Calles de C¨¢diz
Un lejano Ayuntamiento de C¨¢diz tuvo el buen acuerdo de conservar, grabados en los baldosines originarios, los nombres que inicialmente tuvieron las calles cuya titulaci¨®n ha cambiado con el tiempo. El buen acuerdo, s¨ª, pero tambi¨¦n, a veces, la mala ocurrencia. ?Por qu¨¦ diablos la calle que se llam¨® Alfonso el Sabio ha vuelto a llamarse Pelota? Ateng¨¢monos, sin embargo, s¨®lo a lo acertado, y a la luz de dos notables casos meditemos brevemente acerca del contraste entre el nombre antiguo y el nombre actual.Muy cerca del teatro Falla -cuyo progresivo deterioro externo est¨¢ clamando al cielo, oficina de reclamaciones, secci¨®n de delitos urbanos- hay una calle recta y no larga, administrativamente formada por la adici¨®n de dos segmentos adyacentes. Los nombres primitivos de tales segmentos fueron Soledad antigua y Soledad moderna; expresiones que cualesquiera que fuesen las intenciones onom¨¢sticas de aquellos ediles, inevitablemente suscitan la reflexi¨®n del aficionado a la historia del pensamiento y de la vida.
Soledad moderna. Qu¨¦ gran acierto filos¨®fico el de ese al parecer s¨®lo cronol¨®gico adjetivo. ?No ha sido acaso la soledad, una soledad metaf¨ªsica, radical, el m¨¢s esencial de los rasgos antropol¨®gicos de la cultura moderna? Solus recedo fue una de las consignas vitales de Renato Descartes. Tan solo se sent¨ªa y se pensaba Descartes que tuvo que idear un sofisticado razonamiento para convencerse de que eran verdaderos hombres, y no aut¨®matas cubiertos de capa y sombrero, los bultos de apariencia humana que pasaban ante su ventana. "Yo estoy solo con mis dudas y con mi ¨²nica certeza irrebatible, saber que pienso, y necesito demostrarme a m¨ª mismo que fuera de m¨ª hay un mundo y unos hombres reales, no s¨®lo aparentes", viene a decirnos. Echando mano de diversos recursos mentales, ¨¦ste fue, con raras excepciones, como la de Feuerbach, el proceder de todos los pensadores modernos, hasta bien entrado nuestro siglo. Hume, por ejemplo, se ve obligado a decir, cito de memoria, algo semejante a esto: "Yo como con mis amigos, juego al chaquete, converso llanamente con ellos, y luego necesito un penoso esfuerzo para pasar de esa trivial y grata experiencia a mis ¨¢ridas especulaciones filos¨®ficas". El llamado solipsismo, la convicci¨®n filos¨®fica de que s¨®lo tiene verdadera realidad el individuo pensante, ser¨¢ la culminaci¨®n de esa forzada actitud mental ante la soledad de uno mismo.
Mientras tanto, los parisienses en el Palais Royal, los londinenses en el teatro del Globo o en Hyde Park, los madrile?os en el paseo del Prado o en las gradas de San Felipe, los gaditanos en la plaza de Mina o en el Mentidero viv¨ªan con risas o llantos su mutua compa?¨ªa, ajenos a esas graves meditaciones de los fil¨®sofos sobre la radical soledad de los entes humanos. Ser¨¢ preciso el advenimiento de nuestro siglo, con Scheler, Ortega y Martin Buber en vanguardia, para que la filosof¨ªa descubra este obvio Mediterr¨¢neo: que para el hombre existir es por esencia coexistir, y vivir es convivir. Desde dentro de su propia realidad, hasta el m¨¢s solitario convive con sus semejantes. En Nueva York, en C¨¢diz o en Madagascar as¨ª sucede. Mas para que el avisado transe¨²nte occidental no olvide tres siglos de su historia, ah¨ª est¨¢, cerca del gaditano teatro Falla, un baldos¨ªn que calladamente le dice: Soledad moderna. Qu¨¦ imperceptiblemente resbalar¨¢ este r¨®tulo sobre las comadres que bajo ¨¦l charlan y cecean entre s¨ª.
