No ardi¨® el caf¨¦ Gij¨®n
Tal vez a esa hora Manolo el Guapo hablaba de naipes con la camisa despechugada, Gerardo Diego llevaba un luto de paraguas cerrado, Buero Vallejo ve¨ªa en el techo cualquier entierro del conde de Orgaz, Tito Fern¨¢ndez braceaba de un modo napolitano inventando lances de gitanos con el payo Jesucristo, Enrique de Azcoaga dec¨ªa alguna maldad sobre Calder¨®n de la Barca, Eusebio Garc¨ªa Luengo lam¨ªa el recuelo de la cucharilla y el juez Clemente Auger contaba cosas de la esencia de Espa?a; o sea, de aquellas habas catalanas con jam¨®n que hab¨ªa comido en Gerona. En el caf¨¦ Gij¨®n, bajo la calima, hab¨ªa muchos seres con el pu?o en la mand¨ªbula, pollastres de cresta aceitada, abogados gallegos, j¨®venes posmodernos y alguna t¨ªa Enriqueta que tampoco pensaba morir sin cobrar la vejez. En ese momento se present¨® en escena el extra?o gal¨¢n: un sujeto chaparro, de calva blanda y ojos inyectados de fresa con dos bidones de gasolina de 96 octanos. Gru?iendo levemente para s¨ª como hacen los mensajeros del destino, los puso encima de un velador, junto al tenderete de Alfonso, el cerillero, y entonces lanz¨® al aire un grito desmesurado que hizo callar hasta el ¨²ltimo mono. Mientras quitaba con manos febriles la rosca a su mercanc¨ªa en medio de un silencio absoluto, con un gallo de herida voz formul¨® un principio patri¨®tico seguido de una pregunta terriblemente indiscreta.-?Espa?a ya es una mierda!
?Hay alguien aqu¨ª que quiera ser m¨¢rtir?
??Os voy a convertir a todos en h¨¦roes!!
Al parecer, un viernes a las seis de la tarde nadie deseaba la gloria repentina en el caf¨¦ Gij¨®n. Entre todos los destinados al sacrificio, el cineasta Tito Fern¨¢ndez, muy batallado en la vida, demostr¨® la mejor puesta a punto en el arranque. Olvidando en el perchero su gabardina de exhibicionista, salt¨® del peluche con un resorte de muelle y de tres zancadas de clase ol¨ªmpica gan¨® la salida por una cabeza. El magistrado Auger qued¨® colocado en la meta al lado del narrador de esta bella historia, aunque eso lo dir¨¢ la moviola, y a continuaci¨®n comenz¨® la desbandada general. Visto de cerca, el instinto de conservaci¨®n de un grupo de intelectuales, poetas, artistas y otra gente de barba apacible que rumia media tostada es muy parecido a una manada de b¨²falos pose¨ªda por el p¨¢nico en una pradera tel¨²rica llena de copas, pinchos de tortilla, tazas de t¨¦ y refrescos de naranja. La etolog¨ªa pone a ras de la misma conducta a un profesor de can¨®nico que no desea pasar a la posteridad y a un ganso cenizo sin deseos de grandeza. A todo eso, el gal¨¢n de la bencina ya estaba en este preciso instante vaciando el primer bid¨®n por el cuello de una vieja muy dulce, y en seguida sobrevino aquella secuencia de pel¨ªcula de Sam Peckimpack con mucho jugo de tomate.
A la altura de las circunstancias
A medida que la estampida se pon¨ªa a salvo por las ventanas, era recibida en mitad de la calle por un sentimiento de modernidad. Madrid ya est¨¢ a la altura de las circunstancias, en las azoteas se celebran bailes de gala con tiradores de primera y en la barra de la cafeter¨ªa se puede sentar a tu lado un loco beat¨ªfico con pinta de adorador nocturno que se relame en secreto contemplando tu yugular. A veces, la neurosis colectiva hace contacto en el cerebro de este ciudadano que ha perdido el sueldo en el bingo, se le funden los plomos y se transforma en una bomba de dos patas. Un d¨ªa te levantas silbando una balada, acudes felizmente a la oficina, firmas una p¨®liza de cr¨¦dito en el banco, comes a mediod¨ªa una tortilla paisana, duermes la siesta y a las seis de la tarde cruzas tu destino con el suyo junto al taburete de un bar.
