La dif¨ªcil tarea de envejecer
RICARDO LEZCANOSe preguntaba Machado por boca de su ente de ficci¨®n Juan de Mairena -o al rev¨¦s, que en esto disent¨ªa ya Pirandello- si la vejez existe realmente, o para centrar la cuesti¨®n, pues tal aserto aparecer¨ªa ciertamente desconectado de la realidad, si hay algo dentro del esp¨ªritu que nos haga sentir el envejecimiento sin necesidad de m¨¢s signos externos, "aunque careci¨¦semos de espejos", a?ade, "ignor¨¢semos la significaci¨®n de las canas y arrugas de nuestro pr¨®jimo y goz¨¢semos de la m¨¢s grata y suave cenestesia". Pero lo curioso es que estos espejos ante los que nos ahorcamos un poco cada d¨ªa al ponernos el dogal de la corbata apenas si nos revelan nada del lento trabajo que el tiempo ejecuta sobre nuestra piel. Nos vemos todos los d¨ªas y con ojos ben¨¦volos y disculpatorios. Pero hay otros espejos menos c¨®mplices de nuestra decadencia. Uno de ellos acaba de ponernos de repente ante una imagen nuestra s¨²bitamente trasladada a un futuro, ay, bastante corto e incierto. El Gobierno, formado por voraces falanges de j¨®venes, unos que ejercen el poder y otros que lo sustentan a trav¨¦s de las famosas bases, se ha tomado cumplida venganza de la inacabable gerontocracia que sigue gobernando el mundo, de "esos viejos tozudos que mandan por todas partes", como dec¨ªa Juan Gil-Albert, y ha decretado que los espa?oles de 65 a?os para arriba -los de la pluma y el expediente, que los del m¨²sculo ya hace tiempo que abandonaron- deben retirarse a sus cuarteles de invierno y cambiar la p¨¦ndola por la mesa camilla. Ha sido en este momento cuando el espejo, testigo y delator, nos ha enfrentado con lo que, seg¨²n eufemismo de agradecer, se llama la tercera edad.
Aunque ello nos sirva de magro consuelo, constatamos que estos nuevos iconoclastas no parecen haber reparado, en su furor gerontof¨®bico de urgencia, que, por ejemplo, Bertrand Russell recibi¨® el Premio Nobel a los 78 a?os y que a los 76 publicaba El conocimiento humano; que Bernard Shaw escrib¨ªa su ¨²ltima obra a los 93 a?os, uno antes de morir, y que Anatole France, aparte de alcanzar su cumbre como escritor a los 66 -La isla de los ping¨¹inos y Los dioses tienen sed- recib¨ªa el Nobel a los 77.
Pero estas gloriosas senectudes son privilegio de unos pocos. Para nosotros s¨®lo queda un doloroso acomodarse al tiempo que pasa, a esas horas cuya letal misi¨®n fue grabada por la sabidur¨ªa latina sobre un reloj de sol: "Omnia vulnerant, postrera necat". Y como tememos otear desde la altura de nuestros a?os el escaso camino que nos queda, nos refugiamos en el pasado. ?Y por qu¨¦ no en el presente?, preguntar¨¢n algunos. Pero si el presente es verdaderamente lo que no existe... Heidegger lo llamaba "futuro sido", y, por tanto, apenas sido, ya no es ni futuro ni presente.
Pero el hombre, por necesario instinto de supervivencia, que no por convicci¨®n filos¨®fica, trata de buscar coartadas a su derrota f¨ªsica. Y se dice, y todos le repiten: "?Qu¨¦ importa envejecer si se es joven por dentro?". Consoladora conclusi¨®n que s¨®lo puede ser disculpada de su craso error por la buena intenci¨®n que la anima, y que ser¨ªa justificable si s¨®lo se diera en la boca del vulgo. Pero sesudos pensadores tambi¨¦n se consuelan de su deterioro f¨ªsico aludiendo a la salvaci¨®n por la juventud espiritual, cosa que adem¨¢s de constituir una dudosa conformidad remite a la vejez a un c¨®modo contexto metaf¨ªsico en el que los a?os, si pesan, son m¨¢s dif¨ªcilmente detectables. As¨ª, Garc¨ªa Bacca, en uno de sus ensayos, nos dice: "Y consol¨¦monos", discretamente, con su granito de duda cartesiana o abstenci¨®n fenomenol¨®gica, "con que se puede ser joven de alma y viejo de cuerpo". Y de nuevo, Antonio Machado: "El esp¨ªritu no envejece, y nada sabr¨ªa de la vejez sin la vil carro?a que lo envuelve". Tuvo que ser un esteta y parad¨®jico -Oscar Wilde- el que pusiera el dedo en la llaga de esta perenne herida del tiempo con una frase sencilla y complicada a la vez: "Envejecer no es nada", dec¨ªa; "lo terrible es seguir sinti¨¦ndose joven". Pues claro; ¨¦se es, precisamente, el meollo del problema, como dir¨ªa aquel otro parad¨®jico Unamuno. Cuando el esp¨ªritu a¨²n no ha renunciado a correr tras los placeres de la vida, los pies se le han vuelto de plomo. Terrible sensaci¨®n de pesadilla.
Es posible que uno siga sintiendo el deseo de trepar a las monta?as, del duro ejercicio de la caza, de las zambullidas en las fr¨ªas y cristalinas aguas o de los placeres de la mesa, pero el cuerpo se encargar¨¢ de ponerle la penitencia del re¨²ma, las agujetas o el dolor de est¨®mago. Cuando el esp¨ªritu tiene a¨²n ansias de devorar distancias, mala cosa es que cabalgue sobre un quejumbroso rocinante.
Pero cuando el ¨¢ngel del tiempo nos arroja del para¨ªso de la vida, es a Eva y su manzana lo que m¨¢s echaremos de menos. El mundo del amor ha quedado irremediablemente atr¨¢s, y todas las C¨¢rmenes, Evas y Mar¨ªas constituir¨¢n un mundo del que nos sentimos injustamente expulsados. Y la sociedad, con su represi¨®n, y en el mejor de los casos, con su burla, nos alinear¨¢ con todo el mundo del sexo no reproductivo -invertidos, lesbianas, solterones y viejos- A estos ¨²ltimos, adem¨¢s, tratar¨¢ de ponerlos en rid¨ªculo a?adi¨¦ndoles el ep¨ªteto de verdes, no sabemos si por venganza o por envidia.
Aqu¨ª tambi¨¦n existen excepciones consoladoras. Casals o Segovia alcanzaron el himeneo o la paternidad a alt¨ªsimas edades. Pero, desenga?¨¦monos, para ello tendr¨ªamos que saber tocar el violonchelo o la guitarra, y en este terreno, lo ¨²nico que podremos tocar es el viol¨®n.
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