?Santos o fieles difuntos?
El 1 de noviembre celebra la iglesia cat¨®lica el D¨ªa de todos los Santos, y el 2, el de los Fieles Difuntos. Siempre me ha parecido ver, en esa cercan¨ªa significativa, la imposible tarea de deslindar qui¨¦nes son los santos y qui¨¦nes los muertos. En lo segundo no puede haber desacuerdo alguno, y en lo primero cada quien incluye en esa n¨®mina a aquellos que -en su coraz¨®n y entendimiento reservados- ocupan un altar ¨ªntimo e indestructible: el amigo perdido, la persona entrevista m¨¢s all¨¢ de la vida aparencial en su entrega profunda a los otros, y tantas gentes cuyo dolor conocemos o de alg¨²n modo advertimos, pues su discreci¨®n en manera alguna admite la manifestaci¨®n expl¨ªcita.
Creo que Wojtyla, sumido en largas noches de insomnio por la carencia de vocaciones sacerdotales, ha pensado en el caudal retroactivo que aquella vengativa eliminaci¨®n de sotanas del 36 supondr¨ªa para reactivar el fervor de muchos frente a la indiferencia del mundo. A¨²n es tiempo de poder ser m¨¢rtires o de preparar futuras propiciaciones si se recobra el gusto por la sangre. Pero s¨®lo puede ser por la sangre derramada. Tambi¨¦n es posible que aquellos m¨¢rtires de 1936-1939 los considere desaparecidos para el acervo sobrenatural y quiera recuperarlos. Pero, ?para qu¨¦ reino?. A ellos no puede interesarles ya el de este mundo y, en cuanto al otro, deben sentirse lo bastante bien como para no necesitar que les gasten la perogrullada de declararlos santos. En nuestro altar personal e intransferible, todos los muertos de la guerra civil est¨¢n muertos: son nuestros fieles difuntos, los que nos recuerdan que no se puede volver a refrescar el recuerdo y quienes nos dicen que todo recuerdo fresco s¨®lo es amenaza inminente de sangre. Wojtyla es un sentimental (pero poderoso), y no deber¨ªa atizar las pavesas. Tambi¨¦n la prudencia es santa, no s¨®lo los m¨¢rtires, y uno de ¨¦stos -a quien naturalmente no canonizar¨¢ Wojtyla- dijo: "Cre¨ª mi hogar apagado, / y revolv¨ª la ceniza... / Me quem¨¦ la mano".
Ici l'on tue comme on d¨¦boise. Aqu¨ª se mata como se abaten ¨¢rboles. A Saint-Exup¨¦ry le contestaba ya Antonio Machado, en ese di¨¢logo intemporal que la conciencia exigente comparte y lega en nuestra responsabilidad y en el dif¨ªcil oficio de vivir en paz. Los muertos en una guerra civil suponen una memoria sagrada para la tierra que, si no reposo, les dio por lo menos una impresi¨®n tal vez fugaz e irrecuperable de lo hermosa que era y de lo infinitamente mejor que hubiera merecido ser compartida.
En la guerra civil, el terror no fue panacea exclusiva de una parte. El terror rojo fue durante cuarenta a?os una consigna ciega frente a lo rojo que tambi¨¦n fue y segu¨ªa siendo el terror blanco. Con Los grandes cementerios bajo la luna, Georges Bernanos dio un testimonio estremecedor del cat¨®lico que ve a los suyos y a sus jerarqu¨ªas involucrados en una operaci¨®n de limpieza que inyecta en sangre unos ojos obsesionados por acabar de una vez con el mal. La penosa tendencia de categorizar a la oveja descarriada como un lastre vicioso por parte de la ortodoxia, lleva a ¨¦sta a olvidar que se est¨¢ adiestrando en el crimen. Por supuesto, ignora que mate a sus semejantes, pose¨ªda como est¨¢ por la furia de preparar los caminos del Se?or, sin protestas ni desvar¨ªos. Bernanos vio el terror blanco funcionando a placer -o por deber desbordante- en Mallorca.
