Jardiel
Cada vez que se estrena o resucita alguna de las obras de Jardiel Poncela sale a la luz la duda de si su humor se halla vigente todav¨ªa. Nacido casi con el siglo, su carrera, iniciada con un pu?ado de novelas, se transforma en dram¨¢tica a finales de los a?os veinte, quedando interrumpida, como la de tantos otros, por los diversos avatares de nuestra ¨²ltima y particular contienda. Jardiel tom¨® partido por los vencedores, y ¨¦l, a su vez, tambi¨¦n gan¨® fama y fortuna con sus obras, entre las que destaca esta Elo¨ªsa renacida hoy en el mismo escenario donde tuvo lugar su estreno, con una Mar¨ªa Asquerino y un Fern¨¢n-G¨®mez que iniciaban entonces su camino m¨¢s all¨¢ del tel¨®n.La aventura de aquel nuevo humor tan distinto al que se hac¨ªa por entonces, desde el fervor del p¨²blico hasta el enfrentamiento con su autor, corre a lo largo de unos a?os influida por otros ¨¦xitos que a su vez marcaron las victorias del Eje o los triunfos de los aliados. Los del bando de Jardiel tem¨ªan lo que se dio en llamar segunda vuelta, especie de revancha particular que nunca habr¨ªa de llegar, pero que volvi¨® a llenar las embajadas, esta vez con peticiones de pasaportes aunque fuera para el vecino Portugal. Incluso el mismo Jardiel, como tantos, no hab¨ªa olvidado tres a?os de continuos sobresaltos. En su casa de la calle de las Infantas viv¨ªa entre muebles y cuadros modernistas, quiz¨¢ recuerdo de su estancia en Hollywood o simplemente al gusto de la ¨¦poca. Hab¨ªa en ella pocos libros: alg¨²n Quijote junto a una gruesa enciclopedia, la mancha bicolor de los Episodios nacionales rodeada de lo que por entonces se llamaban bibelots y manuales como T¨² y el motor. Tambi¨¦n hab¨ªa all¨ª un rev¨®lver del calibre 45 que sol¨ªa mostrar a los amigos explicando que aquella famosa y a la vez temida vuelta no iba a pillarle desprevenido. No era dif¨ªcil adivinar a d¨®nde apuntaba aquel ca?¨®n pavonado: no a cr¨ªticos ni a un p¨²blico que entonces le aplaud¨ªa, sino a un tiempo perdido y jam¨¢s olvidado. Era lo que m¨¢s llamaba la atenci¨®n en ¨¦l: aquel arma que nunca lleg¨® a disparar, los tacones demasiado altos de sus zapatos afilados y su eterna boquilla de lujo de la que se serv¨ªa para fumar no Muratti, como las hero¨ªnas de sus libros, sino amarillos y plebeyos Ideales.
El Jardiel que yo conoc¨ª no era ya el triunfador de Los ladrones somos gente honrada, sino el que volvi¨® tras su frustrada aventura americana. Ahora, en su casa de la calle de las Infantas, la noche se confund¨ªa con el d¨ªa entre la discreta presencia de Carmen, su mujer, y el eterno vagar del perro Ram¨®n, a un tiempo alerta y trashumante. All¨ª sol¨ªa pasar sus horas tratando de recuperar dinero y fama, imaginando nuevas comedias cada vez m¨¢s dif¨ªciles de representar, seg¨²n las compa?¨ªas reduc¨ªan su n¨²mero de actores. Por entonces, y ahora quiz¨¢ tambi¨¦n, cuando alguna emprend¨ªa la aventura de Am¨¦rica se contentaba con llevar a los protagonistas. Jardiel, en cambio, contrat¨® para la suya desde el gal¨¢n y la primera dama hasta el ¨²ltimo traspunte. Todos cobraban desde antes de embarcar, y aquella gran familia lleg¨® a resultar tan numerosa que pronto recibi¨® el nombre de Auxilio Social. Tal desembolso y la acogida al otro lado del mar, donde a¨²n la nostalgia no hab¨ªabecho envejecer tampoco miserias y recuerdos, echaron por tierra sus ¨¦xitos primeros, empuj¨¢ndole de vuelta a Espa?a, donde el p¨²blico ahora ya le segu¨ªa a trav¨¦s de otros autores nuevos. Es la ¨¦poca de sus famosos enfrentamientos con el p¨²blico, de pateos y ovaciones que ¨¦l afrontaba a solas en el escenario, desafiando los silbidos como los p¨²giles en el ring, con los brazos victoriosos en alto. Poco a poco las tertulias triunfales, tras la postrera bajada del tel¨®n, se fueron borrando, se apagaron como aquel caf¨¦ Castilla, a un tiempo espejo de sus horas perdidas y discreto rinc¨®n de trabajo. Su casa aparec¨ªa vac¨ªa ahora, y hasta el perro Ram¨®n bostezaba su tedio en los rincones.
