Del nacionalismo al nuclearismo
En la primera guerra mundial murieron unos 15 millones de personas y alrededor de 50 millones en la segunda. Es de esperar pues, que la sofisticaci¨®n tecnol¨®gica y log¨ªstica de la tercera, aun prescindiendo de las armas at¨®micas, tuviera efectos mucho m¨¢s devastadores a¨²n. Ahora bien, el peligro de esta nueva conflagraci¨®n no resulta tanto de las armas nucleares como de las mismas razones que provocaron las dos guerras anteriores:1. El nacionalismo camuflado de universalismo (universalismo de raza, de clase o de lo que sea).
2. La pretensi¨®n de establecer un statu quo pol¨ªtico aberrante a partir de un statu quo militar, l¨¦ase Versalles o Yalta.
M¨¢s que olvidar nuestra historia reciente y usar lo nuclear como chivo expiatorio de todos los males y peligros, conviene, pues, atender al efecto pos¨ªtivo o negativo que sobre aquellas causas puede tener hoy la sustituci¨®n de las armas convencionales por las nucleares. Y lo menos que puede decirse de este efecto es que es ambivalente. Pues si por un lado no hay duda de que Hiroshima vino a reforzar y petrificar el estado de posguerra sancionado en Yalta, por otro lado este mismo reforzamiento ha acabado debilitando la legitimidad y el sentido mismo de la primera de aquellas causas: el nacionalismo universalista del Estado moderno basado en una curiosa mezcla de po¨¦tica b¨¦lica, ret¨®rica ideol¨®gica y prosa proteccionista.
En efecto, la exhibici¨®n de fuerza y poder en que se basa el equilibrio nuclear obliga, como ha se?alado Glucksmann, a la visibilidad del poder: a su manifestaci¨®n pura y dura. ?Y no hab¨ªa se?alado ya Kant que la garant¨ªa de la paz universal es precisamente esta publicidad de las intenciones, el fin del secreto de Estado en cuyo seno se preparaba la guerra? A diferencia de lo que ocurr¨ªa en guerras anteriores, quienes han de ver las armas son hoy los enemigos, y de quien hay que esconderlas o camuflarlas es de los vecinos que temen la proximidad de las ojivas nucleares que les constituye en blanco cual¨ªficado. Pero esta misma necesidad de mostrarse o manifestarse al enemigo, a?adida a la magnitud de sus efectos potenciales, es lo que ha transformado el conflicto nuclear en la forma pura e imposible de la guerra entendida como confrontaci¨®n que puede a¨²n ser ganada por una de las partes. Si algo hace imaginable, incluso veros¨ªmil o probable, esta guerra imposible no es ya la instalaci¨®n de misiles nucleares, sino todo lo contrario es la intensificaci¨®n de armas convencionales "tales que permitan no tener que recurrir de inmediato a las armas nucleares", o aun la creaci¨®n de refugios nucleares que permitan fantasear a una de las partes la sobrevivencia despu¨¦s del conflicto.
El monote¨ªsmo de la disuasi¨®n at¨®mica abre as¨ª la crisis del polite¨ªsmo de la persuasi¨®n nacionalista. Todos y cada uno somos ahora piezas y s¨²bditos de este nuevo monote¨ªsmo del terror.
1. Cada uno, pues a diferencia de las armas cl¨¢sicas que permit¨ªan una distinci¨®n (te¨®rica al menos) entre frente y retaguardia, entre militares y civiles, para la nueva bomba "no existe ya jud¨ªo ni gentil": todos son igualmente rehenes de su acci¨®n, lo que emparenta, seg¨²n Baudrillard, los mecanismos y efectos de la disuasi¨®n nuclear a los del terrorismo.
2. Pero tambi¨¦n todos, en conjunto, pues desde 1945 hemos descubierto la posibilidad de la muerte no ya individual, sino colectiva; de nuestra extinci¨®n como especie. Una posibilidad que se ve infinitamente potenciada si seguimos' utilizando estos veh¨ªculos o contenedores de la agresividad y la complicidad, d¨¦ la pasi¨®n y la raz¨®n, que son los Estado-naci¨®n.