Bernanos habla de c¨®mo no hay inconveniente alguno, ni esc¨¢ndalo, en el hecho de una Iglesia cuchicheando paternal con los franquistas y recoririend¨¢ndoles la espl¨¦ndida posibilidad de que el ¨²ltimo tiro pueda ser -por favor- de gracia. Un revolucionario a quien se favorece con ejecuci¨®n y bendici¨®n simult¨¢neas es un privilegiado. Lamentablemente, lo ignora y muere con la rabia del aprendiz no cualificado en los mecanismos de la sutil¨ªsima m¨¢quina de guerra, de la guerra santa, de la cruzada que -mano en alto y abierta y episcopal- no discrimina a la hora de aumentar el n¨²mero de los difuntos, aunque no sean fieles. (La tarea de transubstanciaci¨®n puede ser dura: tambi¨¦n en el bando de los cruzados hay infieles privilegiados, y la media luna casa promiscuamente con una cruz sin brazos que -presionada en sus extremos- adquiere la forma de una hoz para segar los troncos m¨¢s resistentes). Y Bernanos a?ade que a nadie sorprender¨ªa que -en el caso quim¨¦rico de una posible victoria de la Rep¨²blicaaquella Iglesia hubiera parlamentado tambi¨¦n con Aza?a. Esa franquicia maniobrera es lo que sacude la conciencia del gran escritor: "... nadie me contradecir¨¢ si afirmo que en el caso, por lo dem¨¢s improbable, de una victoria de los gubernamentales, el episcopado espa?ol puede estar seguro de que no asombrar¨ªa a nadie por tratar con Aza?a. Ese formidable privilegio debe abrumar algunas espaldas. Desde luego, abrumar¨ªa las m¨ªas. Elevarse por encima del honor humano: ?qu¨¦ silencio y qu¨¦ soledad! ?Hay una forma m¨¢s rigurosa y m¨¢s sobrenatural del deber que permanecer fiel a sus aliados s¨®lo en el triunfo y abandonarles s¨®lo en la desgracia?".
Sciascia apuntaba hace s¨®lo unos d¨ªas el car¨¢cter escandaloso de resucitar unos muertos que, provocadoramente santos, reafirmar¨ªan a los del otro bando -el del Gobierno leg¨ªtimamente constituido- como relapsos vergonzantes y proletarizados incluso m¨¢s all¨¢ de la muerte. ?Ni el honor de haber muerto por sus ideales se les deja? ?Es que la lucha de clases pretende hincarla Wojtyla en el valle de Josafat? Todos, unos y otros, los mismos hijos de tinas mismas tierras, est¨¢n muertos y son fieles difuntos.
En la celebraci¨®n callada del 2 de noviembre, advirtamos la santidad, ahora s¨ª cat¨®lica de todos, de todos. Tal vez unas l¨ªneas de Manzoni (que recordaba Jos¨¦ Bergam¨ªn en Detr¨¢s de la cruz) sean el mejor complemento ¨¦tico a la reflexi¨®n que Leonardo Sciascia hac¨ªa, y nos hac¨ªa, en sus l¨²cidas observaciones.
Dice Manzoni en Sulla morale cattolica: "Ciertamente no deja ocioso el sentimiento de la conmiseraci¨®n aquella iglesia que en la palabra divina de la caridad mantiene siempre unido, y, por as¨ª decirlo, confundido el amor de Dios y el de los hombres. Aquella iglesia que manifiesta su horror de la sangre hasta declarar que, inclusive la que se vierte por la defensa de la Patria, contamina las manos de sus ministros, haci¨¦ndolas indignas de ofrecer la hostia de paz.
Aquella iglesia que tiene tanto empe?o en hacer ver que es siempre el suyo un ministerio de perfecci¨®n que, aun en circunstancias horrorosas en que puede ser l¨ªcito al hombre combatir al hombre, declara que no ha instituido a sus ministros para que se haga lo que es l¨ªcito, sino lo que es santo. Pues cuando se cree que s¨®lo pueden remediarse los males con otros males, aquella iglesia no quiere tomar en ello ninguna parte, ya que su ¨²nico fin es conducir a Dios todas las voluntades. Y por eso rechaza aquella iglesia todo lo que no es santo; considerando el dolor mismo como santo tan s¨®lo cuando es voluntario, tan s¨®lo cuando es una expiaci¨®n que como tal se ofrece en el ¨¢nimo de quien lo sufre".
?Qui¨¦n garantizar¨ªa tantos requisitos? La expiaci¨®n debe habitar en todos nosotros, manteniendo en nuestros corazones el respeto indiscriminado por los fieles difuntos. Estos son, por otra parte, los ¨²nicos acordes con sus santos desde el Dios escondido.
es profesor de Literatura en la Universidad de Barcelona y escritor.
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