-?Me permite, se?or?
-D¨ªgame
-Quisiera darle un navajazo.
-?Precisamente a m¨ª?
-Eso es.
-Bien. Si se trata de un capricho, lo acepto.
-Gracias. Ah¨ª va. ?Zas!
Madrid es una ciudad tan de moda que cualquiera puede erigirse en dios y abrirte el mel¨®n con un rifle desde una terraza, o darte con un bate de b¨¦isbol entre ambas cejas, o regalarte sin m¨¢s un viaje de cuchillo en el hipocondrio; pero en general los verdugos no son tan adorables ni las v¨ªctimas tan simp¨¢ticas. En la acera del caf¨¦ Gij¨®n lloraban las mujeres m¨¢s tiernas, se o¨ªan breves alaridos de histeria a cargo de un habilitado de Hacienda y el procurador Baldomero Isorna, bardo escapado por pelos de la inmortalidad, exhib¨ªa una palidez de jab¨®n Visn¨² rnientras en el interior del sal¨®n de semejante oeste se hab¨ªa iniciado una refriega sin ning¨²n truco cinematogr¨¢fico. Despu¨¦s de vaciar en el pavimento el segundo tarro de gasolina, el gal¨¢n justiciero iba a prender yala cerilla de la verdad cuando una botella de agua t¨®nica que ven¨ªa volando por lo alto del recinto le alcanz¨® de lleno el occipital pelado. Qued¨® derribado el profeta, aunque s¨®lo medio minuto. Cuatro camareros armados con sillas de domador, contrarrestados por la avalancha de h¨¦roes que, hu¨ªa, fueron hacia el protagonista de la funci¨®n y lograron partir algunas patas y respaldos directamente en su cr¨¢neo iluminado sin matizar mucho, si bien el tipo revolvi¨® la musculatura en el charco de gasolina con una fuerza derivada de su alta misi¨®n purificadora, se irgui¨® gritando venganza, arrebat¨® una silla y dio con ella en la frente de Pepe el Grande, propietari¨® del local, que se puso a sangrar como es debido.
-Nos ha salvado la literatura.
-?Qu¨¦ dices, maestro?
-Este incendiario tiene que ser un poeta frustrado. Antes de formar la gran hoguera ha querido hacer una frase.
-?Qui¨¦n desea ser m¨¢rtir?
-Ser¨¢ un peque?o Ner¨®n administrativo.
-O un pir¨®mano pose¨ªdo por la octava real.
-Eso nos ha librado.
Pero esto lo dec¨ªan quienes estaban a salvo ya en la calzada, mientras en el interior de la botiller¨ªa se repart¨ªan garrotazos. Si este ¨¢ngel cuajado, de blanda: cabeza de orate, se hubiera limitado a cumplir con su oficio con cierto rigor, habr¨ªa,entrado en el caf¨¦ Gij¨®n sin gru?ir media blasfemia, habr¨ªa vertido humildemente en silencio el producto de su ira, le habr¨ªa dado lumbre con un mechero no recargable y en cuesti¨®n de segundos este parnaso se hubiera convertido en un pajar en llamas. Poetas, prosistas, burlangas, bohemios, pintores y persortas de buena fe habr¨ªan subido al Olimpo haciendo una escala t¨¦cnica en la p¨¢gina de sucesos. En cambio, ahora le iban dando con el tac¨®n del zapato a la narizota del h¨¦roe y ya lo hab¨ªan arrojado al asfalto como un bulto, acogidos al derecho de no admisi¨®n. All¨ª la imagen era totalmente moderna, de marbete neoyorquino. Los autom¨®viles hac¨ªan sonar las bocinas en el atasco y pobladores furibundos intentaban formalizar entre imprecaciones casi vaqueras un linchamiento a la antigua usanza. Con la crisma partida por el garrotazo m¨¢s certero, ¨¦l permanec¨ªa abatido en la calle bajo un corro de espectadores y el local era un pasto de tazas, mesas derribadas, copas estalladas, todo bien rehogado en gasolina. Dentro no hab¨ªa nadie. S¨®lo una mujer que echaba serr¨ªn sobre la sangre como en la plaza de toros despu¨¦s de una gran faena. Tambi¨¦n vagaban en el aire los fantasm¨¢s de anta?o.
