Andropov
Se le supone ligado a un ri?¨®n artificial o a una silla de ruedas, manejando el Politbur¨® mediante ordenador y la guerra fr¨ªa a trav¨¦s de un artefacto parecido a los marcianitos de cualquier v¨ªdeo familiar. Los hombres m¨¢s cargados de responsabilidad hist¨®rica son el Papa de Roma y el secretario general del PCUS. S¨®lo el primero sabe si Dios existe, y s¨®lo el segundo sabe si la revoluci¨®n es posible, grandeza y servidumbre de encabezar dos filosof¨ªas trascendentes. Wojtyla va por el mundo besando pistas de aterrizaje y bendiciendo a veces lo imbendecible, aunque bien s¨¦ que todos somos hijos de Dios, incluso Videla. En cambio, Andropov lleg¨® a la cumbre del Olimpo marxista cargado de a?os y sin otra perspectiva de viaje que un besamanos de cuando en cuando con Reagan y la Thatcher, rodeados de gorilas de una y otra tendencia.Y as¨ª fue como Andropov se embarc¨® en un submarino nuclear y est¨¢ en todas partes gracias a la facilidad de los oc¨¦anos para ser uno s¨®lo siendo varios. Como el capit¨¢n Nemo, Andropov contempla el deambular humano gracias a un periscopio, y s¨®lo sube a la superfice para dejar en Centroam¨¦rica la ametralladora que necesita el guerrillero; en Afganist¨¢n, el helic¨®ptero preciso para patrullar la finca del aliado, y en Washington, de noche, para echar bacterias en el ponche de coca-cola con yema de huevo que Reagan se toma todas las ma?anas para estar en forma y saltar como un tigre. Ya me entienden.
All¨ª donde una burbuja traiciona la aparente soledad del mar, all¨ª est¨¢ el submarino de Andropov, su ojo c¨®smico asumiendo la agudizaci¨®n de las contradicciones del capitalismo, quitando contradicciones aqu¨ª y a?adi¨¦ndolas all¨¢, practicando la redivisi¨®n internacional de las contradicciones, un fen¨®meno pol¨ªtico poco estudiado. Y mientras se re¨²ne el Comit¨¦ Central del PCUS y los soviet¨®logos se mesan las barbas y las meninges especulando sobre la vida o la muerte de Andropov, el capit¨¢n Nemo sovi¨¦tico est¨¢ frente a las costas de Granada contemplando el despliegue ang¨¦lico de Occidente, mientras sorbe un daiquiri de banana, con una mulata samoyeda en las rodillas y la sensaci¨®n profunda de que no hay mejor resultado hist¨®rico que el empate.
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