Tendremos cine
San Sebasti¨¢n ca¨ªa bien a los espa?oles quiz¨¢ porque, como alguien dec¨ªa, era "la ciudad menos espa?ola de Espa?a", aunque eso sin dejar de serlo. La clase media alta espa?ola salida de la posguerra se sent¨ªa casi en Francia, pero estando en casa; es decir, c¨®moda y sin complejos, comiendo sardinas asadas con las manos y con la sensaci¨®n de haberlas pedido en perfecto franc¨¦s casi sin acento. Por otra parte, nada presagiaba que a aquellos ni?os tan bien vestidos -como vest¨ªan los ni?os donostiarras- que correteaban Alderdi Eder, entre los tamarindos verdes y las ex¨®ticas a?as de pendientes rojos, les fuese a invadir a?os m¨¢s tarde ese horrible virus de cepa abertzale. Como contrapartida, Donostia -nunca Donosti, por favor- ca¨ªa fatal a los vascos en general y a los guipuzcoanos en particular. Un poco quiz¨¢ porque, en general, a quienes trabajan la tierra, el hierro o la madera no les hace gracia la gente que vive de alquilar su cama y es incluso capaz de andar diciendo "buenos d¨ªas, se?ora; buenos d¨ªas, se?or" a diestro y siniestro. Pero sobre todo porque el donostiarra era elegante y lo mismo se plantaba en una sidrer¨ªa de Oiartzun, Errenteria o Hernani con la ropa de pasear por el bulevar, incluidos los zapatos blancos y de buen tac¨®n, lo que hac¨ªa que los sidreros de pueblo, que calzaban alpargatas, le echasen versos, en los que le trataban ligero de cascos, kaskarin, que todav¨ªa se recuerdan y han debido influir lo suyo en la configuraci¨®n de la actual despectiva que comentamos.
RAM?N SAIZARVITORIA
MIRET MAGDALENA
Ning¨²n ejercicio de tenacidad es comparable al de un guipuzcoano empe?ado en identificarse, por lejos que se encuentre de su aldea, pueblo y m¨¢s generalmente noble villa, sin recurrir a algo tan socorrido y l¨®gico en los habitantes de otras regiones -incluida Vizcaya- como es el declararse nacidos en la capital con el fin de ahorrarse tiempo y explicaciones hist¨®rico-geogr¨¢ficas, siempre latosas para quien las da y para quien las toma. Si no, que se lo pregunten a El¨ªas Querejeta o a Gabriel Celaya -soy poeta y nac¨ª en Hernani-, empe?ados en decir que nacieron en esta localidad, m¨¢s por negar que son donostiarras que por otra cosa.
Don P¨ªo, quiz¨¢ para clarificar las cosas a Victoria Vera -que en una entrevista confesaba haber elegido el nombre en homenaje al pueblo donde hab¨ªa nacido el ilustre escritor, confusi¨®n m¨¢s que justificada, por otra parte-, dej¨® escrito que era guipuzcoano y donostiarra; que lo primero le gustaba, pero que lo segundo, menos. Y refiri¨¦ndose a las para ¨¦l convencionales calles y a los mediocres monumentos del por lo general admirado Ensanche, dec¨ªa que all¨ª donde los donostiarras, en colaboraci¨®n con los madrile?os, ponen la mano se levanta una cosa vulgar.
M¨¢s recientemente, un artista escultor vasco dec¨ªa que San Sebasti¨¢n era como una vieja putita empe?ada en pintarrajearse los labios marchitos cada verano, a?orando un pasado mejor y ya lejano. La imagen puede ofender m¨¢s o menos a quienes, mal instalados en el San Sebasti¨¢n de los ochenta, a?oran a la vieja putita, a quien, como buenos hijos, quisieran recordar de respetable se?ora.
Esta ciudad se ha pintado -pintado exclusivamente, sin otra higiene- con manos de brocha gord¨ªsima, hasta que por fin a los angelotes de hierro del puente de Mar¨ªa Cristina no se les distingu¨ªa el culo de las alas de recubiertos que iban. Ni cuando m¨¢s comerciado y explotado fue su suelo, ni cuando el metro cuadrado en cualquier barrio donostiarra era m¨¢s caro que en los Campos El¨ªseos se molest¨® nadie en hacerle un mal remiendo.
En consecuencia, los puentes sobre el r¨ªo Urumea se caen; el paseo Nuevo se desmorona; el paseo de la Concha, p¨¢smense, se derrumba. El inventario de bajas puede dar una idea de la cat¨¢strofe incluso a quien s¨®lo conoce la ciudad de o¨ªdas. La Concha, el puente de Mar¨ªa Cristina, el paseo Nuevo son el centro; no hablemos de la periferia.
Y no ha sido la consecuencia de una cat¨¢strofe s¨²bita, de una riada, de un maremoto. Ni siquiera un error de c¨¢lculo como el que hizo demoler el maravilloso Gran Kursaal, el mejor casino de Europa, antes de darse cuenta de que no ser¨ªa rentable construir sobre el solar. Ha sido una cat¨¢strofe cotidiana que ha llovido con la persistencia y mesura que llov¨ªa aqu¨ª anta?o y que ahora tambi¨¦n comenzamos a a?orar.
