El verano y la carne
Hubo un tiempo en que el verano era un fen¨®meno de la naturaleza, marcado por la mengua de la noche, la saz¨®n de la mies y el retorno de las golondrinas. Nuestro verano es m¨¢s bien una sofisticada puesta en escena, un producto de la planificaci¨®n de la mercadotecnia, de los procesos masivos de informaci¨®n y persuasi¨®n. Otrora, el verano era una estaci¨®n en c¨ªclico retorno. El que hoy conocemos es una temporada del consumo y de la moda, el tiempo de ocio estructuralmente oponible (y equivalente) al tiempo de trabajo: tiempo de producci¨®n de consumidores frente al tiempo de consumo de productores, por usar expresiones de J. Ib¨¢?ez.Los tiempos fuertes del antiguo simbolismo (la Navidad, la llegada de la primavera, el solsticio de verano) han sido definitivamente traducidos a los t¨¦rminos del sistema de consumo, que flotan en la relatividad y en la indiferencia de su oposici¨®n formal.
Ya derribadas las ocasiones simb¨®licas, se abren paso las oportunidades para la reactivaci¨®n del flujo irrefrenable del dinero, de las mercanc¨ªas, de los signos, de los sujetos: he ah¨ª las redes de transporte colmadas por el pulu lar browniano de los veraneantes; los canales de comunicaci¨®n, sa turados de avisos, reservas y de mandas de informaci¨®n; los mass media, gr¨¢vidos de publicidad y de pedagog¨ªa ("no corran, no be ban, protejan su epidermis"), y as¨ª sucesivamente. El verano no es, en fin, otro tiempo, sino el mismo: s¨®lo la hiperestesia consumista lo distingue. Y aunque ya no hay verdaderos mitos para los ritos estacionales, no faltan leitmotivs o pretextos sobre los que el discurso del consumo pueda gravitar: la Navidad, por ejemplo, cuenta con la cantilena de la familia. Para el verano se reserva el tema del cuerpo, la resurrecci¨®n de los cuerpos.
Sartre escribi¨® que el cuerpo es lo silenciado, pero como ocurre con tantos otros asuntos profundamente acallados, nuestra charlatana cultura de masas no deja de parlotear sobre ¨¦l. Algunos de los grandes mentores de la modernidad denunciaron la exclusi¨®n del cuerpo (y del erotismo) por efecto de la moral cristiana, y reivindicaron su restituci¨®n. Siguiendo el com¨²n destino de las utop¨ªas modernas, la de la resurrecci¨®n del cuerpo no ha sido ni realizada ni excluida, sino traducida a las dimensiones banales y dom¨¦sticas de un estilo, una manera de estar, un ambiente: el cuerpo er¨®tico no es ya tab¨², sino que aparece por doquier, demasiado presente, en la publicidad, en el dise?o de moda, en el cine, en la calle. Porque las nuevas t¨¢cticas del control social no se basan en la represi¨®n sino en la neutralizaci¨®n por redundancia y por explicitud. No se nos ha dado, ciertamente, el acceso al riesgo, a la ambivalencia o al ¨¦xtasis que un Bataille hubiera podido identificar como marchamos del exotismo, pero se nos bombardea con un discurso sexual que imposta todas esas cualidades sin posibilidad de transgresi¨®n.
El erotismo estaba prohibido; hoy est¨¢ prescrito. Pi¨¦nsese si no en la censura social que ya castiga m¨¢s rigurosamente al celibato que a la homosexualidad o al onanismo. No ha mucho particip¨¦ en unas parad¨®jicas jornadas sobre erotismo, donde con entera libertad el p¨²blico se quejaba reiteradamente de la represi¨®n que pesa sobre los temas sexuales. Ciertamente se hace dificil una transgresi¨®n que no sea transer¨®tica o antier¨®tica. Los pecados de la carne nos han sido perdonados y la explicitud generalizada delo er¨®tico opera rn¨¢s bien como una barrera del deseo: basta con anunciar los signos rituales del erotismo, escribi¨® Barthes, para provocar a la vez la idea del sexo y su conjuraci¨®n.
El 'desvestido'
El cuerpo ha sido convocado a su liberaci¨®n por el doble imperativo de la revoluci¨®n sexual y de la salud (higiene, deporte, etc¨¦tera), en un movimiento que complementa la pretensi¨®n de juventud perpetua. El verano proporciona la ocasi¨®n ¨®ptima para la aplicaci¨®n de todas las microtecnolog¨ªas que se interponen en la relaci¨®n con nuestro propio cuerpo: gimnasia, yoga, anticonceptivos, estimulantes, etc¨¦tera. Y para la experimentaci¨®n de todos los microprogramas que en conjunto configuran la nueva estrategia del logro social: programas de adelgazamiento, de bronceado, de ligue, de orgasmo.
