Cultura popular y museos
?C¨®mo podr¨¢ tener efecto la participaci¨®n popular en los bienes de la cultura dentro de una sociedad de masas con las caracter¨ªsticas de la actual? Y en cuanto a las artes se refiere, ?c¨®mo podr¨¢ lograrse que esa participaci¨®n se cumpla de manera plena y en condiciones ¨®ptimas? Vienen ocasionadas estas preguntas por la reciente decisi¨®n oficial de abrirle a todo el mundo gratis las puertas de los museos nacionales, y la posterior de limitar num¨¦ricamente el acceso al del Prado.Esta ¨²ltima disposici¨®n est¨¢ basada en irrebatibles razones de seguridad y protecci¨®n del tesoro ah¨ª alojado; pero tras de ellas no deja de hacerse sentir el recelo de que la afluencia de tant¨ªsima gente a la Pinacoteca tenga poco que ver con un espec¨ªfico inter¨¦s, o siquiera simple curiosidad, por el arte de la pintura, y no sea sino un caso m¨¢s del desbordarmiento f¨ªsico con que toda multitud, como una avalancha, llena enseguida los espacios vac¨ªos. Ese recelo, generalmente sentido pero t¨ªmidamente insinuado antes que expresado, me ha hecho recordar mi sorpresa, hace a?os, al ver en el museo de New Delhi familias enteras merendando acampadas, madres amamantando a sus ni?itos mientras otros correteaban por las salas o jugaban en las escaleras... Y claro est¨¢ que poner las obras de arte al alcance de quien quiera disfrutar de ellas es intenci¨®n irreprochable, plausible, inexcusable. Pero, sentado esto, no resultar¨ªan ociosas algunas consideraciones acerca de lo que es un museo, de la funci¨®n que un museo debe cumplir.
Pensemos ante todo que los cuadros que cubren sus paredes no fueron pintados con destino a ellas. Han sido llevados al museo desde los templos, palacios y dem¨¢s edificios p¨²blicos de su original emplazamiento, donde ten¨ªan una adecuada colocaci¨®n, tomada en cuenta, sin duda, por el artista al concebir y ejecutar su obra. El desplazamiento sufrido por ella -inevitable para su salvaci¨®n y conservaci¨®n- a las paredes de un museo menoscaba con frecuencia la significaci¨®n de la obra y su efecto sobre el espectador; pero esto es, como digo, inevitable, y un mal menor: esas pinturas, esas esculturas, hab¨ªan dejado de servir la funci¨®n social para la que fueron creadas, y ahora se archivan, en raz¨®n de su valor intr¨ªnseco, en la especie de conservatorio que es el museo, donde se exhiben y pueden ser contempladas, gozadas, apreciadas y estudiadas por quienes en ello tengan inter¨¦s, o siquiera una curiosidad estimulada por las t¨ªpicas pretensiones burguesas de cultura. No importa demasiado que la devoci¨®n burguesa por la cultura (rasgo noble y tan positivo como en geneal lo es el fen¨®meno del esnobismo) decaiga f¨¢cilmente en beater¨ªa filistea, de la que son ¨²ltimo ejemplo el apresurado turista que hace una genuflexi¨®n o se persigna ante el altar de la Gioconda en el Louvre. o el de Las Meninas en el Prado, las caravanas conducidas por una agencia de viajes que se detienen un momento ante esas pinturas famosas, o las excursiones tra¨ªdas de Mongolia por las autoridades sovi¨¦ticas -recuelo postrero del filiste¨ªsmo burgu¨¦s- a recorrer las salas del Ermitage.
No hay duda de que todos los seres humanos tienen derecho a participar en la com¨²n herencia cultural de la humanidad; pero es dudoso, en cambio, que la visita en masa a los museos sea, dentro de las condiciones del mundo actu¨¢l, la mejor manera de garantizarles esa participaci¨®n. Las espectaculares mudanzas de nuestro tiempo, tanto en cuanto a la realidad social b¨¢sica como en cuanto al desarrollo tecnol¨®gico, exigen un radical replanteo de la posible relaci¨®n del individuo con la esfera de los valores, es decir, de las v¨ªas de su integraci¨®n en el orden de la cultura. Invitar las masas a los museos parece tan absurdo como pretender meterlas en el sal¨®n donde una orquesta de c¨¢mara ejecuta piezas de m¨²sica barroca. Quede aparte la cuesti¨®n acerca de si la sensibilidad actual reclama formas id¨®neas de arte, ajustadas a la medida de la sociedad en que vivimos, como en verdad lo son aqu¨¦llas en que de hecho vemos hoy expansionarse a las multitudes realizadas en una participaci¨®n multitudinaria activa. Pero si las piezas de Bach o de Mozart no consienten ser ejecutadas en un estadio, ello no implica que deban arrumbarse o acaso quedar reservadas al disfrute de una minor¨ªa privilegiada. Las artes viven y perviven dentro de su propia tradici¨®n, y la obra bien lograda mantiene a trav¨¦s de los siglos la virtud de hablar profundamente y conmover a todos los hombres. Todos los hombres tienen derecho a disfrutar de ella. Y es lo cierto que, en el terreno de la m¨²sica, los avances de la tecnolog¨ªa han permitido que ese derecho se haga efectivo poniendo al alcance de todo el mundo las m¨¢s perfectas reproducciones de la ejecuci¨®n m¨¢s exquisita. La econom¨ªa de esta tan denostada sociedad de consumo habilita a cada cual para que ejercite en condiciones de comodidad suma su opci¨®n a o¨ªr la m¨²sica que prefiera.