Soledad antigua. Perplejidad. Me cont¨® el fino historiador Ramos Los certales haber o¨ªdo a Unamuno que en cierto momento de su vida sinti¨® la tentaci¨®n intelectual de la toponimia. Decidi¨® comenzar por los top¨®nimos m¨¢s pr¨®ximos a Salamanca. Eligi¨® al azar Arapiles, y comentaba as¨ª su fallida y breve aventura: "Arapiles: de ara y piles, no hay duda. Ara lo entend¨ªa yo bien; piles no acert¨¦ a entenderlo. De modo que lo dej¨¦". Algo an¨¢logo me pasa a m¨ª con la soledad antigua. No acabo de entenderla. ?Hubo en la antig¨¹edad una soledad equiparable a la soledad moderna? El hombre antiguo ?conoci¨® la soledad a la manera de Descartes? No lo creo. Que un griego antiguo estuviera a veces solo y solo se sintiese es cosa sobremanera obvia. Bien solo est¨¢ Ayax cuando decide suicidarse; pero su soledad se halla determinada por la conciencia de su deshonor ante quienes le rodean. Solo est¨¢ y se siente el Filoctetes sofocleo; pero lo est¨¢ porque sus camaradas le han abandonado. La vida con los dem¨¢s -el general imperativo de la polis y el ¨¢gora, S¨®crates dialogante hasta cuando va a morir, Plat¨®n en su Academia, Arist¨®teles en su Liceo, la "simpat¨ªa con todo" de los estoicos- parece consustancial con el modo griego de existir y de entender la realidad del hombre. Tan s¨®lo en un fragmento del Arist¨®teles viejo, que, Jaeger difundi¨®, apunta una vivencia premoderna de la soledad. "Cuanto m¨¢s solitario y m¨¢s metido en m¨ª mismo, m¨¢s amigo de los mitos me hago". El fil¨®sofo advierte en su soledad la insuficiencia que para ¨¦l tiene la explicaci¨®n puramente racional de las cosas, y siente dentro de s¨ª la necesidad de un relato imaginativo de lo que acerca del sentido de ellas puede pensarse. Pero esta soledad del Arist¨®teles solitario, un pensador que se satisface con lo que los inventores de
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mitos le dicen, que no necesita apelar al propio raciocinio para hallar sosiego, dista mucho de ser la soledad cartesiana y moderna. En el mundo antiguo, ?alcanzar¨ªa a vivirla, desde su situaci¨®n de proscrito de la normal convivencia ciudadana, un esclavo especialmente meditabundo? Vaya usted a saber.
Soledad antigua, soledad moderna. Ea, se dijeron expeditivamente los mun¨ªcipes gaditanos, como para no meterse en berenjenales filos¨®ficos; llamemos Sol a la Soledad antigua -me pregunto: ?el sol de Grecia?-, y dejemos en Soledad a secas la Soledad moderna. ?Con qu¨¦ soledad nos invitar¨ªan a quedarnos? ?Con la soledad sonora del m¨ªstico o con la sole¨¢ flamenca del cantaor? ?Con la que Val¨¦ry declar¨® condici¨®n primera de la creaci¨®n po¨¦tica, Picasso de la creaci¨®n pict¨®rica y Zubiri de la creaci¨®n filos¨®fica? ?Con la de Aranguren, cuando se declaraba a s¨ª mismo "solitariamente solidario y solidariamente solitario"? Mi informaci¨®n no me permite la respuesta.
