Serenidad y principio de excelencia
La esencia de la justicia consiste, en ¨²ltima instancia, en la h¨¢bil oportunidad de adecuar la condici¨®n individual a la norma colectiva. Aparentemente no puede haber nada m¨¢s sencillo si se parte de la premisa b¨¢sica que establece la igualdad de todos los hombres y todas las mujeres ante la ley, pero bajo tan enga?oso manto se esconden las necesarias matizaciones, que exigen, m¨¢s all¨¢ de la letra r¨ªgida del c¨®digo, la flexible matizaci¨®n de la jurisprudencia.En ocasiones esa necesaria puntualizaci¨®n individual puede convertirse en seria amenaza para el principio que niega el privilegio, y ahora, en estos d¨ªas, estamos viviendo en Espa?a una evidente muestra de la paradoja. El anuncio del proceso capaz de implicar -quiz¨¢ fuera mejor decir: de tan s¨®lo salpicar- al presidente de la Generalidad de Catalu?a ha desatado las voces airadas de quienes consideran como maniobra turbia y aun desliz pol¨ªtico semejante decisi¨®n. Desde el riguroso principio de la igualdad ante la ley no hay motivo para desechar querella alguna por motivos individuales. ?Acaso la condici¨®n excelsa puede justificar el relajamiento del rigor para convertirse en palanca de privilegio?
Evidentemente, existe una respuesta afirmativa. Ciertas personas en Espa?a se encuentran, por motivos constitucionales, fuera del alcance de la ley, y un grupo numeroso de ellas depende de decisiones corporativas para que sea posible su enjuiciamiento. Se supone que as¨ª quedan salvaguardadas las intituciones o, lo que es lo mismo, el posible esc¨¢ndalo de la inmunidad ser¨ªa, en todo caso, menos quiebra para el sistema que la posibilidad de un proceso y una condena. De hecho, la figura del presidente de la Generalidad puede aspirar con suficientes garant¨ªas a un trato semejante, pero no es ¨¦se el problema que ahora me preocupa, sino la cuesti¨®n en s¨ª de la excelencia. Admitida una excepci¨®n institucional, ?por qu¨¦ hemos de detenernos en ella? ?No ser¨ªa acaso m¨¢s prudente y oportuno extender la idea de la excelencia diferencial a otras circunstancias por igual apreciables?
El ejemplo m¨¢s usado cuando se debaten tales dudas es el del derecho al voto. Se trata de una igualdad b¨¢sica y de una costumbre arraigada en las democracias parlamentarias, aun cuando no desde los tiempos que suelen invocarse; recu¨¦rdese que ni siquiera el Parlamento dise?ado en los debates de Putney, con las enmiendas finalmente desechadas de levellers y diggers, supuso la consagraci¨®n de la f¨®rmula de "un hombre-un voto", ya que ni las mujeres ni los siervos, ni los mendigos eran considerados, a tales efectos, como personas. El principio de la excelencia permite dudar acerca de la justicia de un medio de preferencia seg¨²n el cual los votos m¨¢s calificados de los virtuosos, prudentes y sabios varones -dicho sea sin desprecio del sexo- pueden quedar anulados y aun sobrepasados por los votantes que se dejan convencer por cosas o gestos o circunstancias tales como la sonrisa de un candidato en la televisi¨®n.
Si existiera un medio eficaz de ponderar el voto, a buen seguro que ya hubiera sido puesto en marcha en los pa¨ªses de tradici¨®n parlamentaria. Es el miedo al abuso y a la corrupci¨®n lo que impide clasificar a los ciudadanos en jerarqu¨ªas y no el hecho en s¨ª de la catalogaci¨®n lo que mueve a repulsa, toda vez que las jerarqu¨ªas se aplican continuamente en el trato social y sin mayores remilgos. Peor parece el ejercicio de la excelencia en ese contexto que la medida del rasero que es capaz de anular ventajas, es cierto, pero que tambi¨¦n puede ser ¨²til para evitar mayores males.
?Podemos estar seguros de que el principio de la excelencia en el trato ante la ley puede dar mejor resultado que en el caso de las citas electorales? Por supuesto que hay una diferencia de peso: la derivada del muy reducido n¨²mero de personas a las que puede alcanzar el privilegio. Pero al margen de ¨¦ste u otros principios utilitarios, ?se ven m¨¢s fortalecidas las instituciones por la sospecha de comisi¨®n de actos delictivos que por el proceso en s¨ª?
La respuesta ser¨ªa f¨¢cilmente anticipable si no incidiese sobre el tema un problema a?adido: el de la viciosa man¨ªa de la presunci¨®n de la culpa, aireada a diario por peri¨®dicos y emisoras de radio. Antes de que llegue siquiera a cerrarse el cap¨ªtulo de las diligencias previas existe ya en el ¨¢nimo del ciudadano una conciencia del delito y una anticipaci¨®n, por lo com¨²n, de la condena. En la justicia anglosajona tal circunstancia puede bastar para que se suspenda el proceso y se anulen las acusaciones, pero nuestro aparato procesal no dispone de tales sutilezas. En esas condiciones la amenaza del proceso lleva muchas veces impl¨ªcita la condena popular. O, excepcionalmente y por v¨ªa de rechazo, la histeria del culto al m¨¢rtir. Y ¨¦sas son, a mi leal saber y entender, muy peligrosas v¨ªas de confusi¨®n y descr¨¦dito, que en un pa¨ªs como el nuestro, cegado por la envidia y el odio hacia los otros, pueden llegar a cubrir de barro tanto a las personas como a las instituciones. Bienvenido sea el principio de excelencia y el empleo del privilegio si as¨ª podemos, al menos, evitarnos espect¨¢culos como el que los espa?oles estamos viviendo ¨²ltimamente.
Copyright Camilo Jos¨¦ Cela, 1984.
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