Mara?¨®n, en susurro ante Toledo
Personalmente conoc¨ª al famoso doctor Mara?¨®n reci¨¦n terminada nuestra guerra civil, cuando viv¨ªa en la calle de Montalb¨¢n, y ya en aquel primer encuentro se ciment¨® para siempre una afectuosa amistad, llena de admiraci¨®n por mi parte, sobre todo en raz¨®n a la belleza de su prosa y a la suprema categor¨ªa literaria y documental de sus trabajos hist¨®ricos. Quiero decir que, para m¨ª, el relampagueo pol¨ªtico de don Gregorio no me deslumbr¨® y, en definitiva, no fue otra cosa que una tempestad tan breve que no hizo m¨¢s que rozar, sin dejar huella, la gran humanidad y la limpia inteligencia de un hombre ajeno a los m¨ªseros contubernios de la pol¨ªtica de viejo estilo. Para quien, como yo, tuvo la fortuna de gozar del aprecio de tan insigne figura y gozar del encanto de su conversaci¨®n, en adagio, ofreci¨¦ndome en varias ocasiones temas sugestivos de alto rango hist¨®rico, para contrastarlos en coloquio de transparente claridad y de sinceridad abierta, sabe hasta qu¨¦ punto era serio y leal, a m¨¢s de fascinador, este m¨¦dico insigne a quien el mundo premi¨® con la universalidad de la fama por sus grandes servicios a la cultura en general y a la ciencia en particular. ?C¨®mo fueron de deliciosas y ¨²tiles aquellas conversaciones que iniciaba don Gregorio -y en las que no pocas veces particip¨¦- en las sobremesas de sus almuerzos, en los intervalos de sus consultas o en las jornadas domingueras o festivas del cigarral Los Dolores, cuando reun¨ªa en su torno a muchos de sus amigos de gran renombre y de ilustre ingenio!En orden a algunos recuerdos de los que puedo dar testimonio directo, me remonto a una cena, conmigo y con su hijo Gregorio, en un restaurante de Madrid ya desaparecido, que se llam¨® Chip¨¦n, donde el insigne doctor me hizo la curiosa pregunta de por qu¨¦ yo, tan mon¨¢rquico legitimista, sent¨ªa tanta admiraci¨®n por Napole¨®n, que representaba todo lo contrario. Y mi respuesta la consider¨® v¨¢lida al decirle que Bonaparte fue el gran apologista de la monarqu¨ªa leg¨ªtima, al exclamar con tristeza: "L¨¢stima no poder ser uno nieto de s¨ª mismo". Y otro d¨ªa, antes de un almuerzo al que me hab¨ªa invitado en su casa del paseo de la Castellana, en fecha cercana a la Navidad, me llev¨® emocionado hasta su biblioteca, donde en lugar preferente me se?al¨® un christma, con la fotografia de don Juan de Borb¨®n, felicit¨¢ndole las Pascuas. Y su comentario fue: "Este es el hombre que necesita urgentemente Espa?a". Y en Roma, despu¨¦s de haber visto a cierta distancia a P¨ªo XII en una audiencia p¨²blica en que le acompa?¨¦ a ¨¦l y a Lolita -su mujer inseparable y en tantos aspectos su numen-, hizo este diagn¨®stico: "Desgraciadamente, hay Papa para poco tiempo". Otra vez, en consulta m¨¦dica, mientras me tomaba la tensi¨®n, le pregunt¨¦ con tremenda curiosidad: "Doctor, ?me puede usted decir cu¨¢l era de verdad su jucio sobre don Alfonso XIII?". Su respuesta sentenci¨®: "Era un hombre sumamente abierto, sumamente inteligente y de una simpat¨ªa arrolladora".