?Pero cu¨¢nto pueden resistir a¨²n estos contened6res? Las viejas naciones, es cierto, aparecen cada, vez m¨¢s inoperantes y obsoletas desde que las multinacionales las vaciaron de su autonom¨ªa econ¨®mica y el nuevo equilibrio mundial de fuerzas limit¨® su independencia militar y su viabilidad ideol¨®gica. Pero no hay que olvidar tampoco la buena salud de que goza a¨²n el nacionalismo: su capacidad de reforzarse por el hecho mismo de haber alcanzado su .nivel de incompetencia". Las multinacionales econ¨®micas, que con sus gadgest y sus chicles, con su inform¨¢tica y sus teleseries deb¨ªan pervertir el sentido nacional, acaban reforz¨¢ndolo, por otro lado, al concentrarse en la venta de ordenadores que permiten el control nacional interno, y de carros de combate que refuerzan la posici¨®n externa de cada Estado. La multinacional del terror at¨®mico, que deb¨ªa asimismo romper el discurso nacionalista, acaba tambi¨¦n sirvi¨¦ndole para sostener y confirmar con ¨¦l, como en, Francia, su posici¨®n neocolonial ("Nuestra fuerza de disuasi¨®n est¨¢ demostrando su eficacia en ?frica sin necesidad de ser utilizada", Deleuze), o bien para fundar en su rechazo, como en Alemania Occidental, las esperanzas de la reunificaci¨®n nacional.
?Pero cu¨¢l era y es a¨²n esta raz¨®n del Estado moderno? Veamos. La raz¨®n o v¨ªnculo de la familia es el parentesco; el de un gremio es profesional, y el de una Iglesia, espiritual. El de un Estado, por el contrario, es meramente territorial. O as¨ª es, por lo menos, como al pronto aparece en oposici¨®n a los anteriores: frente al v¨ªnculo ¨ªntimo y personal de la familia, del clan o de la Iglesia, el Estado ofrece en principio una relaci¨®n m¨¢s relajada, de mera contig¨¹idad espacial o unidad territorial. De ah¨ª que ni la expansi¨®n interna (codificaci¨®n legal) ni la externa (colonizaci¨®n) del Estado romano reclamasen convicci¨®n personal de ning¨²n g¨¦nero. El Derecho romano no le ped¨ªa a uno ser bueno, sino ser lo malo que se fuese dentro de unas reglas; como el imperio no exig¨ªa tampoco a los pueblos conquistados que se convirtieran a los dioses romanos: al contrario, llevaban los dioses vencidos o novensiles (D¨¦meter, Isis, C¨¢stor) a la urbe y les hac¨ªan su lugar en el olimpo imperial.Peque?a f¨¢bula de la raz¨®n de Estado
Pero este respeto y tolerancia, propios de las relaciones meramente territoriales, se rompe desde que el nuevo Estado cristiano encuentra una raz¨®n espiritual -y no meramente espacial para su consolidaci¨®n y expansi¨®n.
En adelante, todo nacionalismo tendr¨¢ ya que legitimar sus aspiraciones expansivas mediante ideales universalistas: al cristianismo ha seguido as¨ª la tradici¨®n, el socialismo, la "garant¨ªa de la libertad, civilizaci¨®n y herencia com¨²n" (pre¨¢mbulo de la OTAN), etc¨¦tera. Marx fue el primero en denunciar al moderno Estado laico como la realizaci¨®n perfecta -que no la superaci¨®n- de aquel Estado confesional; y han sido sus disc¨ªpulos quienes se han encargado de darnos el ¨²ltimo ejemplo pr¨¢ctico de ello al hacer del marxismo-leninismo la ret¨®rica y liturgia de exportaci¨®n del imperialismo ruso.
Como era de esperar, la fuerza e inercia de este patriotismo o territorialismo idealizado no termin¨®, sin embargo, en la galvanizaci¨®n y confrontaci¨®n de aquellos "Estados europeos cristianos". "La rivalidad franco-germana acerca de qui¨¦n deb¨ªa dirigir Europa", escribe el h¨²ngaro G. Konrad, ?jug¨® en las ¨²ltimas guerras mundiales un papel m¨¢s importante que cualesquiera posible conflicto de intereses. En ambos casos, el juego termin¨® con la por as¨ª decir victoria francesa, y con ello Europa cay¨® bajo el dominio de los poderes perif¨¦ricos, la Uni¨®n Sovi¨¦tica y Estados Unidos. La disputa o cuesti¨®n hab¨ªa encontrado su respuesta: las naciones m¨¢s poderosas en Europa no estaban en Europa, sino en Eurasia y en Norteam¨¦rica". Ah¨ª es donde nos ha llevado, pues, la l¨®gica misma de aquel nacionalismo cristiano hecho Estado-naci¨®n protestante: a la satelizaci¨®n de Europa, que empieza ya a valorarse como factor meramente t¨¢ctico -es decir, instrumental o negociable- en el juego del equilibrio y disuasi¨®n nuclear.
