Glosa al escalofr¨ªo
Desde que Foucault sembr¨® la duda en los significados y alcances del estar y ser loco o cuerdo, la locura dej¨® de gozar de patente de diferencia; no doy por bueno, claro es, el falaz arbitrio de las altas bardas del manicomio para distinguir entre los de dentro y los de fuera, entre los internos y los externos. Sin embargo, todos estamos acordes en que considerar loco -y tratar como loco- a quien se comporta de forma diferente es muy c¨®modo arbitrio evitador de tener que entrar en mayores y siempre imprecisas sutilezas. Si loco vale por diferente, siempre podr¨¢ uno confiar en que la locura es asunto del pr¨®jimo, negocio ajeno, tema de los dem¨¢s.A veces la locura no hace m¨¢s cosa que llamar la atenci¨®n sobre la tr¨¢gica diferencia impuesta e imposible de vencer. Leo en los peri¨®dicos que acaba de suicidarse un alba?il sin trabajo que hace unos meses mat¨® a sus dos hijos a¨²n ni?os porque no pod¨ªa darles de comer. Los expertos en tan huidizos distingos dicen que el desgraciado opt¨® por el suicidio en un momento de lucidez. El esquema as¨ª dise?ado queda completo: lo diferente es matar a los hijos, al margen del motivo que pueda empujar al hombre a la sangre: el pago voluntario del crimen, por el camino inverso, es s¨ªntoma de equilibrada participaci¨®n de los valores de los cuerdos. Al fin y el cabo, la muerte. tampoco iguala tanto como se dice.
CAMILO JOS? CELA
A.BASTENIER
En estos tiempos de tan evidentes y profundas transformaciones de la sociedad, la cuesti¨®n del derecho a la vida y a su interrupci¨®n ha solido girar en torno al tema del aborto. Abortistas y antiabortistas se han empe?ado en una discusi¨®n bizantina, en una logomaquia discurseadora e in¨²til, puesto que los argumentos -y de forma sospechosamente machacona- han venido expres¨¢ndose en lenguajes no siempre homog¨¦neos ni tampoco v¨¢lidos. Del suicidio, por ejemplo, no se ha hablado hasta ahora, al menos con igual trascendencia p¨²blica, pese a que hist¨®ricamente la tendencia fuere precisamente la opuesta. A nuestros abuelos -y aun a nuestros padres- les importaba mucho m¨¢s el suicidarse que el abortar, quiz¨¢ porque la suficiente, e incluso enorme, mortalidad infantil no les permit¨ªa contemplar la siega del embarazo como un tema de mayores alcances. Hasta que Durkheim ech¨® mano de la estad¨ªstica y transform¨® la atrayente especulaci¨®n en poco m¨¢s que una aburrida mec¨¢nica basada en el m¨¦todo comparativo, el suicidio dio pie a muy sesudas anotaciones, y desde los estoicos y los epic¨²reos hasta Nietzsche se registra todo un inteligente clamor en pro de esa "muerte libre, que viene a m¨ª porque yo quiero".
Ser¨ªa misericordioso conceder al albafifi parricida y suicida tan po¨¦tico acto de voluntad. El arquetipo del suicidio epic¨²reo fue el de Hemingway; tambi¨¦n el de Juan Belmonte, enfrentados ambos a la amarga perspectiva de una vida marcada por monacales -y rechazadas- abstinencias. Ni distorsionando hasta el l¨ªmite su propia condici¨®n de mito pudieron, ni el uno ni el otro, imaginar una semejante p¨¦rdida de identidad. Por el contrario, aquellos expertos en limbos-y matices nos presentan el s¨¢icidio del alba?il en paro como un proceso t¨ªpicamente estoico aunque marcado por un mecanismo demasiado elemental: la p¨¦rdida de su condici¨®n virtuosa -y la perspectiva de vivir con la muerte de los hijos pesando para siempre sobre sus espaldas- llev¨® a nuestro pobre personaje a un ¨²ltimo y decisivo acto de raz¨®n. Me parece, sin embargo, que las cosas no son tan sencillas como se nos quieren presentar, y que la diferencia estoica entre el suicidio tolerable (como acto de raz¨®n) y el reprobable (como ceguera pasional) no es tan clara y patente.
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A poco que se mudase el contenido de nuestros valores sociales en uso, la locura y la raz¨®n habr¨ªan de correr por cauces quiz¨¢ algo distintos. Podr¨ªa ser racional, por ejemplo, el desligar sexo y matrimonio, el aprender t¨¦cnicas anticonceptivas y el dejar de proyectar sobre los demiurgos el asunto de la planificaci¨®n familiar al grito de "hijos, los que Dios env¨ªe". Y podr¨ªa ser demencial, tambi¨¦n por ejemplo, el aceptar una situaci¨®n tr¨¢gica bajo el muy panglossiano argumento de que las cosas son como son, y nuestro mundo, por evidente ausencia de cualquier otro, el mejorde todos los posibles. En tiempos idos y ya casi olvidados hubo quienes, sobre pensar as¨ª -y sobre pretender que raz¨®n y locura est¨¢n enga?osamente cruzadas en su real sentido-, mov¨ªan voluntades y levantaban ¨¢nimos bastantes como para alertar a las autoridades preocupadas por mantener las cosas lo m¨¢s cercanas posible a como estaban la semana pasada. Pero hoy ya no est¨¢ de moda la utop¨ªa, al menos en las cabezas que pretenden discernir.
Seg¨²n estos supuestos, los locos matan a sus hijos para que no se mueran ellos solos de hambre, con lo que arbitran parad¨®jicamente una sesuda distinci¨®nentre proceso natural y artificio, para luego, en cuanto tienen un momento de lucidez, suicidarse. Algo es algo. Todos conocernos pa¨ªses en los que a uno le animan a quitarse la vida con la acumulaci¨®n de medios que el Estado pone a su disposici¨®n, sin necesidad de partir de parricidio alguno y tan s¨®lo con proclamar su fe en la vana utop¨ªa. A veces, incluso se le ayuda un poco al ciudadano a tomar una ¨²ltima decisi¨®n razonable, y si insiste en su locura se le fusila o se le pone al otro lado del muro, que esto va en grados de civilizaci¨®n.
Pero nosotros los espa?oles estamos convencidos de que ese es un asunto muy distinto del que ahora nos ocupa. Nosotros los espa?oles somos muy razona bles, excepto, quiz¨¢, alg¨²n que otro alba?il en paro. Es l¨¢stima que vuelva Durkheim con las estad¨ªsticas y nos alarme ante la creciente masa de candidatos a la locura. De no ser as¨ª, todo se reducir¨ªa a una noticia m¨¢s escalofriante que pintoresca.
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