Me alquilo para so?ar
Me pregunto qu¨¦ fue de ella. La conoc¨ª en Viena hace 28 a?os, comiendo salchichas con papas hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes latinos, y se hubiera dicho que era la ¨²nica austriaca leg¨ªtima en la mesa, no s¨®lo por su suculenta pechuga oto?al, sus l¨¢nguidas colas de zorros en el cuello del abrigo y el acento de quincaller¨ªa con que hablaba un castellano primario. Pero no: hab¨ªa nacido en Armenia -la de Colombia- y se hab¨ªa ido a Austria muy joven, entre las dos guerras, a estudiar m¨²sica y canto. En aquel momento andaba por los 40 a?os muy mal llevados, pues nunca deb¨ªa haber sido bella y hab¨ªa empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio era uno de los seres humanos m¨¢s simp¨¢ticos que he conocido en mi vida. Y tambi¨¦n el m¨¢s temible.Viena era entonces -y desde entonces lo fue para siempre- la ciudad de el tercer hombre. Una antigua ciudad imperial que la historia hab¨ªa de convertir en una remota capital de provincia, y cuya posici¨®n geogr¨¢fica entre los dos mundos irreconciliables que dej¨® la segunda guerra mundial hab¨ªa acabado de reducirla a lo que fue Estambul en otro tiempo: el para¨ªso del mercado negro y el espionaje mundial. Carol Reed y Graham Greene no hubieran podido escoger un ¨¢mbito m¨¢s adecuado para una gran pel¨ªcula. Y para una gran novela, por supuesto, que es lo que queda en la casa para siempre despu¨¦s de que se encienden las luces del cine y sus hermosos fantasmas de carne y hueso empiezan a fugarse de la memoria. Pero tampoco hubiera podido imaginarme un ¨¢mbito m¨¢s adecuado para aquella compatriota fugitiva que segu¨ªa comiendo en la taberna estudiantil de la esquina s¨®lo por fidelidad a su origen, pues ten¨ªa recursos de sobra hasta para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el que la conocieron siempre sus amigos m¨¢s antiguos de Viena: Frau Roberta.
GABRIEL GARC?A M?RQUEZ
R.,
En esa ¨¦poca ya no le quedaba de su vocaci¨®n de soprano sino la calidad de aceite tibio de la voz y la suntuosidad pectoral, de modo que no hab¨ªa en mi ninguna intenci¨®n secundaria la noche en que se nos hizo m¨¢s tarde que de costumbre y la invit¨¦ a dar un paseo por el Danubio para ver si era en realidad tan azul como en los valses. No lo era, por cierto, como era f¨¢cil de imaginar, sino un torrente denso que no alcanzaba a reflejar la hermosa luna de primavera que se manten¨ªa sin pudor en el centro del cielo. Yo, que siempre he sido un nost¨¢lgico a la defensiva, comprend¨ª que un remoto viernes como hoy, cuando ya fuera incr¨¦dulo y viejo, iba a acordarme de aquella noche como una de las buenas noches de mi vida (y que tal vez lo iba a escribir, como acabo de hacerlo), y trat¨¦ de convencerme desde entonces de que era una noche turbia e ins¨ªpida que no merecer¨ªa el homenaje de una nostalgia. Sin embargo, una vez m¨¢s, el destino jug¨® sucio, porque no me mand¨® aquella noche s¨®lo con el Danubio y con la luna, sino que me puso la trampa de Frau Roberta. Ahora, tratando de acordarme de ella, no he podido impedir el recuerdo de la noche en que ella estaba, y me parece injusto, pero irremediable. Porque fue en ese mismo instante cuando comet¨ª la impertinencia feliz de preguntarle a Frau Roberta c¨®mo hab¨ªa hecho para asimilarse de tal modo a aquel mundo tan distante y tan distinto de los riscos de vientos del Quindio, y ella me contest¨® con su verdad de un solo golpe: "Me alquilo para so?ar".
Era cierto. Muchos a?os antes, cuando la nieve se hizo m¨¢s fr¨ªa por el hambre, no apel¨® al recurso f¨¢cil de pedir un pasaje de regreso al calor de la patria y olvidarse para siempre de La Boh¨¦me y de Tanhauser, sino que llam¨® a la primera puerta que le gust¨® para vivir y pidi¨® trabajo. Le preguntaron qu¨¦ sab¨ªa hacer, y tambi¨¦n en ese caso contest¨® la verdad: "S¨¦ so?ar". Aquella frase, que s¨®lo un ama de casa austriaca estaba en condiciones de entender, no s¨®lo cambi¨® el rumbo de una honesta familia cat¨®lica y peque?oburguesa ejemplar, sino que fue el principio del bienestar y la fortuna de Frau Roberta.
