El verano sangriento
Ya a punto de salir camino de las plazas en donde toreaba me dec¨ªa mi t¨ªo: "Trae un beso" y, tras aquella despedida, desaparec¨ªa hasta mediados de octubre por lo menos. Siempre era as¨ª, a?o tras a?o, sin otra novedad que un pu?ado de recortes de peri¨®dico que tra¨ªa a su vuelta con comentarios medianamente elogiosos.Por entonces a¨²n no se hab¨ªa descubierto la m¨ªtica penicilina que a tantos diestros rescat¨® cuando ya andaban con un pie en el otro mundo. Mor¨ªan de cogidas tremendas, y tambi¨¦n de s¨²bitas pulmon¨ªas cuando, tras de huir de los cuernos del toro, las astas del viento helado acababan con sus ilusiones y su vida. As¨ª, mi t¨ªo, que a lo largo del invierno se ayudaba representando productos de variada droguer¨ªa, un a?o no volvi¨®. Su retrato qued¨® en su cuarto peque?o, empapelado con fotos, recuerdo de faenas en distintos ruedos.
Cierto d¨ªa tore¨® en Madrid, mas no a las cinco de la tarde, como quieren los c¨¢nones y rezan los versos cl¨¢sicos, en el ritual que cumplen los toreros de nombre. Nos trajo a casa unas entradas, mas no eran para esa hora en la que el sol hace crujir las tablas de las barreras, de los tendidos altos o el duro desaf¨ªo del estoque. Aquellas entradas eran para una funci¨®n de noche, en la que un par de viejos diestros alternaban con payasos de feria, enanos lidiadores y bandas de gastado uniforme interpretando pasodobles, con un toro que les embest¨ªa del coso, entre risas del p¨²blico cargando el aire de inocentes derrotes. Todo ello, bajo la luz de unos focos mortecinos, ten¨ªa algo de sombr¨ªo, de un verano especial, que a m¨ª, a?os m¨¢s tarde, me record¨® un relato titulado Mi t¨ªo Jacinto. Como en ¨¦l, en el centro de una arena sin brillo ni color, estaba tambi¨¦n mi t¨ªo, el m¨ªo, aguantando, con otro diestro de su edad, las arrancadas de un toro ya anteriormente toreado. No hab¨ªa miedo en m¨ª, sino una particular verg¨¹enza, un deseo infinito de que aquello acabara, de que el verano continuara su camino de vinos con sif¨®n, de horchata y limonada que fuera pregonaba un c¨ªrculo de tenaces vendedores.
?ste fue, durante mucho tiempo, mi recuerdo de un verano nunca olvidado, siempre unido a una vaga sensaci¨®n de rid¨ªculo, que un d¨ªa para siempre desapareci¨® borrado por un escueto telegrama que hizo estallar en sollozos a las mujeres de la casa.
Tras de aquel est¨ªo vinieron otros diferentes, sangrientos tambi¨¦n a su manera, alegres algunos desde junio a septiembre. Por entonces se comenzaba a practicar el veraneo. Con los trenes de cercan¨ªas reci¨¦n inaugurados, el cabeza de familia pod¨ªa enviar la suya a la sierra madrile?a y quedar ¨¦l en Madrid, en casa, atendiendo el negocio o intentando dudosas aventuras. Tambi¨¦n se gozaba con la invenci¨®n de los cines al aire libre, impuesta por algunos que pose¨ªan terraza en la que colocar unas cuantas hileras de sillas de madera, donde, en vez de aire acondicionado, la brisa de las noches de Madrid, aparte de refrescar, le a?ad¨ªa su toque de verbena. Si alg¨²n d¨ªa el cielo encapotado romp¨ªa en agua, la proyecci¨®n se suspend¨ªa para continuar en la sala tradicional. As¨ª, entre cine, verbenas y corridas, el verano de Madrid corr¨ªa rumbo a un tiempo que, s¨®lo adivinado por algunos, preludiaba nuestra ¨²ltima guerra civil.
Cuando el conflicto concluy¨® qued¨® atr¨¢s un pa¨ªs de ba?os para minor¨ªas en el Norte o en el mar Mediterr¨¢neo, dando paso a una sierra de Madrid que comenzaba a borrar sus ruinas construyendo chal¨¦s seg¨²n el gusto de la ¨¦poca, alz¨¢ndose o alquilando los primeros a un lado y otro de la l¨ªnea que separ¨® en su d¨ªa a dos Castillas, transformada en frente de batalla.