Ha habido de todo
Desde el final del siglo pasado, el caf¨¦ Gij¨®n ha sido un lugar de encuentro entre el pensamiento y el chocolate con picatostes. Aqu¨ª, alguna tarde Gald¨®s se mat¨® las pulgas y, colgado de la propia barba, Santiago Ram¨®n y Cajal se cit¨® con una tanguista, y Arniches invent¨® madrile?os que hablaban con la boca torcida, y Jardiel Poncela escribi¨® con tijeras de poder, y Gonz¨¢lez Ruano se hizo la manicura con cinco art¨ªculos d¨ªarios a sus u?as de tigre se?orito. Cuando al inicio de los a?os sesenta entr¨¦ por primera vez en el caf¨¦ Gij¨®n, un pintor famoso a cuatro patas ladraba a los reci¨¦n llegados. Desde entonces ha habido de todo: un fam¨¦lico que recita a Garcilaso subido a la cumbre de su ayuno, un grupo de falangistas que te obliga a cantar el Cara al Sol pistola en mano, un p¨ªcaro que pasa la aspiradora por las propinas de los clientes reba?¨¢ndolas del plato, alguien que se come un peri¨®dico con bocados nerviosos de cabra como si fuera el plato del d¨ªa; y de pronto suena una llamada de tel¨¦fono y llega la mujer de los lavabos gritando:
-?Se?or Shakespeare! ?Llaman al se?or Shakespeare!
-Acaba de salir.
-?Oiga? Me dicen que ese se?or acaba de salir.
-Viene por la noche.
-Me dicen que viene por la noche. De nada.
El caf¨¦ Gij¨®n tambi¨¦n es una forma de envejecer. Lentas tardes de tedio frente a una taza con un pos¨® donde se ahogan las colillas, largas sesiones de silencio esperando la gloria literaria, soterradas depresiones pasadas con los codos en el velador, el color macilento que va calando en el rostro de los so?adores, la niebla de los cigarrillos que te ahuma el alma, y de pronto aparece un caballero, tal vez enviado por Apolo, dispuesto a mandarte a Delos convertido en un fulgor de brasa, y por poco lo matan. En estos casos siempre hay alguien que tiene una cuerda. Ahora el incendiario estaba ya atado de pies y manos, hecho un ovillo, tirado en el suelo desierto del caf¨¦ y un magistrado del Tribunal Supremo intentaba un di¨¢logo con ¨¦l.
-?Qui¨¦n es usted, buen hombre?
-Arturo Fern¨¢ndez.
-?C¨®mo dice?
-Espa?a es una mierda.
-Vaya por Dios.
-Hay que hacer justicia.
Por la esquina llegaban cantando ya las sirenas de la polic¨ªa. La operaci¨®n fue cosa de ritual. Los guardias se limitaron a cargar con el bulto, abrieron el maletero del furg¨®n y lo arrojaron dentro como un saco de harina, aunque el sujeto llevaba un pimiento de sangre reventado en la calva. Aqu¨ª no ha pasado nada. Al atardecer, esa manzana podrida de Recoletos iba tomando el car¨¢cter de cada puesta de sol. Los adolescentes en venta se fijaban con la caderita en las paredes del contorno, las chicas de pelo mohicano patinaban en el paseo, lejos de all¨ª sonaban otras ambulancias, la ciudad exhalaba el fragor de la modernidad, esa que te pone en la arista del acantilado y el caf¨¦ Gij¨®n comenz¨® a poblarse de nuevos so?adores. Por los tejados cruzaba un helic¨®ptero cuyo sonido es el rock m¨¢s actual y abajo ol¨ªa a gasolina de quemar poetas. Los dioses s¨®lo dan una oportunidad en la vida a sus eleg¨ªdos.
Aquella tarde del caf¨¦ Gij¨®n algunos tuvieron una ocasi¨®n de oro para ser transportados a la gloria en un carro de fuego; pero Manuel Blanco Rodrigo, hijo de Mart¨ªn y de Tr¨¢nsito, nacido en Dos Torres, provincia de C¨®rdoba, un administrativo pir¨®mano, antes de prender los bidones de gasolina hab¨ªa tenido la debilidad de formular a gritos una pregunta indiscreta: ?Qui¨¦n quiere ser m¨¢rtir? Y cosa rara, nadie quer¨ªa.
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