Matar con todas las de la ley
Desde su m¨¢s tierna infancia antropol¨®gica, el hombre se ha dedicado con fruici¨®n a eliminar a sus semejantes con los medios que en cada momento ten¨ªa a su alcance. Desde la maza artesanal a la bomba at¨®mica no ha hecho m¨¢s que perfeccionar los medios y persistir en los fines. Sin embargo, bien pensantes cong¨¦neres del hombre primitivo han ido etiquetando las etapas de esta destructiva especie con ennoblecedores ep¨ªtetos tales como Horno faber y Horno sapiens, olvidando que ni el hacer ni el pensar son exclusivas del ser humano; tambi¨¦n los animales lo hacen, aunque sea a su escasa medida. La ¨²nica caracter¨ªstica que distingue al hombre de sus cong¨¦neres de cuatro patas es el destruir sin necesidad y el asesinar sin provecho.Pero esta agresividad elemental y directa puede gozar de remotas justificaciones y atenuantes circunstanciales. El odio, la codicia, la pobreza o el miedo suelen ser, uno u otro, compa?eros de viaje del asesino. Lo que no.tiene explicaci¨®n ni disculpa es que hombres cultos y religiosos, crucifijo a la diestra y c¨®digos a la siniestra, decidan fr¨ªamente la muerte de un ser humano, y para ello, erijan un edificio de fundamentos morales falso por los cuatro costados.
Despu¨¦s de largu¨ªsimos a?os de lucha contra la pena de muerte, cuando no quqda pr¨¢cticamente ning¨²n pa¨ªs que la aplique en la Europa civilizada, una y otra vez rebrotan voces pidiendo su restablecimiento. Parece como si su abolici¨®n se considerara s¨®lo un experimento temporal presto a ser abandonado a la menor efervescencia social o al m¨ªnimo resurgir de la violencia delictiva. Y los Tartuf¨®s de la moral vuelven a exhibir sus viejos argumentos b¨ªblicos o pragm¨¢ticos. Para algunos, es la sangre de los asesinos lo que lava m¨¢s blanco las manos de los gobemantes; otros, como la se?ora Thatcher, conocida por el sobre nombre de la Dama de hierro, sin duda por el aspecto que tiene de usar cors¨¦ de acero inoxidable, pretendi¨® restaurar en su pa¨ªs la pena de muerte para los terroristas. El proyecto fracas¨® con gran pesar de los m¨¢s recalcitrantes tories de la C¨¢mara inglesa y de los miembros del IRA, que como todos los buenos terroristas son fervientes partidarios de la pena de muerte. En tal ocasi¨®n se apresuraron a asesinar a cuatro soldados, sin duda para aportar argumentos a los partidarios de su restablecimiento.
Tiempo atr¨¢s, Mr. Nixon s¨ª que consigui¨® que se volviera a instaurar la pena de muerte, en suspenso desde 1967. Y la primera ejecuci¨®n consecuencia de la sana moral del ex presidente norteamericano fue paradigma de c¨®mo una honesta judicatura enmascar¨® una ejecuci¨®n con los m¨¢s exquisitos remilgos de orden moral.
La v¨ªctima, en esta ocasi¨®n a la que nos referimos, se llamaba Gary Gilmore. Desde muy pronto se mostr¨® como un futuro ajusticiado poco proclive a colaborar con el Estado. Primero, trat¨® de privar al pa¨ªs de una ejemplar ejecuci¨®n ingiriendo una fuerte dosis de barbit¨²ricos. Los m¨¦dicos de la prisi¨®n, convencidos de que la deontolog¨ªa profesional impone que los reos sean ejecutados en el mejor estado de salud posible, le devolvieron a la vida -?o quiz¨¢ debiera decir "a la muerte"?-. M¨¢s tarde, se empe?¨® en ser ejecutado deprisa y corriendo, lo que hubiera desvirtuado tal ceremonia al privarla de su parsimonioso ritual. Al mismo tiempo, ech¨® sobre sus jueces un espinoso problema de conciencia. Para Gilmore, la muerte era un ferviente deseo; por tanto, teniendo en cuenta el componente de pena o castigo que subyace en la pena capital, ?se la deber¨ªa aplicar a quien la espera como un premio?
Resueltas las dudas morales provocadas por la insociabilidad del reo, lo que produjo considerable retraso en la ejecuci¨®n decretada, Gilmore eligi¨® el fusilamiento como forma de muerte legal, sistema utilizable en Utah en tales fechas -finales de 1976-. En EE UU, como muestra de un envidiable eclecticismo, las ejecuciones son como a la carta; se puede escoger entre horca, cianuro, fusilamiento, silla el¨¦ctrica o inyecci¨®n letal. Ahora bien, la multiplicidad de ejecutores que exige el sistema de fusilamiento no aconseja la existencia de un pelot¨®n de verdugos oficiales, por lo que se prefiri¨® escoger tiradores voluntarios entre los ciudadanos que dirigieran una petici¨®n a las autoridades en tal sentido, mismamente como si se tratara de participar en el Un, dos, tres, responda otra vez. Hubo
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abundante correo al respecto, quiz¨¢ exponente del sentido c¨ªvico de los ciudadanos, quiz¨¢, resultado de los 175 d¨®lares que se ofrec¨ªan a los elegidos. El alcaide de la prisi¨®n efectu¨® una exhaustiva informaci¨®n sobre los solicitantes. Lo que m¨¢s le preocupaba, al parecer, es que alguno de los aspirantes a fusilador eventual fuera un s¨¢dico para el que tirar sobre Gilmore constituyera un placer, en lugar del penoso deber de un ciudadano defensor de la ley y ¨¦l orden. Y tampoco era cosa de que, adem¨¢s, se le pagaran 175 d¨®lares.
El fusilamiento se hizo lo m¨¢s t¨¦cnicamente posible. Desde una mirilla, los tiradores pudieron contemplar al reo, a ocho metros de distancia, atado a un sill¨®n, con una capucha en la cabeza, vestido solemnemente de oscuro como la cosa requer¨ªa y con un cuadrado de tela blanca sobre el coraz¨®n. Con un poco de imaginaci¨®n, los tiradores pudieron pensar que se hallaban ante el blanco de sus ejercicios dominicales de tiro. Y como en este asunto de la pena de muerte, necesariamente desagradable, es conveniente no despertar excesivos complejos de culpabilidad, la delicadeza del asunto exige que nadie parezca tener culpa de nada. Uno de los fusiles se carga con bala de fogeo, luego cada uno de los ejecutores puede pensar que quienes mataron al reo fueron los dem¨¢s. El fiscal podr¨¢ pedir una pena de muerte, pero son el jurado o el juez los que la aceptan o la rechazan. El alcaide de la prisi¨®n es un mandado y siempre hay alguien que puede conmutar la ¨²ltima pena. El pueblo, sea o no partidario de la pena de muerte, delega en sus gobernantes, y ¨¦stos, cuando condenan a muerte es porque "la opini¨®n p¨²blica lo exige".
El muerto ya casi no es humano; se reduce a un rect¨¢ngulo de tela blanca. El escenario de la ejecuci¨®n es rec¨®ndito; la hora, incierta. Nadie sabe qui¨¦n le mat¨® ni qui¨¦n dict¨® la ¨²ltima condena. Muere un hombre, pero la moral queda inc¨®lume. En resumen: aqu¨ª no ha pasado nada.
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