Teor¨ªa de Alfonso Guerra
Daguerrotipos. En un pa¨ªs normal Alfonso Guerra hubiera sido, probablemente, un creador de segunda, un profesor jacobino, un boticario exaltado de talante decimon¨®nico, un maestro de escuela que lleva los p¨¢rvulos al campo con una cantimplora para clasificar plantas silvestres y los sienta bajo un casta?o sobre un libro de Tagore, o un cineasta de caf¨¦ literario al que encargan un documental acerca de la pesca del chanquete, o un director de teatro que sue?a con montar una cosa de Pirandello.
Los socialistas acababan de ganar las elecciones. En el comedor privado del restaurante Zalaca¨ªn, un banquero de siete hierbas, rodeado de otros financieros igualmente armados con cuchillos, estaba trinchando un codillo. All¨ª se hablaba de Alfonso Guerra, y entre todos, celebraban una ceremonia vud¨² o un rito de car¨¢cter m¨¢gico, tal vez m¨¢s europeo. El banquero no era imb¨¦cil en absoluto, sino un caballero de cabeza plateada, dotado de esa elegancia que exhala la alta contabilidad, aunque ahora parec¨ªa confundir los t¨¦rminos. Cre¨ªa que Alfonso Guerra se encontraba en el plato a su merced. En la conversaci¨®n del restaurante saltaba de pronto ese nombre maldito, y entonces el cuchillo del consejero delegado bajaba velozmente hacia la raci¨®n de cerdo buscando venganza. Trinchaba una coyuntura, bland¨ªa con el tenedor en el aire un pedazo de mondongo e iba por ¨¦l con picotazos de alcot¨¢n carro?ero. Un comensal le advirti¨® con cierta iron¨ªa:-D¨¦jelo ya, jefe. En el fondo, Guerra es s¨®lo un poeta. Los hay peores.
-Usted no le conoce.
-Alfonso es un buen chico, con la mala leche de los flacos. Envida de farol.
-Los moralistas de provincias duermen muy poco.
-?,Le preocupa eso?
El banquero dej¨® a un lado la etiqueta y agarr¨® a Alfonso Guerra por la pata, con carcajadas de rey normando. Elev¨® el codillo hasta las fauces, y el resto de los vasaflos ri¨® con ¨¦l como en aquellos festines carn¨ªvoros del medioevo. Por ese tiempo, Alfonso Guerra sal¨ªa mucho en televisi¨®n para explicar el resultado de las votaciones. Lo que realmente mortificaba a las gentes de sal¨®n era la imagen de aquel maestrillo de escuela rural repartiendo entre los suyos, con un puntero en el mapa, una vieja heredad que la derecha siempre consider¨® suya. El banquero pens¨® que este vendedor de biblias le hab¨ªa robado el caballo. O, lo que es lo mismo: un abogadillo de Sevilla y su amiguete el librero, dos chicos de cine-club, con pantal¨®n de pana y trenca con capucha, se hab¨ªan apoderado de Espa?a.
Victoria socialista y zumo de tomate
La noche del 28 de octubre de 1982, en los salones del hotel Palace, hab¨ªa terminado una larga aventura. En la fiesta de la victoria socialista la sangre era zumo de tomate, como en las pel¨ªculas del Oeste. Volaban a media altura los montados de caviar, corr¨ªan por las alfombras esp¨¢rragos con mahonesa, los camaradas lloraban l¨¢grimas de ginebra, abraz¨¢ndose con llaves de yudo, y en el v¨¦rtice de aquella euforia, Alfonso Guerra oficiaba el gran papel de un dios electr¨®nico coronado de d¨ªgitos. La silueta de este Doctor No se asomaba a la pantalla con un fulgor de azufre en los ojos, atemperado por una sonrisa de conejo, y se le ve¨ªa feliz bajo aquella pi?ata de sondeos favorables, estad¨ªsticas y porcentajes. Acababa de retorcer el cuello a las matem¨¢ticas. El triunfo hab¨ªa llegado, la parafina de Antonio Machado flotaba por los recintos del hotel Palace con una mancha de chorizo en la solapa, y aquel devoto suyo, muchacho de pana rayada, estaba sentado en un barril de votos con 20 micr¨®fonos en la boca. En ese momento, Felipe Gonz¨¢lez quemaba la espera construyendo puentes con los juguetes did¨¢cticos de los hijos de Julio Feo, hasta que, de pronto, en aquella casa son¨® el tel¨¦fono con la llamada - del brujo. -Que se ponga el presidente del Gobierno.
-Dime, Alfonso.
-El sue?o se ha cumplido. Vente para ac¨¢.