Poco a poco, mientras llov¨ªa, los donostiarras aprendieron a pasar el verano pr¨¢cticamente solos. Se dec¨ªa que era por lo del petr¨®leo, por la crisis; pero en el fondo cada donostiarra interiorizaba el fracaso y resultaba como si los veraneantes les hubiesen dejado porque les ol¨ªa el aliento.
Es verdad que con el tiempo se le empez¨® a ver el lado bueno al abandono tur¨ªstico. Era dejar de ser una ciudad de forasteros y fondistas, no tener que andar pidiendo perd¨®n porque resulta que hoy tambi¨¦n llueve y poder tom¨¢rselo como Celaya -"Qu¨¦ mal tiempo, dicen los veraneantes. / Ay, qu¨¦ buen tiempo sin tiempo, digo yo"- y, en general, no molestarse en ocultar la propia decadencia, privados de esa inquietud, de ese temor a que nos noten que se nos ha movido el ombligo.
Como fen¨®meno cultural m¨¢s importante habr¨ªa que destacar probablemente que el donostiarra de zapatitos blancos ha conseguido lo que parec¨ªa imposible: la adaptaci¨®n urbana de un euskera que languidec¨ªa en otras zonas m¨¢s jatorras; es decir, menos casquivanas y m¨¢s nuestras.
Hace unos a?os que asistimos al retorno de una clase intelectual que hab¨ªa desertado de la ciudad por considerarla peque?a, pacata y provinciana, y que busca c¨¢tedraen la nueva universidad de Zorroaga, y mesa en la nueva cocina vasca, que fundamentalmente es donostiarra, como la cl¨¢sica. Y vienen tambi¨¦n nuevos visitantes que no quieren venir s¨®lo de visita, que quieren vivir la experiencia de sentirse donostiarras, lo que no siempre es f¨¢cil -hay que reconocerlo- en una poblaci¨®n que se protege mucho del turismo.
Lo viejo y lo nuevo
Puede que todo sea cuesti¨®n de modas m¨¢s o menos fugaces. En todo caso, al donostiarra el encontrarse nuevamente solo no le pillar¨ªa de sorpresa. Se ha aprendido su lecci¨®n de escepticismo y sabe que, en general, lo de la nouvelle pasa, que lo de la nueva Real Sociedad, sin ir m¨¢s lejos, no es para siempre. En realidad son cosas que tienen casi m¨¢s eco fuera que dentro. Un Arconada tiene, por obra y gracia suya y de su entorno, menos peso sociol¨®gico aqu¨ª del que tendr¨ªa en otras latitudes, y la irrupci¨®n de la bechamel en la cocina no despeja nuestra preocupaci¨®n por la calidad del bacalao o el futuro de la merluza de lomo negro, que siempre am¨® la salsa verde.
El festival de cine es un elemento m¨¢s que comparte la incertidumbre donostiarra navegando entre lo viejo y lo nuevo. Nacido de un contubernio de c¨¢mara de comercio, asociaci¨®n de comerciantes o similar para mantener el prestigio y dar esplendor al verano, se repite cada a?o en el escenario de un teatro de gallinero con bancos de madera, adornado de tapices gastad¨ªsimos y municipales de casaca roja y casco de penachos, dise?ado por alg¨²n concejal ocioso y ¨¢vido de historia. Se renueva al galope de sus contradicciones, expandi¨¦ndose a pueblos y barrios en busca de una descentralizaci¨®n que, habida cuenta de nuestra superficie y densidad poblacional, s¨®lo es posible entender aqu¨ª. Buscando proyectarse en nuevas secciones, abri¨¦ndose a espacios culturales m¨¢s amplios que el de la propia cinematograf¨ªa.
Sin abandonar las cenas fr¨ªas en los salones del palacio real -que en los buenos tiempos la ciudad regal¨® a la familia real y en los malos tiempos no tuvo m¨¢s remedio que compr¨¢rselo a costa de la telef¨®nica municipal- con la inevitable presencia del Gotha local; entre ellos, alg¨²n esmoquin apestando a naftalina, la nueva clase pol¨ªtica y quiz¨¢ dos o tres periodistas noveles que no se enteran que la fiesta est¨¢ en otra parte. Todo ello, presidido por alguna anciana actriz que tambi¨¦n tuvo renombre y conserva glamour.
Precisamente un festival basado en el glamour, como se pretendi¨® montar hace un par de a?os, es lo que la ciudad rechaza. No est¨¢n los tiempos para revivals y s¨ª para intentar buscar seriamente un camino que contribuya al enriquecimiento cultural del pa¨ªs. S¨®lo bajo esta condici¨®n seguir¨¢ siendo posible el festival. Los donostiarras, que nunca han demostrado excesiva curiosidad por ver entrar o salir del palacio del festival -que, por cierto, este a?o es municipal- a esos se?ores maduros y muy morenos que acompa?an a rubias de amplia sonrisa empe?adas en sentirse provocativas, ni a las Florinda Chico, ni a un italiano grandote y peinado a raya que alg¨²n desaprensivo se empe?a en invitar todos los a?os, no est¨¢n tampoco para aguantar festivales de cine sin cine. Nos dar¨ªa much¨ªsima verg¨¹enza tener que repetir ante cajones de cristal vac¨ªos lo que le dijo el Miquelete al perplejo don P¨ªo la primera vez que visit¨® el acuario donostiarra: "Peses no tenemos".
Babelia
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