Y como suele suceder en tales casos, cuando el p¨²blico se aleja lleg¨® el reconocimiento de los j¨®venes. Todos fueron bien acogidos, sobre todo los que por entonces iniciaban su carrera teatral. All¨ª llegaban Alfonso Sastre, respetuoso y a la vez paternal, y Alfonso Paso, con el que Jardiel acabar¨ªa emparentando. A los dem¨¢s nunca se nos
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hizo demasiado caso, salvo cuando se trataba acerca del valor de tantos escritores exiliados. Entonces, el due?o de la casa se transformaba todo en ira, y era dif¨ªcil adivinar en su actitud qu¨¦ hab¨ªa de recuerdo de aquellos d¨ªas pasados de la guerra y qu¨¦ de su aventura fracasada al otro lado del oc¨¦ano.
Ahora, ya con media vida consumida, el tiempo se le iba en rechazar visitas, en an¨®nimas colaboraciones elaboradas con sus eternas tijeras y su goma de pegar, recortando trabajos anteriores, en constante malestar que se obstinaba en no querer curar con ning¨²n remedio ingl¨¦s. Pues aquellos ingleses condenados no s¨®lo pretend¨ªan acabar con ¨¦l, sino que, incluso vivo todav¨ªa, intentaban robarle el mejor de sus inventos teatrales: una especie de tren giratorio capaz de deslizarse a la altura de los palcos de platea cargado con los decorados de cada obra. Ello permitir¨ªa hacer m¨¢s breves las mutaciones necesarias, aportando a la larga t¨¦cnicas renovadoras.
Tambi¨¦n sus obras las necesitaban m¨¢s; ni siquiera se lo propon¨ªa. En vez de intentarlo, su tiempo se le consum¨ªa sentado en su rinc¨®n, defendi¨¦ndose del fr¨ªo con traje cruzado, reliquia de tiempos menos amargos que parec¨ªan volver cada ma?ana. De improviso, cualquier semana se iniciaba con los preparativos para un viaje rumbo a la Virgen del Pilar, que all¨¢ en Zaragoza iba a devolverle la salud de golpe. No hab¨ªa concluido el d¨ªa, y la raz¨®n de aquel ins¨®lito viaje cambiaba una vez m¨¢s. Ir¨ªa toda la familia, mas en acci¨®n de gracias, pues se sent¨ªa totalmente aliviado y pronto volver¨ªa a escribir. As¨ª, comiendo como un p¨¢jaro, siempre con su aspirina a mano, cada d¨ªa parec¨ªa m¨¢s delgado. A¨²n conservaba sobre su mesa de trabajo uno de aquellos retratos fotogr¨¢ficos que sol¨ªan hacerse por entonces los autores de moda, con el pu?o apoyado en la sien, levemente escorados, lanzando en torno una mirada de placer. Cierta ma?ana apareci¨® con disco de tel¨¦fono recortado, pegado a la mano que sosten¨ªa su cabeza. Cuando le pregunt¨¦ qu¨¦ significaba aquel collage improvisado, me respondi¨®: "As¨ª, cada vez que llamo, me doy cuerda". Y, al decirlo, hac¨ªa girar en el aire una llave invisible.
Un d¨ªa aquella cuerda salt¨® hecha pedazos, y Jardiel se march¨® calle abajo rodeado de multitud de amigos y enemigos. Algunos aseguran que con ¨¦l se llev¨® lo mejor de su humor; otros, que perdura en sus obras, vivas todav¨ªa. Puede ser; sin embargo, en el reloj del tiempo apenas queda nada de su ¨¦poca, convertida hoy en pieza de museo, lo mismo que su teatro giratorio, m¨¢s atento a la velocidad que al verdadero sentido de la obra.
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