Leonardo da Vinci, frente al tiempo
La exposici¨®n que en estos d¨ªas se celebra en Barcelona de una serie de dibujos de Leonardo da Vinci -los bocetos para su Cen¨¢culo- y la restauraci¨®n en profundidad a que esta obra ha sido sometida, me transportan repentinamente a lo que Stendhal llam¨® la "melanc¨®lica y sublime" Lombard¨ªa, y ponen, una vez m¨¢s, de actualidad esa pintura al fresco tan llena de dinamismo, tan genial.De los bocetos cabe decir que revelan la destreza y la extremada meticulosidad del artista. Nada deja el verdadero pintor al arbitrio de la improvisaci¨®n. La restauraci¨®n minuciosa a que el fresco ha sido sometido podr¨ªa plantearle al visitante las dudas y los recelos que, no hace mucho, ha causado entre nosotros la restauraci¨®n de Las Meninas, de Vel¨¢zquez. Al igual que este cuadro, las restauraciones sufridas por el Cen¨¢culo hab¨ªan sido tantas y tan abusivas que la obra nueva -que no era otra que la originaria - resulta sorprendente por su atm¨®sfera y por sus maravillosas veladuras.
En 1494, la corte de Ludovico Sforza -protector del renacimiento lombardo, Pericle milanese- se encuentra en su m¨¢ximo esplendor. En Mil¨¢n, Castiglione recibe lecciones de cortigian¨ªa; el joven novelista Matteo Bandello lo observa todo con avidez y Bramante llena la ciudad con sus mejores arquitecturas. Es en ese a?o de 1494 cuando Ludovico le encarga a Leonardo da Vinci -m¨¢s para su solaz, como luego veremos, que por otra raz¨®n- que pinte el famoso fresco.
Pero al hacerle el encargo, Ludovico no se imaginaba que iba a ser el promotor de una de las obras de arte m¨¢s controvertidas y que el peque?o refectorio de la iglesia de Santa Mar¨ªa delle Grazie adquirir¨ªa una dimensi¨®n universal. Entre 1495 y 1497, Leonardo trabaja intensamente en este fresco que iba a ser sometido a los m¨¢s variados y complejos avatares, ora por parte de quienes deb¨ªan protegerlo -se abri¨®, por ejemplo, u?a puerta en la misma pintura-, ora por las circunstancias hist¨®ricas.
As¨ª corno en el encanto de la Piet¨¤ Rondanini, de Miguel ?ngel, que tambi¨¦n podemos admirar en Mil¨¢n, est¨¢ en su destino informe, en su borrosa abstracci¨®n; la obra de Leonardo ha estado amenazada de continuo, y en ello radica su originalidad primera. No por tosca e inacabada es menos subyugante la Piet¨¤, y no por m¨¢s maltrecha y retocada ha acabado siendo menos asombrosamente bella la escena del Cen¨¢culo.
Esta obra, junto a La virgen de las rocas y el soberbio y desaparecido caballo de bronce- gloria inmortal y eterno honor de la casa ducal-, constitu¨ªan el m¨¢s selecto tr¨ªo de los muchos proyectos y creaciones del Leonardo de aquel esplendoroso per¨ªodo. No debemos tampoco olvidar las efimeras decoraciones de los techos y de los muros del Castello Sforzesco. Algunos de ellos, como los de la Salla delle Asse, a¨²n perduran con su entramado de ramas y de vegetaciones, inspiradas -como algunos dicen- en las p¨¦rgolas de los jardines, pero que, en mi opini¨®n -conociendo la fantasiosa mente de su autor-, responden, por la complejidad de su factura, a significados mucho m¨¢s enigm¨¢ticos.
Leonardo de Vinci se hab¨ªa introducido en la corte de los Sforza con el pretexto de ofrecer uno de sus peque?os inventos, y con este fin abandon¨® Florencia. Ya desde 1480 aparece registrado su nombre en el castillo como suonatore di lira, una de sus muchas profesiones. (Vasari nos dijo que Leonardo era ¨²nico en tocar este instrumento, que ¨¦l mismo hab¨ªa fabricado en plata y con forma de cabeza de caballo.) Pienso que el Leonardo de aquellos d¨ªas deb¨ªa de asemejarse mucho a aquel otro de su Autorretrato (el temprano de la galer¨ªa Uffizi, de Florencia, no el vetusto que podemos admirar en la Biblioteca de Tur¨ªn): rubia y espesa barba en forma de abanico, firme nariz aguile?a, ojos claros que conten¨ªan a un tiempo el reposo y la intrepidez.
El refectorio de Santa Mar¨ªa delle Grazie era del gusto de Ludovico Sforza. Con frecuencia gustaba de almorzar en ¨¦l acompa?ado por los dominicos, que lo regentaban. Por eso dese¨® que el momento sugestivo y dificil de La ¨²ltima cena fuese pintado en
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Leonardo da Vinci, frente al tiempo
Viene de la p¨¢gina 11 uno de los muros. Leonardo, que a la hora del encargo gozaba de una nueva profesi¨®n, la de ingeniero militar, debi¨® de recibir con agrado el proyecto, a juzgar por la pasi¨®n con que se entreg¨® a ¨¦l y por los numerosos bocetos que previamente realizara.Trabajaba de sol a sol; se retiraba, borraba, rehac¨ªa una y cien veces. Con frecuencia dejaba el pincel y se pasaba las horas ensimismado contemplando las figuras, reflexionando sobre el acabado o el matiz que le iba a dar a una mano o al rictus de sus labios. Dud¨® infinidad de, veces con la figura de Judas y recorri¨® las c¨¢rceles de Mil¨¢n en busca de un rostro que representase con fidelidad la traici¨®n. Pero tambi¨¦n acab¨® humanizando aquel rostro como los de los restantes personajes.
