¢s a aque llos grupos de ex¨®ticas personas para mirarles cara a cara, para no perdernos ni un detalle de sus gestos que pudiera ayudarnos a explicarnos el misterio mismo de su existencia y el de su presencia desconcertante en nuestra tierra. Mucho m¨¢s tarde sabr¨ªamos que eran ellos los espectadores y que nosotros form¨¢bamos parte del espect¨¢culo. Pero al llegar ese impreciso momento ya se hab¨ªan levantado inmensas torres a lo largo de la costa, descomunales m¨¢quinas tragaperras, atalayas desde las que ¨¦ramos contemplados por millones de ojos azules, como si de una gran muralla se tratara no para nuestra defensa, sino como expresi¨®n incontestable de nuestra indefensi¨®n: lo que los m¨¢s optimistas consideraban el escenario del encuentro de culturas variopintas, marcado de ideas, lugar de contraste e intercambio de h¨¢bitos y costumbres en aplicaci¨®n de la ley de los vasos comunicantes ?D¨®nde pod¨ªa refugiarse nuestra intimidad si nosotros mismos nos d¨¢bamos en espect¨¢culo, dejando de ser para hacer de?
La ceremonia de la confusi¨®n
Hab¨ªamos sufrido un proceso curioso y revelador, uno de cuyos s¨ªntomas era la hipertrofia de nuestra mirada, nuestra incapacidad para mirarnos con ojos que no fueran los de nuestros visitantes. Ten¨ªamos de nosotros mismos la imagen que a ellos les hab¨ªa convenido formarse: ¨¦ramos ex¨®ticos, ya que una parte de nosotros mismos contemplaba a la otra desde los h¨¢bitos adquiridos, con una ¨®ptica ajena y deformante. A¨²n tardar¨ªamos muchos a?os en pedir una oportunidad de autodefinirnos, y al llegar este momento descubrimos que ¨¦ramos pura arqueolog¨ªa, un problem¨¢tico pasado sepultado bajo capas heterog¨¦neas de un presente artificial sobre el que no pod¨ªamos ejercer ning¨²n control Se hablaba mucho, a la saz¨®n, de se?as de identidad. Una inmigraci¨®n desproporcionada las multiplicaba y en esta torre de babel ya nadie sab¨ªa a ciencia cierta qu¨¦ se?as podr¨ªan corresponder a qu¨¦ identidad. No hab¨ªa en el mundo escenario m¨¢s apropiado para la celebraci¨®n de la ceremonia de la confusi¨®n.
Los primeros en darse cuenta buscaron sigilosamente sus refugios. Eran ciudadanos que no se sent¨ªan a gusto en ninguno de los papeles que la organizaci¨®n distribuye entre la poblaci¨®n ind¨ªgena; ciudadanos que, cansados de a?adir su sonrisa municipal a la suma de gestos y muecas que hacen de nosotros un pueblo hospitalario, decidieron de pronto apearse de los objetivos ajenos y atender en lo posible a los suyos.
Desde sus refugios en el campo, en los peque?os pueblos de la isla, en la sierra de Tramontana aguardan ahora el momento de su reincorporaci¨®n a la vida de la comunidad, esperan a que se deshinche la isla para reaparecer en la terraza del caf¨¦, en la que ahora no hay mesa libre ni contertulios posibles. No se dejar¨¢n ver en la ciudad ni en las playas, en los restaurantes frente al mar ni en los estrenos hasta que al calendario se le hayan ca¨ªdo todas las hojas del largo y c¨¢lido verano. Tienen, al parecer, sus buenos motivos, su dec¨¢logo, que podr¨ªa resumirse en dos principios b¨¢sicos: no quieren formar parte del paisaje; no quieren que les convierta en materia prima la mirada de cualquier antrop¨®logo de esquina.
En sus refugios han colocado la primera piedra de un sentimiento todav¨ªa no bien perfilado, pero que sin duda tiene alguna relaci¨®n con la futura y problem¨¢tica posibilidad de recuperar la isla como tierra nativa. No est¨¢n dispuestos a enterrar su coraz¨®n en Wounded Knee y, aunque sin conde don Juli¨¢n a quien reivindicar, cuando el sue?o agobia sus p¨¢rpados y cierra sus ojos, se dicen que "ma?ana ser¨¢ otro d¨ªa, la invasi¨®n recomenzar¨¢".
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