Ahora bien, todo esto no es el solo efecto de la nuclearizaci¨®n del mundo ni de su monopolio por el imperialismo bolchevique y americano. Se trata m¨¢s bien, como hemos visto, del l¨®gico resultado o culminaci¨®n de aquel nacionalismo protestante que seculariz¨® y territorializ¨® el ideal cristiano estableciendo la imp¨ªa alianza moderna entre el territorio y la raz¨®n, entre el espacio y la verdad. Un nacionalismo que, una vez nuclearizado, nos lleva hoy directamente al abismo si no conseguimos recuperar equilibrios o formas de vinculaci¨®n pol¨ªtica anteriores a su explosiva sanci¨®n religiosa -y a recuperarla tanto frente a quienes no osan tocar esta sanci¨®n religiosa como frente a quienes pretenden sustituirla.
Del nacionalismo al nuclearismo
S¨®lo el peligro del fin del mundo. impide a los primeros (a los partidarios del statu quo) atreverse a pensar el fin de este mundo, y s¨®lo el miedo a reconocer nuestra condici¨®n fr¨¢gil y vulnerable lleva a los segundos a tomar unas posiciones pacifistas o ecologistas con las que, seg¨²n Glucksmann, tratan de "sustituir la funci¨®n ideol¨®gica que hab¨ªa tenido hasta hace poco el marxismo": la ilusi¨®n de estar a un tiempo, y por obra de una sola operaci¨®n, con la ciencia y con la historia, con la salvaci¨®n y la raz¨®n. Una naturaleza ecol¨®gica vendr¨ªa as¨ª a sustituir y cumplir el papel m¨ªstico que hab¨ªa representado hasta ayer la historia dial¨¦ctica.El imperialismo pagano _
?C¨®mo se puede mantener, frente a unos y otros, una alternativa que no sea una mera ilusi¨®n o una evasiva? Vimos c¨®mo, en su lucha por si son galgos o son podencos, los nacionalismos europeos culminaron en Yalta dejando escapar el poder hacia su periferia: hacia Eurasia y Am¨¦rica. Hoy, este idealismo expansivo de las naciones europeas no sirve m¨¢s que para asegurar la cubanizaci¨®n o neutralizaci¨®n (que no neutralidad) geoestrat¨¦gica de Europa, al tiempo que asegura el retraso industrial y tecnol¨®gico de su Mercado-no-tan-Com¨²n. La realidad pol¨ªtica de nuestro tiempo no es ya nacional, sino impe
rial: negarse, desde una perspectiva nacional-ideol¨®gica, a reconocer este hecho no es sino resignarse a ser sujeto pasivo del mismo, aceptarlo acr¨ªticamente por la puerta de atr¨¢s. Lo ¨²nico sensato es preguntarse, pues, por el papel que los pueblos europeos quieren jugar en este concierto: ?pretenden constituirse en tercer imperio, en ap¨¦ndice de imperio, en imperio bisagra ...?
La tentaci¨®n m¨¢s generalizada, sin embargo, es denunciar este imperialismo y sus peligros, e incluso pretender legitimar el nacionalismo como ¨²nica fuerza de contenci¨®n frente a ¨¦l. El nacionalismo se siente entonces responsable de la libertad de sus pueblos: ?qu¨¦ ser¨ªan C¨®rcega, o Alsacia, o las Canarias libres, sino ap¨¦ndices de Washington?
La verdad, sin embargo, es que este nacionalismo no s¨®lo no es posible o viable, sino que raramente es ¨²til o deseable. Pero acabemos de ver separadamente su imposibilidad y su indeseabilidad.
Imposibilidad, ante todo, de seguir cultivando beatamente estos nacionalismos topo-l¨®gicos que se entend¨ªan portadores de la antorcha del esp¨ªritu universal con la que encend¨ªan los corazones y estaban dispuestos a purificar con su llama al mundo entero. Hoy, la nuclearizaci¨®n de la pol¨ªtica nos obliga a rechazar esta actitud, pero tambi¨¦n nos ayuda a hacerlo. La evidencia de que el mundo
est¨¢ dividido en funci¨®n de un equilibrio o disuasi¨®n puramente militar vac¨ªa a ojos vista a cualquier bloque de toda legitimaci¨®n universalista o te¨®rica: Ruman¨ªa, Hungr¨ªa, la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana y Checoslovaquia no se resisten s¨®lo a ser rojas, sino tambi¨¦n, desde la instalaci¨®n de los SS-20, a ser blancos privilegiados. La persuasi¨®n ideol¨®gica cede el paso a la cruda y dura disuasi¨®n militar. La legitimidad ideol¨®gica s¨®lo puede sobrevivir ahora en los Estados donde el cristianismo no se seculariz¨® y transform¨® en pol¨ªtica nacionalista, sino que sigue siendo la ¨²ltima y expl¨ªcita ratio de la existencia (Polonia) o la resistencia (Irlanda) nacional. Lo que en cualquier caso hace quiebra es la credibilidad y legitimidad de la curiosa mezcla moderna de localismo pagano y universalismo cristiano que ha estado en la base del nacionalismo moderno, de la casta armada encargada ex officio de su mantenimiento y de la serie de holocaustos que ha generado.