M¨¢s compleja ha sido la aventura onom¨¢stica de una placita situada entre la calle de la Soledad antigua y la famosa Alameda de Apodaca. En el siglo XVII se la llam¨® de la Cruz; en el XVIII, de la Verdad; en el XIX, y desde entonces hasta hoy, del Mentidero. En esa apretada sucesi¨®n de nombres, ?no es cierto que est¨¢, telegr¨¢ficamente, la historia de la opini¨®n p¨²blica en el mundo espa?ol moderno?
Plaza de la Cruz. Siglo XVII. Autos sacramentales, grandes procesiones, religiosidad barroca, gentes que acaso mienten, matan, roban y fornican -en lo que a la vida cotidiana de C¨¢diz ata?e, l¨¦anse las curiosas noticias que ofrecen las Memorias de Raimundo de Lantery, comerciante saboyano en el C¨¢diz de Carlos II-, pero que individual colectivamente encuentran en la cruz el sentido ¨²ltimo de su vida.
Plaza de la Verdad. Siglo XVIII. Nuestros sensatos y moderados ilustrados, desde Feijoo y Mayans hasta Olavide y Jovellanos, se hallan muy lejos de abolir ese supremo se?or¨ªo de la cruz que han heredado de sus mayores, Con m¨¢s o menos fervor, todos se sienten cristianos. Pero su mente, sensible, pese a los Pirineos geogr¨¢ficos e inquisitoriales, a los vientos intelectuales y ¨¦ticos que entonces corren por Europa, aspira a construir una vida terrenal regida por las verdades a que por s¨ª misma sea capaz de llegar la raz¨®n humana. La Sociedad Econ¨®mica de Amigos del Pa¨ªs de Osuna decide crear una c¨¢tedra de Matem¨¢ticas, y para regentarla contrata a un modesto profesor catal¨¢n. El cual, en la lecci¨®n dedicada a elogiar la importancia de su asignatura, dec¨ªa a sus disc¨ªpulos: "Es tan grande la importancia de las matem¨¢ticas que el mismo Romano Pont¨ªfice, con ser el vicario de Cristo en la Tierra, a ellas tendr¨¢ que recurrir en adelante para declarar santo a un cristiano difunto". El entusiasta Euclides de aquellos bienintencionados andaluces quer¨ªa decir: "Para decidir que un hecho es milagroso hay que hacerlo pasar por el tamiz de la raz¨®n cient¨ªfica". Esa misma fe en la capacidad del hombre para obtener verdades racionales e inmutables -en definitiva, la Verdad a secas- alentaba en las almas gaditanas que as¨ª quisieron llamar a la antigua plazuela de la Cruz.
Plaza del Mentidero. Siglo XIX. Para decidir cu¨¢l debe ser la leg¨ªtima Constituci¨®n de Espa?a, los docea?istas discuten en C¨¢diz; y como ellos, en los decenios sucesivos, los liberales, los moderados y los tradicionalistas de toda Espa?a. Cu¨¢nto rumor y cu¨¢nta mentira en lo que de sus discusiones pasa al comentario popular. ?C¨®mo no llamar mentidero al lugar en que habitualmente se re¨²nen los comentaristas? La pretensi¨®n de una verdad universal e inconmovible se ha trocado en variopinta mezcla de verdades y mentiras, y la plazuela de la Verdad se convierte en plazuela del Mentidero. Pero en el seno de las discusiones entre los docea?istas, y luego entre liberales y conservadores, ?no late la compartida aspiraci¨®n a una empresa hist¨®rica en la cual todos, m¨¢s all¨¢ de sus inevitables discrepancias, puedan pac¨ªficamente coincidir? Salvo en los pocos que entendieron fan¨¢ticamente la discrepancia y acabaron convirtiendo en pelea la discusi¨®n, ¨¦se era el general sentir de los gaditanos, que en la plazuela del Mentidero comentaban lo que pasaba en C¨¢diz, en Espa?a y en el mundo entero. Los que quisieron y siguen queriendo para sus calles nombres que no preludien ni recuerden aquello que hace imposible la b¨²squeda de la verdad y la existencia de cualquier mentidero: la guerra civil.
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