Pero donde las utop¨ªas del consumo veraniego hacen m¨¢s mella es en el campo del desvestido (ya que no del desnudamiento, que, como Bataille ense?¨®, constituye una ruptura del orden, un equivalente simb¨®lico del descenso a la muerte y, por ende, el verdadero itinerario del deseo, siempre ambivalente). La convocatoria a la ligereza de ropa, suscrita tanto por la publicidad televisiva como por el alcalde Tierno, aligera el sentido del vestir, al tomarlo por un mero implemento funcional. Quiz¨¢ la cosa no tenga la menor importancia, pero es de notar que nuestra sociedad es pionera en la aspiraci¨®n de despojar a la desnudez de su exceso de sentido, de su valor sacro, que, como la etimolog¨ªa sugiere, es su valor a la vez sagrado, secreto y execrable. Secreto por cuanto el cuerpo desnudo ven¨ªa siendo una se?al de demarcaci¨®n de los territorios y los lazos de intimidad (los territorios y lazos segregados de la mirada social). Execrable porque el desnudo remit¨ªa a los l¨ªmites simb¨®licos de la vida humana, nacimiento y muerte, en que la identidad personal a¨²n no es o ha dejado de ser definitivamente. De este modo, la cultura de consumo ha venido a identificar el cuerpo liberado con el cuerpo profano, sustra¨ªdo a la posibilidad de exceso y de ambivalencia.
Esta pretensi¨®n profana se hace especialmente visible en el discurso nudista, que trata de identificar la desnudez con un estado natural del cuerpo, como si el cuerpo desnudo no fuera un vestido l¨ªmite, un grado cero del vestir. Como si la propia noci¨®n de la desnudez no fuera culturalmente mudadiza: para algunas mujeres del ¨¢rea isl¨¢mica una indumentaria decente s¨®lo deja al descubierto parte del rostro; para los indios urubu un var¨®n viste adecuadamente con un somero cordelillo que retiene su prepucio. La obscenidad nunca ha tenido que ver con el criterio absoluto de las zonas org¨¢nicas: nuevamente la etimolog¨ªa sugiere que lo obsceno es algo desplazado de escenario. Y los escenarios son productos sociales en la misma medida en que lo es el cuerpo.
Recintos priviligiados
Cada verano retorna la pol¨¦mica del desnudo en las playas (y m¨¢s recientemente, en las piscinas), que son el recinto privilegiado para el ritual veraniego de la resurrecci¨®n de la carne. Los nudistas militantes y algunos paladines de la emancipaci¨®n moderna apelan a la primac¨ªa de lo aut¨¦ntico y lo natural, como s¨ª alguna autenticidad o naturaleza no se repitiese en los signos (y m¨¢s concretamente, en los signos de? refinamiento cultural e ideol¨®gico). No les faltan razones para impugnar la at¨¢vica ley que estorbaba la ostensi¨®n del cuerpo desnudo, de sus zonas pudendas, pero suelen pasar por alto que del derribo de las grandes prohibiciones no se sigue en nuestra sociedad el reino del arbitrio, sino el imperio de muchas y muy sutiles peque?as prescripciones. As¨ª, E. Goffman advirti¨® sobre la microsc¨®pica pudibundez que preside las concentraciones de gente desvestida, donde las cautelas y disciplinas visuales son tan agudas e imponen tal recato que, para los efectos, devuelven a la invisibilidad lo que s¨®lo una ilusi¨®n emp¨ªrica tomar¨ªa por desnudez. Basta con leer alg¨²n texto propagand¨ªstico nudista para convencerse de que la condici¨®n b¨¢sica del naturismo es la puesta entre par¨¦ntesis de la desnudez, su invisiblizaci¨®n ritual.
Todo ello se relaciona con nuestra gram¨¢tica territorial, bien analizada por Goffman: el cuerpo no es s¨®lo un bien por s¨ª mismo, sino, sobre todo, el signo b¨¢sico de reivindicaci¨®n de un espacio socio-afectivo y de una identidad. De modo que, pese a quien pese, el pudor no es la lacra derivada de una ley moral represiva, sino un operador b¨¢sico de sociabilidad, una microestrategia de la relaci¨®n social. M¨¢s que proteger los ¨®rganos sexuales, el pudor defiende de toda intrusi¨®n psicosocial, y por algo existe tambi¨¦n un recato verbal, no som¨¢tico: el que aplicamos en nuestras conversaciones cotidianas al evitar comentarios o preguntas indiscretas, al hablar indirectamente, etc¨¦tera. Por lo que se refiere al pudor femenino frente a la mirada masculina (y el tema recobra inter¨¦s cuando algunas feministas propugnan una neocastidad que contrarreste el nuevo sometimiento, que para muchas mujeres ha acarreado la revoluci¨®n sexual), no debe olvidarse que la mirada del var¨®n es un acto de dominaci¨®n simb¨®lica, porque en la sociedad patriarcal, y seg¨²n las palabras de L. Irigaray, las mujeres han abandonado su cuerpo como materia y soporte de la especulaci¨®n y especularizaci¨®n varonil. "Las mujeres", escrib¨ªa Virginia Woolf, "han servido todos estos siglos como espejos poseedores del m¨¢gico y delicioso poder de reflejar la figura de los hombres al doble de su tama?o natural".
