?C¨®mo se escribe una novela?
?sta es, sin duda, una de las preguntas que se hacen con m¨¢s frecuencia a un novelista. Seg¨²n sea quien la haga, uno tiene siempre una respuesta de complacencia. M¨¢s a¨²n: es ¨²til tratar de contestarla, porque no s¨®lo en la variedad est¨¢ el placer, como se dice, sino que tambi¨¦n en ella est¨¢n las posibilidades de encontrar la verdad. Porque una cosa es cierta: creo que quienes m¨¢s se hacen a s¨ª mismos la pregunta de c¨®mo se escribe una novela son los propios novelistas. Y tambi¨¦n a nosotros mismos nos damos cada vez una respuesta distinta.Me refiero, por supuesto, a los escritores que creen en que la literatura es un arte destinada a mejorar el mundo. Los otros, los que piensan que es un arte destinada a mejorar sus cuentas de banco, tienen f¨®rmulas para escribir que no s¨®lo son certeras, sino que pueden resolverse con tanta precisi¨®n como si fueran f¨®rmulas matem¨¢ticas. Los editores lo saben. Uno de ellos se divert¨ªa hace poco explic¨¢ndome c¨®mo era de f¨¢cil que su casa editorial se ganara el Premio Nacional de Literatura. En primer t¨¦rmino, hab¨ªa, que hacer un an¨¢lisis de los miembros del jurado, de su historia personal, de su obra, de sus gustos literarios. El editor pensaba que la suma de todos esos elementos terminar¨ªa por dar un promedio del gusto general del jurado. "Para eso est¨¢n las computadoras", dec¨ªa. Una vez establecido cu¨¢l era la clase de libro que ten¨ªa mayores posibilidades de ser premiado, hab¨ªa que proceder con un m¨¦todo contrario al que suele utilizar la vida: en vez de buscar d¨®nde estaba ese libra, hab¨ªa que investigar cu¨¢l era el escritor, bueno o malo, que estuviera mejor dotado para fabricarlo. Todo lo dem¨¢s era cuesti¨®n de firmarle un contrato para que se sentara a escribir sobre medida el libro que recibir¨ªa el a?o siguiente el Premio Nacional de Literatura. Lo alarmante es que el editor hab¨ªa sometido este juego al molino de las computadoras, y ¨¦stas le hab¨ªan dado una posibilidad de acierto de un ochenta y seis por ciento.
De modo que el problema no es escribir una novela -o un cuento corto- sino escribirla en serio, aunque despu¨¦s no se venda ni gane ning¨²n premio. Esa es la respuesta que no existe, y si alguien tiene razones para saberlo en estos d¨ªas es el mismo que est¨¢ escribiendo esta columna con el prop¨®sito rec¨®ndito de encontrar su propia soluci¨®n al enigma. Pues he vuelto a mi estudio de M¨¦xico, donde hace un a?o justo dej¨¦ varios cuentos inconclusos y una novela empezada, y me siento como si no encontrara el cabo para desenrrollar el ovillo. Con los cuentos no hubo problemas: est¨¢n en el caj¨®n de la basura. Despu¨¦s de leerlos con la saludable distancia de un a?o, me atrevo a jurar -y tal vez ser¨ªa cierto- que no fui yo quien los escribi¨®. Formaban parte de un viejo proyecto de sesenta o m¨¢s cuentos sobre la vida de los latinoamericanos en Europa, y su principal defecto era el fundamental para romperlos: ni yo mismo me los cre¨ªa.