Oh, ateridas tardes de domingo con la nariz pegada al cristal de la ventana, matinales de cine donde echaban Fanfan la Toulipe, lecturas de Albert Camus que ellos compraban en la trastienda de un baratillo, primeras novias con rebeca y dedos manchados de bol¨ªgrafo, la pel¨ªcula Nueve cartas a Berta, milicias universitarias llevando las mulas cargadas con morteros por una ladera de Montejaque, largas colas con las manos en los bolsillos para el concierto en el teatro Real, conferencias sobre Maritain que da Aranguren, pl¨¢ticas pol¨ªticas de tasca a la sombra de un tinto con aceitunas, libros de El Ruedo Ib¨¦rico y el zurr¨®n lleno de octavillas, la pena negra del flamenco y, por encima de esta, melancol¨ªa de la libertad, L¨®pez Rod¨®, que hablaba de la renta per c¨¢pita con labios dulzones, mientras algunos obreros amaestrados bailaban la jota en el estadio Chamart¨ªn bajo la sotabarba del d¨¦spota. Oh, ateridas tardes de domingo escupiendo pipas de girasol cuando Fraga entregaba un ramo de claveles gitanos a la turista diez millones. ?Qui¨¦n era entonces Alfonso Guerra? Un joven progresista de molde que no lograba sacar cabeza. Hab¨ªa estudiado la carrera de Filosof¨ªa y de ingeniero t¨¦cnico de Telecomunicaci¨®n, hac¨ªa versos, escrib¨ªa cosas para caf¨¦-teatro, iba de intelectual por Lady Pepa, quer¨ªa ser director de cine y le suspendieron en el examen de ingreso en la escuela, mont¨® una librer¨ªa en Sevilla y all¨ª pas¨® una buena temporada recostado en el olmo viejo de Machado, hendido por el rayo.
-?Tiene pegatinas?
-No, chaval. Tengo carteles de Neruda.
-?Y Mortadelo y Filem¨®n?
-Tampoco. Ll¨¦vate La n¨¢usea, de Sartre.
-?Es de aventuras?
Cualquier artista frustrado resulta imprevisible. Si no se siente capaz de crear La monta?a m¨¢gica, puede, en cambio, hacer la revoluci¨®n, que es mucho m¨¢s f¨¢cil. Pero en aquel tiempo, Alfonso Guerra tampoco era un revolucionario, sino un inconformista, con la urticaria de la cultura, a quien la plasta tediosa del franquismo hab¨ªa convertido en un rebelde moralista de provincias. Un tema de Vivaldi todav¨ªa, una partida de ajedrez en la rebotica, los versos de Miguel Hern¨¢ndez, los gases lacrim¨®genos, veinte poemas de amor y una canci¨®n desesperada, los panfletos calentitos reci¨¦n salidos de la multicopista, algo de Friedrich D¨¹rrenmatt y lo ¨²ltimo de Ionesco en una far¨¢ndula universitaria, cristianos para el socialismo, las cargas de la polic¨ªa y los con ciertos para ¨®rgano y orquesta de Haendel. ?l era uno de aquellos j¨®venes que al inicio de los a?os sesenta tomaron conciencia pol¨ªtica por un motivo simplemente est¨¦tico. Hab¨ªa nacido en una familia de obreros, pero fue aquel aburrido panorama de la represi¨®n cultural, lleno de gerifaltes analfabetos, sonrisas de Sol¨ªs y ministros de Informaci¨®n con cananas en las cacer¨ªas, el que forz¨® a su ¨¢nimo de artista incomprendido a lanzarse hacia otr clase de escena. Puesto que no pod¨ªa siquiera estrenar sus obras en el sotanillo de Lady Pepa, hab¨ªa que derribar el r¨¦gimen. Ten¨ªa raz¨®n. Y para esa gran representaci¨®n teatral apost¨® por un buen caballo.
Coraz¨®n jacobino
Hab¨ªa conocido a Felipe Gonz¨¢lez, abogado laboralista, en los c¨ªrculos de la oposici¨®n semiclandestina de Sevilla, cuando la lucha contra el franquismo era para algunos s¨®lo un juego moral, levemente peligroso, a veces divertido e incluso superrealista, que produc¨ªa alg¨²n moret¨®n y un gasto de cinco duros en mercromina. En un pa¨ªs normal, Alfonso Guerra hubiera sido probablememte un creador de segunda, un profesor jacobino, un boticario exaltado de talante decimon¨®nico, un maestro de escuela que lleva los p¨¢rvulos al campo con una cantimplora para clasificar plantas silvestres y los sienta bajo un casta?o sobre un libro de Tagore, o un cineasta de caf¨¦ literario al que encargan un documental acerca de la pesca del chanquete, o un director de teatro que sue?a con montar una cosa de Pirandello. Es de la raza de los puros, de los flacos insomnes, uno de esos j¨®venes airados que no comen y cuya ambici¨®n personal estriba en influir en los dem¨¢s en nombre de la justicia. Primero en la clandestinidad, des pu¨¦s p¨²blicamente en la vida pol¨ªtica, Alfonso Guerra sublim¨® en seguida sus reprimidas dotes de escritor, sus artes nunca reconocidas para el montaje teatral. Las bambalinas de la irresistible ascensi¨®n de aquel grupo socialista andaluz, con el golpe no s¨®lo de efecto, sino de mano, en los congresos de Toulouse y de Suresnes, ¨¦l las manej¨® como quien dirige desde cajas una comp¨¢?¨ªa de actores aficionados. Hizo algunas acotaciones en el libreto.-Esta escena no es as¨ª, Felipe. Te lo tengo dicho.