Si hay una constante con la que debi¨¦ramos definir esta obra, yo destacar¨ªa la de su concentrada humanidad; concentraci¨®n no exenta por ello de dinamismo; concentraci¨®n plasmada en todos los rostros, a pesar del importante momento que representa la escena. Leonardo buscaba para su fresco todo el realismo posible, pero pintando sembraba en ¨¦l, al mismo tiempo, la destrucci¨®n. Como necesitaba de much¨ªsimo tiempo para meditar sobre cuanto iba realizando, no utiliz¨® los materiales a la manera cl¨¢sica -no pintaba sobre yeso fresco, que se secaba pronto-, sino sobre una capa de estuco. Debido a la humedad y al paso del tiempo, este estuco sobre el que descansaba la obra se fue llenando de grumos, y la pintura peligr¨® gravemente.
No mucho despu¨¦s de realizada se consider¨® perdida. S¨®lo 30 a?os m¨¢s tarde de que fuera pintada, el propio Vasari la describe como una "mancha deslumbrante". Pero las continuas restauraciones, un siglo tras otro, la mantuvieron aparentemente viva. A principios del presente silglo, tras instalar detr¨¢s del muro una calefacci¨®n que la preservaba de la humedad, se crey¨® acabar con el problema. Pero lleg¨® la segunda guerra mundial, y con ella los bombardeos. El refectorio qued¨® casi completamente destruido. Sin embargo, la obra de Leonardo de Vinci -el muro, en concreto, sobre el que se asentaba-, protegida con sacos de arena, no se derrumb¨®. Contemplando las fotograf¨ªas de las ruinas no nos explicamos c¨®mo, a pesar de las medidas que se tomaron, el muro qued¨® indemne. Una vez m¨¢s, la obra de arte venci¨® las amenazas del tiempo. El refectorio fue reconstruido Y el fresco -ligeramente mordido por las bombas en sus bordes-, sigui¨® en pie.
Y como, a veces, donde se cierra una puerta se abre otra, sucedi¨® que con la destrucci¨®n del edificio se hicieron algunos descubrimientos en el muro que contribuyeron de forma notable a su restauraci¨®n definitiva. Mario Pellicioli, encargado por aquellos d¨ªas de limpiar la obra, encontr¨® sobre ella hasta siete capas de pintura no pertenecientes a la mano de Leonardo. Aunque el dibujo y la composici¨®n segu¨ªan siendo fieles a su autor, la pintura de los numerosos restauradores hab¨ªa cubierto los rasgos y colores originales. Como en el caso de Las meninas, ?no es l¨®gico que el que contempla se asombre. de la transformaci¨®n sufrida por la obra, de los sorprendentes resultados de una limpieza en profundidad?
?Nos equivocamos al afirmar que hoy el Cen¨¢culo -a pesar de su fr¨¢gil vagorosidad, de esa p¨¢tina nieblina que lo vela- se nos ofrece rotundo, acabado, lleno de la gracia y del mensaje que Leonardo le quiso imprimir? Frente a otro fresco situado en la misma sala -la gigantesca Crucifixi¨®n, de Donato Montorfano-, frente a al atm¨®sfera met¨¢lica de ¨¦sta, llena de chasquidos de corazas y de llantos, bulliciosa y multiforme, provocadora en su color y llena de ecos de Mantegna, constituye un verdadero alivio contemplar el fresco de Leonardo. Una extra?a dulzura nos invade al observar los tonos brumosos y suaves, apagados de color, pero enriquecidos por el paso del tiempo y por el mimo de tantas manos como lo han reverenciado.
Ante el anuncio de la traici¨®n -tal momento parece representar la escena-, las figuras se arrebolan, se anarcan, se inclinan, van y vienen con sus rostros, sus torsos y sus manos, creando en el que contempla una sensaci¨®n de remolino, de ola marina. Pero en esta obra se encauza el furor, el desconsuelo, las preguntas, la resignaci¨®n, la amarga sospecha -las pasiones, en definitiva-, porque el equilibrio preside la acci¨®n, la doma y la aterciopela.
Contra los atentados de diverso signo, la obra ha salvado sus mejores secretos, su sentido ¨²ltimo, que no es otro que el de haber resistido el paso del tiempo. La atm¨®sfera que pintaba Leonardo, el aire del enfebrecido atardecer en Jerusal¨¦n, embalsama la estancia. El paisaje que aprece al fondo, profundo y entrevisto, tiene la misma frescura que los de la Toscana. Los verde mar, los verde-ciruela, los verde esmeralda, los verde-oro, se han enriquecido al envejecer. Las vigas del techo a¨²n est¨¢n frescas y parecen aguant¨¢r con robustez el agobio de todo un templo.
Los alimentos y objetos de la mesa -el m¨¢s variopinto de los bodegones-, por haber sufrido m¨¢s descaradamente el azote del tiempo, se han tornado misteriosos, sugieren m¨¢s. Son, en definitiva, alimentos y objetos de Leonardo de Vinci, bot¨¢nico y escultor, anatomista y poeta, arquitecto, pintor, hidr¨¢ulico, m¨²sico. Son trozos de sus sue?os, restos de su sed de nuevas ideas y de perfecci¨®n, fantasmagor¨ªas que ¨¦l imaginara contemplando las hojas, las nubes, los astros, el vuelo de las aves.
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