Los atributos del toro
Los aficionados a los toros suelen defender la fiesta con un argumento ecol¨®gico; sin ella, dicen, hubieran desaparecido las reses bravas, algo as¨ª como defender la guerra por los avances que provoca en la cirug¨ªa. No caen en la cuenta de que lo mejor que ha producido el toro es literatura; lo ¨²nico que me fascina de los toros son sus textos, lo ¨²nico que llorar¨¦ cuando desaparezcan.Dicen cosas maravillosas. En la plaza de toros, estructura c¨®ncava levantada para crear un espacio vac¨ªo, nace el toreo y lo llena. De este principio espacial surge el pensamiento dial¨¦ctico del arte de torear. El c¨ªrculo microcosmog¨®nico reproduce el universo, en el cual toda huida es imposible; es el lugar simb¨®lico en donde sucede la creaci¨®n m¨¢s pura e inmaterial: la luz que el hombre pone a la embestida del toro, un lenguaje tan poderoso que transustancia las cosas con tal potencia que ni. el torero ni el toro son ya lo que son, sino lo que significan. Pero tan formidable lugar de encuentro pervierte su significado, no opta por el del espacio rectangular de la plaza Mayor, ideal para el ejercicio de la democracia, sino por el redondo del circo, ideal para el desfogue de los instintos. Porque no nos enga?emos: la fiesta no radica en el encuentro, sino en el desenlace, en la certeza de una muerte violenta, la inevitable del toro y la improbable del torero; dos muertes que aletean bajo metalizado cielo azul, ambas igual de imprescindibles para que la fiesta se produzca. No en vano, la hora de la verdad es la de entrar a matar.
La lidia es un arte de preguntas y respuestas que se hacen mutuamente el torero y el toro, se niegan en cada embestida y la afirmaci¨®n de uno supone el fracaso del otro. S¨®lo cuando la conjunci¨®n de ambas disuelve la pugna, el toreo resplandece. Parando, templando, mandando. S¨®lo cuando el torero se coloca y carga la suerte. La hondura tangencial del toreo,es posible en virtud de dicha colocaci¨®n: la posici¨®n del enga?o (s¨®lo enga?a el animal inteligente), que obliga tan leve como f¨¦rreamente a la embestida del toro; un ataque con todas las ventajas para la bestia, apariencia parad¨®jica, quien protagoniza la fuerza es el que obedece, quien tiene el poder s¨®lo insin¨²a levemente su mando, una faena perfecta; un pase nifiagroso para los que no entienden, milagros¨ªsimo para los entendidos. En su entramado m¨ªstico y est¨¦tico cuenta la pugna del sol y la sombra, del d¨ªa y la noche, de la inteligencia y la fuerza bruta, de la vida y la muerte; la simult¨¢nea presencia de Eros y Tanatos provoca el brillo del espect¨¢culo, machista donde los haya; no es, gratuita la exhibici¨®n de atributos, sino imprescindible: la de los voluminosos del toro, manjar apetecido en fiestas populares -de lo que se come se cr¨ªa-, y la no menos aparatosa de los del torero, ce?ido a prop¨®sito para demostrar la capacidad viril del matador. El toreo es un arte de y por atributos.
Los toros son, en ¨²ltima instancia, la sacralizaci¨®n de la violencia, un sacrificio ofrecido a los dioses por los hombres para hacerse perdonar su intelecto. La violencia es el m¨¢s ¨ªntimo misterio de la naturaleza humana, algo que confirma, sin explicar, el atractivo del v¨¦rtigo de una cuchillada y el entusiasmo por el fulgor de la sangre. El hombre es el ¨²nico animal capaz de matar a otro de su misma especie (salvo las ratas; el hombre es una rata para el hombre, no un lobo), o de matar gratuitamente, por pura diversi¨®n, sin hambre inmediata, a otro de una especie distinta. La carencia de armas espec¨ªficas para dar muerte -nuestros colmillos y garras no son tan poderosos- bloquea el instinto ritual del resto de los animales que, cuando el enemigo se rinde, les hace darse por satisfechos; ya han vencido. La inteligencia humana se emborracha con el uso de armas -artificiales y no sabe detenerse hasta conseguir la muerte del rival. Los toros sacralizan tama?a barbarie con la excusa de glorificar a unos muy concretos atributos.
Pero hay m¨¢s: asistir de forma pasiva a la muerte cruelmente codificada a un morlaco es algo que en cierto modo institucionaliza la violencia, es acostumbrarse a ver morir media tonelada de carne herida por arma blanca (?es el arma blanca el ¨²ltimo recurso del proletariado?). Es la exaltaci¨®n verbenera de nuestro esp¨ªritu fan¨¢tico -sin luto no hay alegr¨ªa-de ah¨ª que nuestro humor m¨¢s caracter¨ªstico sea el negro. La muerte de tan formidable corn¨²peta va creando un poco de indiferencia ante la muerte violenta, crea un distanciamiento protector: aqu¨ª, con la coartada del espect¨¢culo; all¨ª, con la visi¨®n as¨¦ptica de los que caen en un documental sobre una guerra ex¨®tica y lejana. La sangre no llega al r¨ªo y se desdramatiza; el pasar del animal irracional al racional parece una simple cuesti¨®n de grado. Ser¨ªa est¨²pido atribuir a las corridas de toros la g¨¦nesis de la terrible espiral de violencia que nos envuelve; no es la ¨²nica ni la principal de las causas, pero lo que no se puede negar es su car¨¢cter de eficaz coadyuvante al habituamiento con su continua llamada a lo m¨¢s hondo y oscuro de la intr¨¢nima cromos¨®mica, a un nebuloso instinto residual que, en nuestro estadio evolutivo, la inteligencia todav¨ªa no sabe dominar. El centro de los toros, su raz¨®n de ser, es la muerte; y el torero es, sobre toda otra consideraci¨®n, el matador. El que la sociedad admire, pague y aplauda a los matadores es un escalofr¨ªo, algo que a muchos nos pone los atributos, otros atributos, de corbata.
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