Taurofilia y taurofobia: el filo de la mirada
Vuelve estos d¨ªas, con m¨¢s voluntad que ganas, la vieja pol¨¦mica de la crueldad de las corridas, con la inc¨®moda desaz¨®n de que ella me pueda plantear un grave problema de identidad. Pues yo s¨¦ que estar¨ªa dispuesto a pagar dinero para no sufrir el ver c¨®mo sacrifican media docena de reses en un matadero y a la vez soy capaz de pagar, y hasta m¨¢s de lo que oficialmente vale, para que ello ocurra en una plaza, en tarde de corrida. Me pregunto qu¨¦ cosa soy: ?un blando pusil¨¢nime o un cobarde torturador? Y he llegado a la conclusi¨®n de que, en uno y otro caso, soy tan s¨®lo una mirada (una mirada atenta a una finalidad y a la que impulsa un determinado sentimiento). De ah¨ª que yo comprenda a mis hermanos los detractores taurinos: ellos identifican una plaza con un matadero, y, as¨ª concebida, es cierto que en ella los matarifes alargan el funeral asunto y suelen mostrarse abrumadoramente inexpertos.Tengo un amigo que, hablando del aborto, compara la posible vida del feto a la llegada a¨²n lejana del verano: es evidente que ¨¦ste no existe en diciembre, pero nunca falta en agosto. Y la naturaleza propia del tiempo es su inapelable transcurrir. Y a?ade cauteloso: aunque en esto la palabra m¨¢s v¨¢lida la tienen las mujeres, pues yo todav¨ªa no he experimentado el instinto maternal, y son tantas las personas, adem¨¢s, que piensan en esto contrariamente a m¨ª, y a las que admiro por su gran honestidad moral, que su condena por mi parte la sentir¨ªa como una inmoralidad mayor. Presumo que esta argumentaci¨®n pudiera funcionar en las dial¨¦cticas lides taurinas si el sentimiento personal de la piedad por el toro se acompa?ara del m¨¢s inusual de la tolerancia para con sus semejantes.
En la corrida asistimos a la representaci¨®n cruenta de la vieja historia del hombre, que no es otra cosa que el logro del dominio de ¨¦ste sobre la naturaleza. Mas el vencimiento por la inteligencia de la fuerza irracional se hace ah¨ª de tan fascinante manera que a veces el resultado es s¨®lo el advenimiento de una profunda emoci¨®n est¨¦tica. Que esta ceremonia de exquisita civilizaci¨®n ocurra cuando es tan cercana a¨²n la incorporaci¨®n de ese mismo hombre sobre sus patas traseras, es una emoci¨®n con ribetes ¨¦ticos, ya que nos sit¨²a en el camino perfectible. Y esto se acrecienta m¨¢s si nos ci?en tantas guerras y devastaciones que no admiten nunca naturaleza de s¨ªmbolo, sino el aspecto m¨¢s brutal de nuestra regresi¨®n como especie.
Como gusto reconocerme en los dem¨¢s (pues as¨ª ensancho mis posibilidades de ser hombre), aplico a mis adversarios, en ocasiones, su propia mirada, en este caso ben¨¦fica y censoria. Acecho, pues, en torno a ellos el bordoneo travieso del min¨²sculo mosquito y asisto all¨ª al m¨¢s satisfecho de los palmetazos mortales. Procuro vencer mi desagradable impresi¨®n ante muerte tan desigual, pues pienso que es tambi¨¦n justo que ellos hayan sentido algo semejante ante un fulminante volapi¨¦. Mejor es verles lidiar moscas, pues casi todas se les escapan vivas al corral sin l¨ªmites del aire; pero que acepten que su intenci¨®n era aviesa. Y en sus l¨ªricos paseos por el campo, si les aplico su filantr¨®pica mirada observo en ellos a verdaderos criminales de guerra: la destrucci¨®n decretada por s¨®lo la soberbia de no bajar con m¨¢s modestia los ojos al suelo es, en las aglomeraciones pac¨ªficas y laboriosas de las hormigas, s¨®lo comparable a un b¨¢rbaro bombardeo sin causa. Ni he sabido que nunca hayan adecentado el dom¨¦stico final de las predestinadas gallinas, aves espantosas de pico curvo, con una piadosa anestesia.