Pero no es menos cierto que la mayor¨ªa de los(as) veraneantes pasan por alto los postulados emancipadores y s¨®lo buscan en la desnudez o semidesnudez un estado de confort. El desnuda miento playero es, sobre todo, el medio de acumular lo que constituye el principal signo de lujo vacacional: el bronceado. La piel tostada no es un estado adventicio, sino el modo propio y leg¨ªtimo de envoltura corporal, la primera forma de vestidura correcta. Si en otros tiempos la palidez era un indicio ostentoso de las clases privilegiadas (en cuanto marca de no exposici¨®n a la intemperie y, por tanto, de abstenci¨®n de ciertos trabajos serviles), en los nuestros se?ala m¨¢s bien un d¨¦ficit: de tiempo libre, de salud, de mundanidad. El cuerpo mod¨¦lico de nuestra cultura es bronceado, terso y, desde luego, delgado. El orden del consumo exige la supresi¨®n de ambivalencias, sobreentendidos e incertidumbres; s¨®lo cuenta lo que puede intercambiarse sin dejar residuos. As¨ª que la gordura no es f¨¢cilmente aceptada, porque evoca el exceso, la potencia de una naturaleza insumisa, y presenta lo corporal como lugar de fecundidad y de proliferaci¨®n: en una sociedad obsesionada por la contenci¨®n de la poblaci¨®n y por el miedo al c¨¢ncer (que es la met¨¢fora ¨²ltima de toda proliferaci¨®n incontrolada), la obesidad significa peligro e insalubridad.
La imagen de los gordos choca con las exigencias de austeridad funcional, de disponibilidad operativa y de movilidad que el sistema impone.
La imagen clausurada
El bronceado y la tersura configuran una imagen corporal turgente y cerrada sobre s¨ª misma. La era moderna, que ha cerrado los discursos, culmina el proceso con la clausura del cuerpo, que es tambi¨¦n un discurso. Baudrillard ha se?alado que el cuerpo contempor¨¢neo se ha pacificado con la supresi¨®n de fisuras y discontinuidades, con una conformaci¨®n neutral seg¨²n el modelo del maniqu¨ª. Las t¨¦cnicas veraniegas de mantenimiento corporal proceden en esta direcci¨®n: cercenando toda excrecencia y toda exuberancia (desde la sudoraci¨®n al vello, pasando por espinillas y granos) y resta?ando las fisuras (arrugas, grietas). Cremas hidratantes, desodorantes, depilatorios y otros cosm¨¦ticos conforman esa tecnolog¨ªa de Procusto que transforma la piel en un estuche herm¨¦tico. El mismo criterio que se aplica a las teor¨ªas cient¨ªficas subyace al modelo imperante de belleza corporal: exigencias de cierre, exigencias de no contradicci¨®n. Es la belleza irrevocable de la que Bataille aborrec¨ªa con estas palabras: "La belleza que nada disimula, que no es la m¨¢scara del impudor perdido, que no se desmiente nunca y se mantiene eternamente en guardia como un cobarde".
El top-less puede interpretarse en esta perspectiva. Los blancos senos de las ba?istas usuarias del biquini o el p¨¢lido torso de las usuarias del una pieza presentaban la marca de una diferencia de valor (zonas profanas frente a zonas sagradas del cuerpo) y de un secreto: el de los espacios corporales reservados para la intimidad y para la entrega deliberada. El cuerpo dividido en claro y oscuro era signo de la propia escisi¨®n del sujeto en ¨¢mbitos de sociabilidad y de compromiso personal. Con el top-less, y a¨²n m¨¢s con el desnudo integral, se aniquila toda oposici¨®n simb¨®lica y toda posible evocaci¨®n de un contexto. El oscuro preconsumista de la piel se llamaba moreno, cualidad del moro, un otro simb¨®lico. El bronceado actual s¨®lo alude a una cualidad distintiva, define la coloraci¨®n epid¨¦rmica, seg¨²n criterios homog¨¦neos a los que se aplican a los objetos de consumo: el bronceado de la piel es como el laqueado de los muebles o el metalizado de los autom¨®viles.
La desnudez positivizada por la cultura de consumo vuelve, en fin, a su peri¨®dica apoteosis veraniega. Y tan neutra, abstracta e inofensiva que no deja argumentos a quienes se resisten a su (una vez m¨¢s, p¨®stuma) legalizaci¨®n. Los cuerpos resucitan, muertos vivientes.
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