Pero entre los recuerdos personales del gran escritor e insigne m¨¦dico hay uno que me dej¨® huella indeleble en un largo coloquio en su cigarral Los Dolores, en un seren¨ªsimo atardecer toledano de la primavera de 1942. Era sencillamente maravilloso el espect¨¢culo que presenci¨¢bamos Mara?¨®n y yo desde el porche de su estupendo retiro, cuando Toledo comenzaba a vestir sus galas nocturnas. En torno nuestro, una paz inefable impon¨ªa a la conversaci¨®n sinceridad rotunda. Hablamos de temas importantes de Espa?a y para su futuro. Y no hubo una sola discrepancia, porque el di¨¢logo estaba absolutamente limpio de cualquier es 1 coria. O¨ªr a don Gregorio sobre el contrapunto rumoroso del Tajo significaba descubrir en el susurro mel¨®dico de su voz los reflejos de sus altas calidades humanas y de su cl¨¢sica mente human¨ªstica, brillante y flexible como un acero de los que all¨ª abajo el r¨ªo templa con sus aguas arrebatadas. Al tocar ciertos aspectos de la historia espa?ola -desde 1898 hasta el momento en que habl¨¢bamos-, Mara?¨®n hizo reafirmaciones y rectificaciones sustantivas en la ¨®rbita de su ideario pol¨ªtico. Y, como por sorpresa, al surgir en el coloquio el glorioso nombre de Mar¨ªa Cristina de Austria, el doctor insigne me. dijo estas exactas y textuales palabras: "Cort¨¦s, ha escrito usted un libro interesante, y que faltaba, de don Alfonso XII, pero debe usted escribir otra biografia que no ha sido todav¨ªa completada. Y es la de aquella reina y se?ora ejemplar y ¨²nica que se llam¨® Mar¨ªa Cristina y que representa una de las m¨¢s grandes figuras de la historia de Espa?a".
A la cordial invitaci¨®n de honrar la memoria de la madre de Alfonso XIII con un buen retrato biogr¨¢fico, don Gregorio me explic¨® las razones que hac¨ªan necesario que en la iconografia literaria de los reyes de Espa?a la imagen de la reina regente se proyectara con clar¨ªsima luz sobre las nuevas generaciones estudiosas. "Ah¨ª tiene usted", me dijo Mara?¨®n, "un bello motivo para una gran biografia. Mar¨ªa Cristina bien la merece. Dec¨ªdase a escribirla". En aquel momento son¨® el toque de ¨¢nimas en los campanarios de la imperial ciudad, diluy¨¦ndose en la profunda rapsodia del r¨ªo. Sonri¨® el doctor y nos pusimos en pie al ser llamados para el aperitivo. Un a?o y medio m¨¢s tarde, el autor de Elogio y nostalgia de Toledo recibi¨® el volumen que narraba la vida de aquella reina y se?ora, ejemplar y ¨²nica, que se llam¨® Mar¨ªa Cristina. Inmediatamente despu¨¦s recib¨ª la siguiente cart¨¢ de su pu?o y letra, que textualmente reproduzco:
"Querido Cort¨¦s Cavanillas: Me dispon¨ªa a escribir a usted, terminada la lectura de su biograf¨ªa de la reina Cristina, cuan do lleg¨® el ejemplar con la amable y agradecida dedicatoria. Quer¨ªa, ahora con doble motivo, darle las gracias por la delicada alusi¨®n que hace a una conversaci¨®n nuestra ante el fondo inmortal de Toledo, y en p¨¢ginas, por cierto, dignas de una antolog¨ªa de las alabanzas toledanas. Pero, sobre todo, para decirle que, a mi juicio, ha acertado usted plenamente al revivir la figura de esta gran se?ora que logr¨® lo que ning¨²n otro hombre o mujer, gobernar -y gobernar de verdad durante varios decenios a Espa?a, sin que nadie pueda decir de ella m¨¢s que cosas buenas. Y se presienten sus arcanos prol¨ªficos. Todo ello dominado por una cordial emoci¨®n que se contagia".
"Es superior a la otra, excelent¨ªsima, del Rey".
"Un cordial abrazo de su buen amigo, Mara?¨®n".
A distancia de un a?o de mi encuentro en el cigarral de los Menores con el autor de Tiberio, historia de un resentimiento, una de las lecturas que por aquel entonces me hab¨ªa impresionado fue la biograf¨ªa del emperador que tuvo por Poncio a Pilatos y de quien recibi¨® la noticia de la crucifixi¨®n de Cristo.