Lo que el toreo es lo encuentra la mirada, y como siempre que se trata de arte, si la lectura se hace literalmente caemos en el enga?o o en el error. Cuando el toro sufre el castigo, es tanto su arrogante poder que nos oculta su disminuci¨®n, y aun se crece y es ¨¦l quien rechaza nuestra posible mirada lastimera, exigi¨¦ndola admirativa. No se castiga al toro para hacerle da?o, sino para propiciar t¨¦cnicamente el encuentro final, frente a frente, de dos contrarios destinos. Se ir¨¢n as¨ª acomodando los dos seres en el camino ritual que llevar¨¢ a uno de ellos a la muerte, en acordada suavidad, y el logro de la imprevista y honda belleza, creada por el torero ante nuestros ojos, all¨ª y para nunca, ser¨¢ su resultado. El buen aficionado, cuando asiste a una corrida, tan s¨®lo aspira al logro de una emoci¨®n, que es de igual naturaleza (desinteresada y est¨¦tica) que la propia de la delicada e incruenta poes¨ªa. Mas no se podr¨¢ llegar nunca a ¨¦sta si no se aprende antes a leerla; es decir, a contemplarla.
Hay quien se emociona ante un afligido y hondo poema de desamor, y quien lo juzga seriamente como desvergonzadas palabras de un llor¨®n y desdichado cornudo; vistas as¨ª las cosas, si el entendimiento de la poes¨ªa (y apl¨ªquese al toreo) fuese su literalidad, la raz¨®n no dejar¨ªa de asistirle. Pero el poeta tiene derecho a exigir la buena lectura, pues el poema existe con una finalidad. El toreo, como el poema, tambi¨¦n tiene su propia raz¨®n de ser y exige una mirada.
?Cruel el toro? Nunca. Es la v¨ªctima inocente, el ¨²nico que no est¨¢ all¨ª por su voluntad. Su situaci¨®n es semejante a la del hombre ante Dios: carece de culpabilidad. ?Cruel el torero? No, puesto que ejerce su destino asumiendo unas normas, tan duras para ¨¦l que no le permiten vencer el miedo ni anular el riesgo mortal de la propia vida. ?Crueles los aficionados? Quienes as¨ª digan no han visto nunca una corrida. Nadie como ellos (no hablo de intrusos ni de espectadores) escarnecer¨¢n a quienes maltratan a los toros con hierros y espadas, por mala voluntad o impericia, m¨¢s all¨¢ de lo pertinente para la buena lidia. Protestar¨¢n, insultar¨¢n airados. No aman o desean la crueldad; aceptan, s¨ª, un determinado castigo y unas muertes, como aceptan de igual grado las posibles heridas o la muerte del torero. S¨®lo desean ser testigos de una emocionante plenitud, sentir aquello por lo que m¨¢s vale la pena existir: la intensidad de la vida en unos instantes de su transcurrir temporal. O lo que es lo mismo, asistir a la magia de la creaci¨®n. ?Qui¨¦nes son, entonces, los crueles? No, tampoco los antitaurinos, puesto que aunque ellos s¨ª son capaces de ver la crueldad, la fustigan honestamente.
Son crueles quienes pretenden hacer de la fiesta un esperp¨¦ntico simulacro; del torero, un rid¨ªculo matarife con atuendo de h¨¦roe de opereta, y del toro, un animal lastimoso y enfermo del m¨¢s soberbio que existe. Ellos no son los nobles adversarios, sino verdaderos y falaces enemigos: no escriben contra la fiesta; al contrario, son quienes m¨¢s ostentosamente: la celebran. Pero ellos ser¨¢n quienes, quiz¨¢ ya pronto, habr¨¢n conseguido cambiar nuestra mirada. Y entonces no podremos ya seguir en donde estamos, sino en el lado de los otros. S¨®lo pedir¨ªa, en tan desdichado trance, que con la mirada nueva y empobrecida no se me borrase tambi¨¦n la vieja y dichosa memoria.
Pero mientras esto no ocurra s¨®lo admito que me argumente san Francisco de As¨ªs.
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