-Entonces, ?que hago?
-Mira. T¨² sales por el foro. Willy Brandt est¨¢ situado a la derecha con el malet¨ªn. No tienes que dudar. Te acercas a ¨¦l con cara de cortijero humilde, pero con una contenida rabia interior. A ver, repite.
-?Y qu¨¦ le digo?
-Nada. Desaf¨ªale con los ojos.
Alfonso Guerra tambi¨¦n compon¨ªa versos secretos, guardaba en el caj¨®n p¨¢ginas in¨¦ditas. De pronto, su alma de poeta o su sensibilidad de escritor hall¨® la oportunidad pol¨ªtica de publicar aquellas creaciones, condens¨¢ndolas en frases mordaces, en greguer¨ªas envenenadas, en r¨¦plicas sarc¨¢sticas o ir¨®nicas que le hicieron c¨¦lebre y temible. Necesitaba un gran escenario con muchos ca?ones de luz para lanzar a la platea sus alardes justicieros en el papel de ¨¢ngel vengador. Eso lo encontr¨®, en el Parlamento, pero parec¨ªa una ficci¨®n. Aquella tarde ten¨ªa sentado en el banco azul al antagonista del melodrama, Mart¨ªn Villa, abrazado a un cartapacio, le m¨¢raba desde abajo con las dioptr¨ªas astilladas en las gafas como un ratero atrapado. Entonces, Alfonso Guerra dobl¨® su escu¨¢lido vientre de juez de la horca sobre el pupitre del estrado, le apunt¨® con el dedo de la verdad y le acus¨® de fascista con la frente traspasada por un vah¨ªdo de S¨®focles. Este actor de lengua de hacha ten¨ªa a sus adversarios sulmidos en la congoja. Este asc¨¦tico maestro de escuela, l¨ªrico malvado, progre de bufanda, joven incontarr¨²nado, rebelde de claustro universitario, brillaba en los pasillos del Congreso de los Diputados erigi¨¦ndose de protagonista en el rev¨¦s de la trama. Rodr¨ªguez Saliag¨²n es un brigada chusquero al que le cortan el pelo con el casco puesto. Como dec¨ªa aqu¨¦l, si Dios existe o no existe, ¨¦se es un problema suyo. La derecha que lleva tirantes habla a los dem¨¢s de apretarse el cintur¨®n. Calvo Sotelo es un hombre tan soso, que su papel m¨¢s ¨²til ser¨ªa el de marmolillo en una calle peatonal. Su¨¢rez y Fraga son lo mismo, s¨®lo les diferencia que van a distintos peluqueros. Realmente, los ten¨ªa acogotados con su literatura. Y encima estaba aquel gui?o de su amor desenfrenado a Visconti, el rumor de que este vaquero maldito lloraba al o¨ªr la Quinta sinfon¨ªa de Mahler, aquel prestigio de dur¨ªsimo contable en la sombra, que fulmina a los tibios, mueve los hilos del aparato, fustiga a los malos, pero se desmaya como un jacinto ante un pensan¨²ento de Juan de Mairena.
Votos a mogoll¨®n
Aquella velada de octubre, en los salones del hotel Palace, fue tal vez en el subconsciente de Alfonso Guerra una culminaci¨®n teatral, la c¨²spide orgi¨¢stica de un cl¨ªmax. Por todos los cables llegaban voluptuosarnente los datos de la victoria socialista, y hab¨ªa en el aire un nerviosismo de noche de estreno. ?l director de escena, contabilizaba votos como si se tratara de entradas de taquilla. Al filo de la madrugada se present¨® un regidor con la noticia. -Alfonso, acabamos de colocar el cartel.
-?De veras?
-No hay billetes.
-He llegado a la cumbre.
Alfonso Guerra no es un pol¨ªtico propiamente dicho, sino un personaje muy espa?ol, que est¨¢ entre tenedor de libros de alma sensible, poeta de coraz¨®n bohemio, moralista investido de palabras feroces, aunque poco h¨¢bil para negociar; duro en la r¨¦plica y blando en la transacci¨®n, un organizador de trastiendas y ficheros con la cabeza llena de est¨¦tica, al que a¨²n le sobra tiempo para enamorar a la hija de un grande de Espa?a. Un a?o despu¨¦s de la afamada fiesta del hotel Palace, aquel banquero de cabeza plateada que com¨ªa en el restaurante Zalaca¨ªn finalmente ha entendido la broma. En este momento tiene a Alfonso Guerra sentado enfrente, en un comedor privado de Jockey. Ambos sonr¨ªen a trav¨¦s del humeante codillo. El banquero est¨¢ encantado con este joven tan gentil. En medio de un corro de altos financieros, armados con cuchillos, eleva un trozo de cerdo y dice:
-?Sabe usted? A m¨ª tambi¨¦n me gusta Antonio Machado. Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro, donde madura el limonero. ?No es hermoso?
-Lo es.
-Ahora hablemos de cuentas.
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