Y aquella noche toledana de la primavera de 1942 tuve la alegr¨ªa de o¨ªr hablar al doctor Mara?¨®n del tema de Tiberio, el prisionero voluntario de s¨ª mismo en Rodi, en la ¨¦poca de su juventud, y en Capri en los ¨²ltimos a?os de su misantr¨®pica existencia. El emperador no fue un degenerado tipo Cal¨ªgula, Claudio o el Ner¨®n de tantas leyendas. Tiberio hab¨ªa sufrido mucho desde su ni?ez a causa del car¨¢cter de su madre, la ambiciosa y autocr¨¢tica Livia. Para colmo, la naturaleza, la familia y la vida en general no le fueron propicias. Hab¨ªa visto al propio anciano padre abandonado de su madre, al estar ¨¦sta enamorada del joven Octaviano Augusto, con el consiguiente repudio. Por tantas menomaciones, vilipendios e iniquidades sufridas, germin¨® en su esp¨ªritu el rencor, alimentado a su vez por un marcado sentimiento de inferioridad. Fue a los 67 a?os, ya Tiberio emperador, cuando se le abrieron los encantos protectores de la fabulosa y alucinante isla de Capri. Hoy, todav¨ªa esta isla sigue sugestionando la mente de escritores y poetas, encendiendo la imaginaci¨®n de cuantos sue?an con las antiguas org¨ªas y los s¨¢dicos erotismos que se imputaban al emperador. Sin embargo, era refractario a las incontinencias de que se le culpa. La necesidad de concentrarse para sustraerse a la repugnante visi¨®n de s¨ª mismo no pod¨ªa crear en ¨¦l aquel estado de ¨¢nimo propicio a ning¨²n g¨¦nero de bacanales. Suced¨ªa lo contrario. En la m¨¢s alta de las villas de las 12 que ten¨ªa reun¨ªa cada jornada bastantes astr¨®logos caldeos con la finalidad de adivinarle su futuro. Con ellos discut¨ªa sobre el misterio de la vida y sobre la inconsistencia rid¨ªcula de la teolog¨ªa pagana. All¨ª arriba, en Anacapri, transcurr¨ªa horas angustiosas interrogando a las estrellas. Present¨ªa un cambio universal de los valores, una promesa que har¨ªa hundirse por todas partes al viejo mundo. Una mutatio mentis que se anunciaba en el aire de una nueva primavera.
Seg¨²n Mara?¨®n, Tiberio se agitaba en la aspiraci¨®n de liberar el esp¨ªritu de una vida intolerable. Y con este deseo no ocultaba -seg¨²n me dec¨ªa este insigne int¨¦rprete de la historia que era don Gregorio- una cierta simpat¨ªa por el pueblo hebreo, que, en su honor, hab¨ªa cambiado el nombre del lago de Genezaret por el de Tiberiades. Como odiaba a todas las religiones, hab¨ªa hecho sacrificar a los sacerdotes drusos y egipcios que viv¨ªan en Roma, pero ahorrando la vida de los jud¨ªos y deport¨¢ndolos a Cerde?a. Quiz¨¢ por aquella simpat¨ªa e indulgencia. que sinti¨® ante la religi¨®n enemiga de los ¨ªdolos y creyente en un Dios-esp¨ªritu, cuando supo que el profeta revelador del esp¨ªritu, condenado por su procurador Pilatos, hab¨ªa vencido la muerte, subiendo al cielo entre c¨¢ndidas nubes, sinti¨® admiraci¨®n y estupor. Una po¨¦tica leyenda medieval narra que gracias a aquella sorprendente benevolencia la Ver¨®nica se traslad¨® a Capri antes de que Tiberio muriese -se?s a?os despu¨¦s de la resurrecci¨®n de Jes¨²s- y lo cur¨® de las f¨¦tidas ¨²lceras, pasando por su rostro el lienzo impregnado de lo que fue el sudor de Cristo. El emperador estaba al corriente de los orientales rumores seg¨²n los cuales el Ave F¨¦nix hab¨ªa resurgido de las cenizas. El propio T¨¢cito, tan habitualmente esc¨¦ptico, dej¨® escrito "que si en las voces hab¨ªa una parte de f¨¢bula, ninguno duda que el Ave F¨¦nix existe y, de tiempo en tiempo, hace su aparici¨®n entre los hombres".
Mara?¨®n me coment¨®, como colof¨®n al apasionante tema de Tiberio aquella noche inolvidable en su cigarral toledano, que el mitol¨®gico p¨¢jaro no se dej¨® ver m¨¢s despu¨¦s del a?o.34 del nacimiento de Cristo. El F¨¦nix representa en la mente precristiana la forma de la eterna sed de espiritualidad y de inmortalidad a que aspira el ¨¢nima del hombre. Tiberio no cre¨ªa en los mitos, pero quiz¨¢ sinti¨® el puro eco de una voz sobrehumana en los m¨¢s rec¨®nditos meandros de su tumultuosa conciencia. El gran resentido fue quiz¨¢ el m¨¢s importante romano que tuvo cerca la verdad con may¨²scula, aunque sin alcanzar a conocerla. Sin duda, se lo impidieron las ¨²lceras, no de su cuerpo, sino de su alma. El hecho es que gracias a la palabra cient¨ªfica y a la pluma se?era del insigne don Gregorio, el original perfil del emperador Tiberio, a manera del Ave F¨¦nix, renaci¨® en las horas de voluntario exilio en Buenos Aires cuando el doctor por excelencia mascaba la nostalgia de la patria querida convulsa por los horrores de la guerra civil.
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