En realidad, su ¨²nico compromiso, como lo hab¨ªa propuesto, era so?ar. No le costaba ning¨²n trabajo, porque sab¨ªa hacerlo muy bien desde ni?a. Era la tercera de los hijos de un tendero pr¨®spero de alg¨²n pueblo cercano de Armenia -de cuyo nombre tal vez no quiero acordarme por prudencia- y desde que aprendi¨® a hablar instaur¨® en la casa la buena costumbre de contar los sue?os en ayunas, que es la hora en que se conservan m¨¢s puras sus virtudes premonitorias. Una vez, a los siete a?os, so?¨® que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente, y la madre, que todo lo cre¨ªa, le prohibi¨® al hijo lo que m¨¢s le gustaba, que era ba?arse en la quebrada. Pero Frau Roberta -que qui¨¦n sabe c¨®mo se llamaba en aquellos tiempos prehist¨®ricos del viejo Quindio- ten¨ªa ya desde entonces un sistema original e intransmisible de interpretar los sue?os. "Lo que ese sue?o significa", dijo, "no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer nada dulce". La sola interpretaci¨®n era una infamia cuando la advertencia era para un ni?o de siete a?os que no pod¨ªa vivir sin sus postres. La madre, que nunca puso en duda la facultad adivinatoria de la hija, hizo respetar la advertencia con mano dura. Pero un mal d¨ªa el hermano se?alado se atragant¨® con una bola de caramelo que se estaba comiendo a escondidas y no fue posible salvarlo de una muerte atroz por asfixia.
Frau Roberta no pens¨® nunca que aquella virtud pudiera ser un oficio, hasta que la vida la agarr¨® en Viena por la garganta y la oblig¨® a apreciar las posibilidades comerciales de sus sue?os. Fue aceptada en la primera casa en que toc¨®, sin que esa preferencia obedeciera a ninguna visi¨®n de la noche anterior -como ser¨ªa f¨¢cil pensarlo-, porque su facultad ten¨ªa un l¨ªmite, y era que serv¨ªa para los otros pero nunca para ella misma. Empez¨® con un sueldo modesto, apenas suficiente para los gastos menudos, pero le dieron en la casa un buen cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en que toda la familia se sentaba a conocer -dicho por ella seg¨²n los sue?os de la noche anterior- el destino inmediato de cada uno de sus miembros: el padre, que era un funcionario importante de la administraci¨®n de correos; la madre, que era una mujer alegre y apasionada de la m¨²sica de c¨¢mara rom¨¢ntica, y dos ni?os de 11 y 9 a?os. Todos eran muy religiosos, y por lo mismo, propensos a la superstici¨®n vergonzante. Y todos, hasta los ni?os, ten¨ªan el sentido del humor del padre, que recibi¨® encantado a Frau Roberta en su casa. "Es un placer", le dijo, "conocer a la ¨²nica persona en este mundo que trabaja durmiendo".
Se qued¨® para siempre. Durante muchos a?os, sobre todo en los m¨¢s tremendos de la segunda guerra, cuando sus sue?os se llenaron de obuses que significaban amenazas de dolencias hep¨¢ticas, y de aviones en llamas que significaban domingos apacibles, o carnicer¨ªas de trincheras que significaban tesoros escondidos en alg¨²n lugar de la casa. Por esa ¨¦poca so?aban tanto los miembros de la familia que ella hizo un esfuerzo sincero para aplicar su m¨¦todo de interpretaci¨®n a los sue?os ajenos. Pero fue in¨²til: s¨®lo ella sab¨ªa so?ar. De modo que con el tiempo s¨®lo ella pod¨ªa determinar a la hora del desayuno lo que cada quien deb¨ªa hacer aquel d¨ªa y c¨®mo deb¨ªa hacerlo, hasta que su voluntad termin¨® por ser la ¨²nica admisible en la casa. Su dominio sobre la familia fue total, y aun el suspiro m¨¢s tenue ten¨ªa la ra¨ªz en su almohada visionaria. Por los d¨ªas en que la conoc¨ª hab¨ªa muerto el due?o de casa -liberado para siempre de la esclavitud del correo por una cuantiosa herencia que recibi¨® al final de la guerra- y hab¨ªa tenido la elegancia de favorecer a Frau Roberta en el testamento, con la ¨²nica condici¨®n de que siguiera so?ando para la familia hasta donde le alcanzaran los sue?os.
Mientras me contaba esta historia maravillosa frente al Danubio espeso no pude reprimir la sospecha de que Frau Roberta era tal vez la estafadora m¨¢s feroz y original de cuantas hab¨ªan pasado por el mundo. Y se lo di a entender del modo m¨¢s delicado. "Lo ¨²nico que quisiera", le dije, "es saber si es verdad que usted sue?a". Ella me envolvi¨® con una mirada de compasi¨®n. "Es verdad", me dijo sonriendo. "Y por eso he venido esta noche, para decirte que anoche tuve un sue?o que tiene que ver contigo: debes irte enseguida y no volver a Viena antes de cinco a?os". En el primer tren de la madrugada, por supuesto, me fui para Roma. De eso hace 28 a?os -como ya lo he dicho- y todav¨ªa no he vuelto a Viena.
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