Poco a poco el veraneo se generaliz¨®, baj¨® hacia el Sur sobre todo, en un principio t¨ªmido, inseguro, como una sucesi¨®n de playas m¨¢s dispuestas a remojar el cuerpo a unos cuantos ba?istas provincianos para, al fin, transformarse, tras un aluvi¨®n de pel¨ªculas rodadas bajo el sol casi perenne, en lujosa morada de actores y actrices de moda. Algunos fijaron su residencia all¨ª, otros buscaron a Espa?a de paso, como Hemingway en su Fiesta, pionera de aquella otra que transform¨® el pa¨ªs desde los sanfermines hasta las playas de Marbella. El postrer verano del escritor en esta tierra que ¨¦l conoc¨ªa bien, en la paz y en la guerra, en esta Espa?a "alegre y sangrienta como un buen cirujano", lo film¨¦ yo y lo conservo todav¨ªa. En este reportaje, en la plaza del Castillo, en im¨¢genes vivas, a¨²n se le puede reconocer, corpulento como siempre, con el pa?uelo rojo al cuello y su pelo escaso escondido bajo su eterna gorra ladeada. Aparece sentado ante su mesa habitual, ante su eterna copa, rodeado de un corro de mozos vestidos de blanco y con pa?uelos encarnados tambi¨¦n. M¨¢s all¨¢ de los ojos del escritor, asomados a unas peque?as gafas de montura met¨¢lica, su mirada, entre atenta y esc¨¦ptica, a pesar de la ginebra matutina, parece ver ardientes colinas, senderos indios, guerras o safaris en tierras africanas. Mientras tanto, en torno a ¨¦l la marea de boinas y pa?uelos se alza y gira, rode¨¢ndole, ved¨¢ndole el camino del hotel del que habr¨ªa de partir al d¨ªa siguiente.
Aquel fue el a?o del verano sangriento, de la contienda particular entre Domingu¨ªn y Ord¨®?ez. Hemingway estaba dispuesto a tomar parte en ella como espectador, lo mismo que en aquella famosa guerra anterior, cuando sonaron de su mano las campanas al comp¨¢s de su c¨¦lebre novela. No en balde dijo cierta vez que una guerra es algo que nadie se quiere perder y, por supuesto, no quer¨ªa perder ¨¦sta.
As¨ª fue. Aquel verano nos embarcamos en un bimotor de mala muerte, juntas las dos cuadrillas y los diestros, amigos y a la vez rivales. All¨ª estaba Hemingway apurando su frasco de ginebra apenas comenzado el viaje. Su corpach¨®n a¨²n se manten¨ªa, mas visto de cerca se le notaba la piel hecha jirones y el pelo escaso y cano. En aquel mano a mano particular se le notaba tornar partido por Ord¨®?ez; hab¨ªa en su admiraci¨®n por ¨¦l algo tan antiguo como el hombre, a un tiempo complicado y paternal. El caso fue que la presencia de su ¨¢ngel tutelar salv¨® a Ord¨®?ez aquel verano, en el que vi salir a la plaza a un Domingu¨ªn, tan altivo como siempre, con una brecha grapada a fin de sujetar la carne de una pierna doliente, luchando por concluir la temporada. Tras de cada corrida era preciso volver al avi¨®n y al tiempo curar aquella traidora herida que le hac¨ªa caminar mal y evitar con dificultad embestidas peligrosas.
Es curioso que de aquel verano sangriento, de aquel famoso tri¨¢ngulo, Luis Miguel-Hemingway-Ord¨®?ez, los toreros viven a¨²n; en cambio, el escritor muri¨®. A la postre, result¨® m¨¢s fiel a s¨ª mismo que con otros.
Cuando el alcohol le apret¨® tanto que no pudo escribir cierta ma?ana al romper el d¨ªa, se alz¨® del lecho, busc¨® su rifle favorito y, dispar¨¢dose un tiro, puso fin a su manera al mejor de sus cuentos antes de entrar para siempre en el sendero de la gloria.
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