No tendr¨¦ la soberbia de decir que no me tembl¨® la mano al hacerlos trizas y luego dispersar las serpentinas para impedir que fueran reconstruidos. Me tembl¨®, y no s¨®lo la mano, pues en esto de romper papeles tengo un recuerdo que podr¨ªa parecer alentador pero que a m¨ª me resulta deprimente. Es un recuerdo que se remonta a una noche de julio de 1955, a la v¨ªspera del viaje a Europa del enviado especial de El Espectador, cuando el poeta Jorge Gait¨¢n Dur¨¢n lleg¨® a mi cuarto de Bogot¨¢ a pedirme que le dejara algo para publicar en la revista Mito. Yo acababa de revisar mis papeles, hab¨ªa puesto a buen seguro los que cre¨ªa dignos de ser conservados y hab¨ªa roto los desahuciados. Gait¨¢n Dur¨¢n, con esa voracidad insaciable que sent¨ªa anta la literatura, y sobre todo ante la posibilidad de descubrir valores ocultos, empez¨® a revisar en el canasto los papeles rotos, y de pronto encontr¨® algo que le llam¨® la atenci¨®n. "Pero esto es muy publicable", me dijo. Yo le expliqu¨¦ por qu¨¦ lo hab¨ªa tirado: era un cap¨ªtulo. entero que hab¨ªa sacado de mi primera novela, La hojarasca -ya publicada en aquel momento-, y no pod¨ªa tener otro destino honesto que el canasto de la basura. Gait¨¢n Dur¨¢n no estuvo de acuerdo. Le parec¨ªa que en realidad el texto hubiera sobrado dentro de la novela, pero que ten¨ªa un valor diferente por s¨ª mismo. M¨¢s por tratar de complacerlo que por estar convencido, le autoric¨¦ para que remendara las hojas rotas con cinta pegante y publicara el cap¨ªtulo como si fuera un cuento. "Qu¨¦ t¨ªtulos le ponemos?", me
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pregunt¨®, usando un plural que muy pocas veces hab¨ªa sido tan justo como en aquel caso.. "No s¨¦", le dije. "Porque eso no era m¨¢s que un mon¨®logo de Isabel viendo llover en Macondo". Gait¨¢n Dur¨¢n escribio en el margen superior de la primera hoja casi al ismo tiempo que yo lo dec¨ªa: "Mon¨®logo de Isabel viendo llover en Macondo". As¨ª se recuper¨® de la basura uno de mis cuentos que ha recibido los mejores elogios de la cr¨ªtica y, sobre todo, de los lectores. Sin embargo, esa experiencia no me sirvi¨® para no seguir rompiendo los originales que no me parecen publicables, sino que me ense?¨® que es necesario romperlos de tal modo que no se puedan remendar nunca.
Romper los cuentos es algo irremediable, porque escribirlos es como vaciar concreto. En cambio, escribir una novela es como pegar ladrillos. Quiere esto decir que si un cuento no fragua en la primera tentativa es mejor no insistir. Una novela es m¨¢s f¨¢cil: se vuelve a empezar. Esto es lo que ha ocurrido ahora. Ni el tono, ni el estilo. ni el car¨¢cter de los personajes eran los adecuados para la novela que hab¨ªa dejado a medias. Pero aqu¨ª tambi¨¦n la explicaci¨®n es una sola: ni yo mismo me la cre¨ªa. Tratando de encontrar la soluci¨®n volv¨ª a leer dos libros que supon¨ªa ¨²tiles. El primero fue La educaci¨®n sentimental, de Flaubert, que no le¨ªa desde los remotos insomnios d¨¦la universidad, y s¨®lo me sirvi¨® hora para eludir algunas analog¨ªas que hubieran resultado s¨®spechosas. Pero no me resolvi¨® el problema. El otro libro que volv¨ª a leer fue La casa de las bellas dormidas, de Yasunari Kawabata, que me hab¨ªa golpeado en el alma hace unos tres a?os y que sigue siendo un libro hermoso. Pero esta vez no me sirvi¨® de nada, porque yo andaba buscando pistas sobre el comportamiento sexual de los ancianos, pero el que encontr¨¦ en el libro es el de los ancianos japoneses, que al parecer es tan raro como todo lo japon¨¦s, y desde luego no tiene nada que ver con el comportamiento sexual de los ancianos caribes. Cuando cont¨¦ mis preocupaciones en la mesa, uno de mis hijos -el que tiene m¨¢s sentido pr¨¢ctico- me dijo: "Espera unos a?os m¨¢s y lo averiguar¨¢s por tu propia experiencia". Pero el otro, que es artista, fue m¨¢s concreto: "Vuelve a leer Los sufrimientos del joven Werther", me dijo, sin el menor rastro de burla en la voz. Lo intent¨¦, en efecto, no s¨®lo porque soy un padre muy obediente, sino porque de veras pens¨¦ que la famosa novela de Goethe pod¨ªa serme ¨²til. Pero la verdad es que en esta ocasi¨®n no termin¨¦ llorando en su entierro miserable, como me ocurri¨® la primera vez, sino que no logr¨¦ pasar de la octava carta, que es aquella en que el joven atribulado le cuenta a su amigo Guillermo c¨®mo empieza a sentirse feliz en su caba?a solitaria. En este punto me encuentro, de modo que no es raro que tenga que morderme la lengua para no preguntar a todo el que me encuentro: "Dime una cosa, hermano: ?c¨®mo carajo se escribe una novela?".
Auxilio
Alguna vez le¨ª un libro, o vi una pel¨ªcula, o alguien me cont¨® un echo real, con el siguiente argumento: un oficial de marina meti¨® de contrabando a su amada en el camarote de un barco de guerra, y vivieron un amor desaforado dentro de aquel recinto opresivo, sin que nadie los descubriera, durante varios a?os. A quien sepa qui¨¦n es el autor de esta bell¨ªsima historia le ruego que me lo haga saber de urgencia, pues lo he preguntado a tantos y tantos que no lo saben, que ya empiezo a sospechar que a lo mejor se me ocurri¨® a m¨ª alguna vez y ya no lo recuerdo. Gracias.
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