?Por qu¨¦ no ha ocurrido otro tanto en el terreno de las artes pl¨¢sticas? ?Es que acaso el pro-
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greso tecnol¨®gico no permite obtener ah¨ª reproducciones tan exactas e impecables como las del sonido? Seguro que lo permite; y no s¨®lo en cuanto reproducciones del objeto mismo -del cuadro, por ejemplo, si de un cuadro se trata- que hagan muy dif¨ªcil detectar a primera vista la suplantaci¨®n, sino tambi¨¦n su reproducci¨®n en im¨¢genes electr¨®nicamente proyectadas, capaces de revelar aspectos o detalles poco visibles en el original mismo. Posibilidades tan estupendas no han sido, sin embargo, desplegadas a fondo, quiz¨¢ porque no se prestan demasiado a la explotaci¨®n comercial en un mercado libre. El tesoro art¨ªstico del pasado se encuentra confiado a la custodia del Estado o de otras instituciones escasamente ¨¢giles y nada dispuestas a vencer imaginativamente la rutina en que yacen. Hasta ahora se han contentado con ofrecerle al p¨²blico modestas reducciones de sus lienzos y estatuas m¨¢s populares, y si cada cual puede llevarse a su casa el Mes¨ªas de H?ndel con orquesta y coro, nadie va a instalar en su vivienda una r¨¦plica del cuadro de Las lanzas a todo tama?o; pero qui¨¦n sabe cu¨¢ntas otras cosas no cabr¨ªa hacer.
Al margen de la cr¨ªtica a una exposici¨®n de obras del Museo Vaticano llevadas desde Roma a Estados Unidos, planteaba no hace mucho una revista norteamericana la cuesti¨®n del riesgo impl¨ªcito en el transporte de joyas tales, sugiriendo la alternativa de presentar en cambio exposiciones donde fuesen mostrados sus fieles facs¨ªmiles. Contra esta sugesti¨®n podr¨ªa esgrimirse an¨¢logo argumento al de los esp¨ªritus refinados cuando, en m¨²sica, arguyen que escuchar una grabaci¨®n no equivale a escuchar un concierto -lo cual es muy verdad, pero lo es tan s¨®lo para el o¨ªdo educado y la afinada sensibilidad del connaisseur- En pintura, ciertamente el cromo de La ¨²ltima cena que adorna el comedor de una casa de hu¨¦spedes (o la etiqueta del raticida -en mi cuento The last Supper) no sustituir¨¢, ni siquiera para el m¨¢s tosco espectador, la pintura de Leonardo; pero si el connaisseur o el especialista no va a satisfacerse con una reproducci¨®n, por buena que sea, de la famosa pintura, nadie habr¨ªa de gritar escandalizado ante ¨¦sa o cualquier otra reproducci¨®n de las grandes obras que jalonan la historia del arte, brindada a la admiraci¨®n p¨²blica en exposici¨®n transitoria o permanente.
Por lo dem¨¢s, la idea del museo de reproducciones no constituye novedad ninguna. Lo nuevo es la calidad excelente de las que hoy se obtienen, impecables hasta el punto de poder enga?ar acaso a quien no sea un experto. Y si la funci¨®n asignada a los museos frente al p¨²blico general no es s¨®lo aquella superficialmente recreativa que se cumple en apresuradas inspecciones tur¨ªsticas u ociosos paseos dominicales, sino tambi¨¦n, y sobre todo, una funci¨®n de car¨¢cter educativo encaminada a propiciar, para cualquier interesado en cualquier localidad, el acceso a los valores pl¨¢sticos y el conocimiento de la historia del arte, la ventaja de museos tales salta enseguida a la vista. Pi¨¦nsese en el efecto relativamente restringido que alcanzan las exposiciones circulantes de unas cuantas obras maestras en unas cuantas ciudades durante unos cuantos d¨ªas, en comparaci¨®n con el que tendr¨ªa el disponer en cualquier centro de poblaci¨®n de una muestra cabal permanente, de las principales creaciones art¨ªsticas de la historia universal en reproducci¨®n fiel, acompa?ada, adem¨¢s, del necesario material informativo.
Si se tiene en cuenta que la mayor¨ªa de los aficionados y potenciales estudiosos ven reducido su conocimiento a lo que puede hallarse en las ilustraciones de los libros de arte, y que aun aqu¨¦llos que, para suerte suya, habiten Madrid, Par¨ªs, Roma, Nueva York o cualquiera. de las ciudades que alojan grandes museos no tienen acceso a otras obras que las exhibidas en el de su propia residencia, resultar¨¢ por dem¨¢s evidente que un buen museo de reproducciones facilitar¨ªa a todos su preparaci¨®n inicial, completada luego mediante el contacto directo con las obras originales, muchas o pocas, existentes en su entorno, y con la visita de estudios a los centros depositarios del patrimonio art¨ªstico tradicional, -es decir, a los grandes museos de todo el mundo, donde las joyas del tesoro legado por generaciones pret¨¦ritas quedar¨ªan preservadas y custodiadas de manera an¨¢loga a como se preservan y custodian en la caja fuerte de un banco las ricas preseas de damas que, con el aplomo de quien posee ese encaje bancario, exhiben tan s¨®lo en las fiestas sociales un juego de bien labrada imitaci¨®n. Para los asistentes a la fiesta, si no son expertos consumados, el efecto ser¨¢ el mismo, mientras que las piedras preciosas est¨¢n a salvo de h¨¢biles o audaces ladrones, y las preciosas obras de arte, a salvo de la destrucci¨®n o el deterioro que pueda ocasionarles el profano manoseo.
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