Un holocausto at¨®mico bast¨®, sin embargo, para vaciar la ratio que inspiraba a todos los anteriores y poner en crisis el ethos particularista hecho ¨¦tica nacionalista de los Estados dominantes. La generalidad de su poder de chantaje y destrucci¨®n ha hecho as¨ª imposible la universalidad de su justificaci¨®n y nos ha devuelto de hecho a un Estado an¨¢logo al de Roma: a un imperialismo sin ¨¦tica.
?Es esta situaci¨®n m¨¢s indesea
ble que la anterior? Antes de la santa alianza entre lo espacial y lo ideal que constituye el moderno nacionalismo, la expansi¨®n territorial hab¨ªa sido puramente normativa o legal en Roma, o estrictamente aventurera en el cristianismo medieval, para el que, situada la esencia en el ¨¢mbito subjetivo de la piedad, la actividad exterior aparec¨ªa como un aleatorio cot¨¦ aventure: como el territorio inesencial de las conquistas y las gestas. Sea, pues, porque cada lugar tiene su dios pagano, sea porque Dios est¨¢ m¨¢s all¨¢ (o m¨¢s ac¨¢) de todo lugar terreno, ni el feudalismo cristiano ni el imperialismo romano generaron nunca este h¨ªbrido topol¨®gico y expansionista del Estado-naci¨®n; ese universal-concreto de Hegel empe?ado sistem¨¢ticamente, como dec¨ªa C¨¦line, en explotar a sus ciudadanos, hacer de ellos unos patriotas y educarles para una causa. Pues no hay que olvidar que la m¨¢s peligrosa reacci¨®n y onda expansiva es la que se produce con aquel encuentro entre lo t¨®pico y lo l¨®gico: una reacci¨®n nacional que s¨®lo hoy empieza a verse neutralizada por la reacci¨®n at¨®mica que pretendi¨® poner a su servicio. En cualquier caso, est¨¢ claro que, en un contexto nuclear, aquel nacionalismo expansivo:
1. No es ya practicable en los Estados secundarios.
2. Resulta cada vez menos legitimable ideol¨®gicamente en los Estados imperiales, dada la creciente evidencia del puro sistema de fuerzas en que se basa.
plazo una deflaci¨®n de la ideolog¨ªa nacional y su desgaste desde ambos extremos: por abajo, desde los pueblos; por arriba, desde los imperios. Crisis de aquella ideolog¨ªa desde dentro: desde un nacionalismo capilar que a un tiempo protege a los pueblos de la anomia y les vacuna contra la erupci¨®n de nuevos nacionalismos mesi¨¢nicos. Y crisis tambi¨¦n desde fuera: desde un imperio que en el l¨ªmite podr¨ªa acabar, como el romano, seducido por sus propias conquistas y constituido en pura relaci¨®n con su periferia.
En el l¨ªmite... "Mire usted", me dec¨ªa un polic¨ªa de Tijuana encargado de impedir la penetraci¨®n ilegal de mexicanos, "estadounidenses son s¨®lo los que se colaron antes; como lo ser¨¢n, dentro de un tiempo, los que ahora se infiltren". Imagin¨¦ entonces la posibilidad de un pa¨ªs constituido en cada momento no por una raza o una clase universal, sino ni m¨¢s ni menos que por los que se colaron con antelaci¨®n. Un pa¨ªs con un talante imperial meramente t¨®pico, que si acabara de dejarse permear, como el romano, por sus propios graeculi podr¨ªa llegar a reproducir la forma pura y relajada del imperio.
Era s¨®lo un imaginar. O tal vez menos: una incapacidad de imaginar. O quiz¨¢ m¨¢s: esa tendencia a ponerse del lado del mal que surge en nosotros cuando no tenemos la fuerza o el valor para enfrentarlo.
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